Durante bastante tiempo sólo conoció la inmensa cueva -grande como el interior de un templo- donde cortaba y rascaba las losas de sal, los húmedos pasadizos que llevaban de un lugar a otro de la mina, y sobre todo el extraño salón mineral en el que comía y dormía con medio centenar de personas, y donde los presos habían dedicado sus ocios a esculpir en la misma gema mesas, sillones, armarios, nichos, e incluso como adorno, falsas lámparas y estatuas.

Después de un período de reclusión total que no midió, fue admitido a volver a ver la luz del día. Al principio para participar en expediciones de pesca en el mar, ya que el pescado constituía el único alimento de los presos. Pesca no poco paradójica, ya que aquellas aguas no toleraban ninguna vida animal o vegetal. En realidad se trataba de ir hasta el otro extremo del mar. allí donde desemboca el Jordán, lo cual exigía tres días de camino, y cuatro para volver con los canastos de pescado.

La llegada del Jordán a los alrededores del mar Muerto y su desaparición, absorbido por sus densas aguas, impresionaron profundamente a Taor, quien vio en ello la imagen de una agonía y una muerte. El río llega vivaz, cantarín, lleno de peces, sombreado por plantas balsameras y por tamariscos repletos de pájaros. Con una juvenil temeridad, lanza sus aguas rumorosas hacia el porvenir, y lo que le espera es espantoso. Se precipita por un desfiladero de tierra amarilla que lo mancha y rompe su impulso. A partir de entonces no es más que una corriente grasienta y opaca que fluye lentamente hacia la salida fatal. Los vegetales que aún se empeñan en bordear el agua, yerguen al cielo desmedradas ramas ya impregnadas de arena y de sal. Finalmente, el mar Muerto no absorbe más que un río enfermo, que digiere sin dejar que nada desborde, puesto que está cerrado por el sur. Más lejos tiene lugar otro drama que señalan los vuelos poderosos y circulares de las águilas pescadoras. Los peces del Jordán -sargos, barbos y siluros, principalmente-, asfixiados por la química de las aguas marinas, suben a la superficie por millares, panza arriba, aunque por poco tiempo, eso sí, porque pronto, sobrecargados de sal, se hunden igual que piedras. Estos peces muertos y mineralizados eran los que los presos se esforzaban por recoger por medio de redes, y que a veces tenían que disputar a las águilas, que se ponían furiosas ante esa intrusión. En verdad, una pesca extraña, fúnebre e irreal, muy propia de aquellos lugares malditos.

Pero aún era mucho más extraña una especie de caza con arpón, única en su género, en la que Taor también tuvo que participar. La barca avanzaba lentamente hasta el centro del mar -los lugares en los que alcanza notoriamente la profundidad mayor-, mientras un hombre experto se mantenía al acecho en la parte delantera, escrutando sus abismos siruposos, y teniendo al alcance de la mano un arpón atado a una cuerda. ¿Qué es lo que acechaba? Un monstruo negro y furioso que no se encuentra en ningún otro mar, el acefalotauro o toro sin cabeza. De pronto, en lo más espeso del líquido metálico, se divisaba su sombra remolinante que se agrandaba rápidamente dirigiéndose hacia la barca. Entonces había que dominar aquello e izarlo a bordo. En realidad se trataba de una masa de asfalto desprendida del fondo del mar y que había subido rápidamente a la superficie bajo el impulso de la densidad del agua. Esos monstruos de betún tenían la enojosa propiedad de adherirse al barco y agarrarse a él por mil hilos elásticos. Para desprenderse de ellos, los sodomitas usaban una mezcla inmunda hecha de orina masculina y sangre menstrual. Ese asfalto era precioso no sólo para calafatear las embarcaciones, sino también como ingrediente farmacéutico, y se podía obtener por él un subido precio. 1 2

En cambio, completamente inútil y desinteresada parecía ser la recolección de manzanas de Sodoma que se hacía sobre los estratos de yeso y de marga salíferos depositados por las filtraciones del lago asfáltico. En esos campos envenenados crece un arbusto espinoso, de hojas frágiles y puntiagudas, que da un fruto parecido al limón silvestre. Ese fruto se presenta bajo una apariencia sabrosa, pero no es más que una trampa bastante cruel, porque al madurar se llena de un jugo corrosivo que quema la boca, y, una vez seco, suelta un polvillo seminal gris, semejante a la ceniza, que irrita los ojos y las narices. Taor nunca llegó a saber porqué le hacían recoger esas manzanas de Sodoma.

En el curso de estas expediciones trató de localizar la orilla en la que había pasado la noche con los suyos al salir de Belén. Todos los puntos de referencia que tenía en la memoria parecían borrados. Incluso los dos elefantes salados -que sin embargo era difícil que no llamaran la atención- resultaron inencontrables. Todo su pasado parecía aniquilado. Sin embargo surgió por última vez ante él bajo la forma más inesperada y más irrisoria que pueda imaginarse.

