– Sin duda, sin duda -aprobó Dema-, pero los hombres y mujeres que le rodean distan mucho de aceptar siempre con entusiasmo su invitación. Hasta el punto de que yo le oí contar un apólogo bastante amargo, sin duda inspirado por la frialdad y la indiferencia de aquellos a los que quería dar mucho. Es la historia de un hombre rico y generoso que había hecho grandes gastos para ofrecer una cena suculenta a sus parientes y amigos. Cuando todo estuvo preparado, al ver que no acudía nadie, les mandó un criado para recordarles su invitación. Pero cada cual inventó un pretexto diferente para excusarse. Uno tenía que ir a ver un campo que acababa de comprar, otro tenía que probar cinco yuntas de bueyes nuevos, un tercero debía irse en viaje de bodas. Entonces el hombre rico y generoso mandó a sus criados que invitaran en las calles y en las plazas a todos los mendigos, lisiados, ciego y cojos, «a fin de que, dijo, los deliciosos platos que he preparado no se pierdan».

Escuchándole, Taor recordaba las palabras que él mismo pronunció tras oír el relato que hicieron Baltasar, Melchor y Gaspar, y en verdad que en aquellos momentos debió de tener una inspiración divina, porque, después de reconocer que se sentía terriblemente ajeno a las preocupaciones artísticas, políticas y amorosas de los tres reyes magos, expresó la esperanza de que también a él el Salvador le hablase en un lenguaje acorde con su íntima personalidad. Y ahora, por boca del pobre Dema, Jesús le contaba historias de banquete de bodas, de panes multiplicados, de pescas milagrosas, de festines ofrecidos a los pobres, a él, Taor, cuya vida entera -y hasta su gran viaje a Occidente- había tenido como centro preocupaciones alimenticias.

– Y eso no es nada -siguió diciendo Dema-, me han hablado de un sermón que hizo en la sinagoga de Cafarnaúm tan fantástico que siempre me ha costado creerlo, aunque mi testigo es completamente digno de crédito.

– ¿Qué se supone que dijo?

– Dicen que dijo textualmente: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él». Estas palabras provocaron un escándalo, y la mayoría de los que le seguían se dispersaron.

Taor calló, deslumbrado por la terrible claridad de aquellas palabras sagradas. A tientas, en medio de aquella luz demasiado intensa para su mente, veía sin embargo cómo hechos de su vida pasada adquirían un relieve y una coherencia nuevas, pero aún estaba muy lejos de que todo se hiciera comprensible. Por ejemplo, la merienda que dio a los niños de Belén y la matanza de los más pequeños, perpetrada al mismo tiempo, empezaban a acercarse y a iluminarse mutuamente. Jesús no se contentaba con alimentar a los hombres, se hacía inmolar para alimentarlos con su propia carne y con su propia sangre. No había sido por azar que el festín y el sacrificio humano se hubiesen producido simultáneamente en Belén: eran las dos caras del mismo sacramento, llamadas irresistiblemente a acercarse. Y hasta su propia presencia en las minas se justificaba de pronto a los ojos de Taor. Porque a los niños pobres de Belén sólo les había dado golosinas transportadas por sus elefantes, mientras que a los hijos del caravanero insolvente les había hecho el don de su carne y de su vida.

Pero las palabras del Nazareno repetidas por Dema impresionaban aún más profundamente a Taor cuando evocaban el agua fresca y los manantiales que brotaban de la tierra, pues desde hacía años, cada célula de su cuerpo aullaba de sed, y sólo tenía aguas salobres para intentar calmarla. Por eso, qué emoción la suya de hombre torturado por el infierno de la sal, al oír estas palabras: «Quien beba de esta agua volverá a tener sed, pero quien beba el agua que yo le dé nunca más tendrá sed. Más aún, el agua que yo le daré se convertirá en su corazón en una fuente de agua viva para la vida eterna». Nadie mejor que Taor podía saber que no se trataba de una metáfora. Sabía que el agua que sacia la carne y la que brota del espíritu no son de naturaleza diferente, cuando se escapa al desgarramiento del pecado. En efecto, recordaba la enseñanza del rabí Rizza en la isla de Díoscórides, y cómo el rabí evocaba un alimento y una bebida capaces de saciar al mismo tiempo el cuerpo y el alma. La verdad es que todo lo que decía Dema iba hasta tal punto en el sentido de Taor, respondía con tanta exactitud a sus preguntas de siempre, que sin duda alguna era el mismo Jesús quien se dirigía a él por medio del pescador de Merom.

Por fin cierta noche Dema contó que Jesús, volviendo de Tiro y de Sidón, subió a la montaña llamada Cuernos de Hattin, porque estaba situada cerca de la aldea de este nombre, a tres horas del lago, y tenía la forma de una silla de montar, curvada en su centro, y levantada en sus extremos. Y allí Jesús enseñó a las muchedumbres. Dijo: «Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra».

– ¿Qué más dijo? -preguntó Taor en voz baja.

– Dijo: «Bienaventurados los que tienen sed de justicia porque ellos serán saciados».