Se trataba de un personaje rechoncho y como hinchado por su propia importancia que un buen día fue a parar a la sexta mina, la de Taor. Se llamaba Cleofante, y era oriundo de Antioquía de Pisidía, ciudad de la Frigia galática que en modo alguno había que confundir, se apresuraba a explicar a todo el mundo, con la Antioquía siria, situada junto al Orantes. Esa clase de precisiones eran muy suyas, y las infligía al primero con el que se topaba, siempre levantando un dedo y con aires de maestro de escuela. Disfrutaba de condiciones especiales, pues parecía que sólo era un preso salinero por culpa de una serie de equívocos que no tardarían en disiparse, según afirmaba. El hecho es que desapareció al cabo de una semana sin haber sabido lo que eran las cadenas ni la celda. Lo que atrajo la atención de Taor es que aquel Cleofante decía ser confitero de oficio, y especialista en dulces orientales. Una noche en la que reposaban el uno al lado del otro, Taor no pudo, pues, por menos que hacerle la pregunta:

– ¿Y el Rahat-lukum? Dime, Cleofante, ¿sabes lo que es el Raha-lukum?

El confitero antioqueno se sobresaltó y miró a Taor como si le viese por vez primera. ¿Qué podía tener que ver aquel desecho humano con el Rahat-lukum?

– ¿Por qué te interesas por el Rahat-lukum? -le preguntó.

– Sería muy largo de contar.

– Pues has de saber que el Rahat-lukum es una golosina noble, exquisita y muy elaborada que no estaría en su lugar en la boca de un desecho humano como tú.

– Yo no siempre he sido un desecho humano, pero sin duda no me creerás si te digo que hace tiempo probé un Rahat-lukum, sí, e incluso de pistacho, para no ocultarte nada. Y te diré también que me salió caro, muy caro, conocer la receta. Pero, como puedes ver, aún no he encontrado la receta.

Cleofante por fin había encontrado en aquellos siniestros lugares un interlocutor digno de su saber culinario. Se esponjó.

– ¿Has oído hablar alguna vez de la goma adragante? -le preguntó.

– ¿La goma adragante? Desde luego que no, nunca -confesó humildemente Taor.

– Es la savia de un arbusto del género astragalus que se encuentra en Asia Menor. En el agua fría se hincha, y entonces toma el aspecto de un mucílago blanco, viscoso y espeso. Esa goma adragante ocupa un lugar importante en las altas esferas de la sociedad. Se convierte en pasta pectoral para los boticarios, en gomina para los peluqueros, en almidón para los lavanderos y en jalea para los pasteleros. Pero su apoteosis se da en el Raha-lukum.

«Primero hay que lavar la goma con agua fresca, la pones en una tortera, la cubres de agua y la dejas reposar diez horas.

Al día siguiente empiezas poniendo al fuego un recipiente con agua que servirá para el baño de María. Viertes el contenido de la tortera en una cacerola, que pones al baño de María. Esperas a que la goma se funda, removiendo con una cuchara de madera y espumando de vez en cuando. Luego pasas la goma fundida a través de un tamiz, y otra vez la dejas reposar diez horas. Una vez pasado ese tiempo, vuelves a la cocción al baño de Mana. Añades azúcar, agua de rosas o flor de azahar. Lo dejas cocer revolviendo sin cesar hasta obtener una pasta que forme una cinta. Lo sacas del fuego y lo dejas reposar un minuto Luego viertes la pasta en una mesa de mármol, y con el cuchillo la cortas en cubitos, no sin antes hundir una nuez en cada uno de ellos. Dejas que se endurezca en un lugar fresco

– Bueno, pero ¿y el pistacho?

– ¿Qué pistacho?

– Yo te hablaba del Rahat-lukum con pistacho

– Nada más fácil. Pulverizas los granos de pistacho hasta que se convierta en verdadero polvo, ¿entiendes? Y lo incorporas a la pasta en vez del agua de rosas o de la flor de azahar que te decía. ¿Estás satisfecho?

– Sin duda, sin duda -murmuró pensativamente Taor.

No añadió, por miedo a irritar a su compañero, hasta qué punto esa historia del Rahat-lukum le parecía ahora lejana; la cáscara ínfima y ligera de una semilla que había cambiado toda su vida, hundiendo en ella raíces formidables, pero cuya floración prometía llenar el cielo.

La alta sociedad sodomita no desdeñaba pedir a la administración de las minas que le enviase presos salineros para efectuar trabajos serviles, o como ayuda temporal en ciertas circunstancias excepcionales. La administración no veía con buenos ojos esas prácticas -nefastas para los presos, según creía-, pero no podía oponer una negativa a cierras personalidades. Así fue como Taor pudo conocer, bajo la librea de un criado o de un copero, a los dueños de Sodoma, en el curso de largas cenas en las que se reunían. Esas funciones -que respondían a su vocación alimentaria- le ofrecían un puesto de observación incomparable. Considerado por los anfitriones y los invitados como inexistente, lo veía todo, lo oía todo, lo registraba todo. Si los jefes de la mano de obra temían que esas horas pasadas en un ambiente lujoso y refinado menguasen la resistencia física y moral de los salineros, se engañaban, al menos en el caso de Taor. Por el contrario, nada más vigorizante para el antiguo príncipe del azúcar que el espectáculo de aquellos hombres y de aquellas mujeres que no eran la sal de la tierra, porque, según decían, no había tierra en Sodoma, sino la sal de la sal, o incluso, añadían la sal de la sal de la sal. Pero no se sentía inclinado a apegarse sin reservas a aquellos malditos, aquellos réprobos, unidos por un espíritu acerado de negación y de escarnio, un escepticismo inveterado, una arrogancia hábilmente cultivada. Con toda evidencia eran prisioneros de un prejuicio de denigramiento y de corrosión que respetaban escrupulosamente como la única ley tribal.

12 Flavio Josefo, La guerra de ios judíos, IV, 8, 4.