Ninguna frase podía dirigirse más personalmente a Taor, el hombre que sufría sed desde hacía tanto tiempo para que se hiciera justicia. Suplicó a Dema que repitiera una y otra vez aquellas mismas palabras en las que se contenía toda su vida. Luego dejó que su cabeza reposara hacia atrás, apoyándola en la pared lisa y malva de su nicho, y entonces se produjo un milagro. ¡Oh, un milagro discreto, ínfimo, del que sólo podía ser testigo Taor!: de sus ojos corroídos, de sus párpados purulentos cayó una lágrima, que rodó por su mejilla y luego cayó en sus labios. Y probó el sabor de aquella lágrima: era agua dulce, la primera gota de agua no salada que bebía desde hacía más de treinta años.

– ¿Qué más dijo? -insistió en una espera extática.

– También dijo: «Bienaventurados los que lloran porque serán consolados».

Dema murió poco después, decididamente incapaz de soportar la vida de las salinas, y su cuerpo fue a unirse con los que le precedieron en el gran saladero funerario, entregados al sodio que actúa incansablemente resecando la carne, matando todos los gérmenes de putrefacción y transformando los muertos primero en muñecos de rígido pergamino, luego en estatuas de cristal translúcido y quebradizo.

Y volvieron a sucederse los días sin noches, cada uno de ellos tan semejante al anterior que parecía que el mismo día recomenzaba incansablemente sin la esperanza de un cambio, de un final.

No obstante, cierta mañana Taor se encontró solo en la puerta norte de la ciudad. Le habían dado por todo viático una camisa de lino, un saco de hígados y un puñado de óbolos. ¿Habían pasado ya los treinta y tres años de su deuda? Tal vez. Taor, que nunca había sabido calcular, había confiado en las cuentas de sus carceleros, y además la misma sensación del paso del tiempo en él se había embotado hasta el punto de que todos los hechos sucedidos desde que llegó a Sodoma le parecían contemporáneos unos de otros.

¿Adonde ir? La pregunta había tenido una respuesta anticipada en los relatos de Dema. Primero salir de las profundidades de Sodoma, volver al nivel normal de la vida humana. Luego dirigirse hacia el oeste, y sobre todo hacia la capital, donde había más posibilidades de encontrar el rastro de Jesús.

Su extremada debilidad se compensaba en parte por su ligereza. Era todo piel y tendones, un esqueleto ambulante, flotaba en la superficie del suelo, como si le sostuvieran a derecha y a izquierda unos ángeles invisibles. Lo más grave era el estado de sus ojos. Hacía tiempo que ya no soportaban la luz intensa, con sus párpados ensangrentados, llenos de costras formadas por secreciones céreas que se desprendían en forma de escamas delgadas y secas. Desgarró la parte inferior de su manto y se anudó sobre la cara unas tiras a través de las cuales veía el camino por una estrecha rendija.

Remontó así aquella orilla del mar que tan bien conocía, pero necesitó siete días y siete noches para llegar a la desembocadura del Jordán. A partir de allí tomó la dirección oeste, dirigiéndose hacia Betania, adonde llegó el duodécimo día. Era la primera aldea que encontraba desde que le pusieron en libertad. Después de treinta y tres años de cohabitar con los sodomitas y sus presos, no se cansaba de observar a hombres, mujeres y niños que tenían una apariencia humana, y que se movían con naturalidad en un paisaje de verdor y de flores, y esa visión era tan refrescante que no tardó en quitarse la banda que llevaba ante los ojos, y que ya era inútil. Iba de uno a otro preguntando si conocían a un profeta llamado Jesús. La quinta persona a la que interrogó le dijo que hablase con un hombre que debía de ser su amigo. Se llamaba Lázaro, y vivía con sus hermanas Marta y María Magdalena. Taor fue a la casa de ese Lázaro. Estaba cerrada. Un vecino le explicó que en aquel 14 de Nísan la ley ordenaba que los judíos piadosos celebraran el festín de la Pascua en Jerusalén. Estaba a menos de una hora a pie, y aunque ya fuese tarde, aún podía encontrar a Jesús y a sus amigos en casa de un tal José de Arimatea.

Taor echó a andar de nuevo, pero a la salida del pueblo se sintió desfallecer, porque no había comido nada. No obstante, al cabo de un momento, impulsado por una fuerza misteriosa, se puso en camino otra vez.

Le habían dicho una hora. Necesitó tres, y cuando entró en Jerusalén ya era noche cerrada. Durante largo rato buscó la casa de José que el vecino de Lázaro le había descrito vagamente. ¿Llegaba tarde una vez más, como en Belén, en un pasado que a él ya le parecía inmemorial? Llamó a varias puertas. Como era la fiesta de la Pascua le respondían afablemente, aunque era muy tarde. Por fin la mujer que le abrió afirmó con la cabeza. Sí, aquella era la casa de José de Arimatea. Sí, Jesús y sus amigos se habían reunido en una sala del piso de arriba para celebrar el banquete pascual. No, no estaba segura de que aún estuviesen allí. Que subiera para comprobarlo él mismo.

Otra vez había, pues, que subir. No hacía más que subir desde que salió de la salina, pero las piernas ya no le llevaban. Subió sin embargo, empujó una puerta.

La sala estaba vacía. Una vez más llegaba demasiado tarde. En aquella mesa se había comido. Aún había trece copas, una especie de recipientes poco profundos, muy anchos de boca, provistos de un pie corto y de dos pequeñas asas. Y en algunas copas un poco de vino tinto. Sobre la mesa quedaban también pedazos de aquel pan sin levadura que los judíos comen en esa noche en recuerdo de la salida de Egipto de sus padres.