Taor estuvo un tiempo trabajando para una importante casa, la de un matrimonio que llevaba una vida de gran lujo, y cuyas cenas reunían a lo más brillante y corrosivo de Sodoma. Se llamaban Semazar y Amrafele, y aunque eran marido y mujer se parecían como hermano y hermana, con los ojos sin pestañas, los párpados que jamás se cerraban, la nariz arremangada por la insolencia, los labios delgados, sinuosos, burlones, y aquellas dos grandes arrugas amargas que les cruzaban las mejillas. Rostros iluminados por la inteligencia, que sonreían siempre, que no sabían reír. Desde luego, formaban un matrimonio unido e incluso armonioso, pero al estilo de Sodoma, y un observador poco avisado se hubiera sorprendido de la atmósfera de maldad vigilante que mantenían entre sí. Con un instinto de tirador infalible, cada uno de ellos acechaba el punto vulnerable de su interlocutor, aquél en el que se descubre, para convertirlo al instante en el blanco de una nube de flechecitas envenenadas. La regla implícita de la relación entre sodomiras exigía que cuanto más se amasen, se encarnizaran con mayor crueldad el uno contra el otro. Aquí la indulgencia significaba indiferencia, y la benevolencia desdén.

Taor pasaba y volvía a pasar como una sombra por aquellas vastas salas herméticamente cerradas, donde banqueteaban noches enteras. Licores de tonalidades tóxicas destilados por los laboratorios del Lago Asfáltico, inflamaban las imaginaciones, hacían subir el tono de los discursos, estallar el cinismo de los gestos. Allí se decían y se hacían cosas abominables de las que Taor era obligado testigo, pero no cómplice. Había comprendido que la civilización sodomita se componía de tres principios estrechamente amalgamados: la sal, la depresión telúrica y cierto uso amoroso. Ahora bien, las minas de sal y su extremada indignidad eran algo que Taor sentía en su carne y en su alma desde hacía tantos años que pronto iba a llegar e! día -si es que aún no había llegado -en que hubiera vivido en aquel infierno más tiempo que en ningún otro lugar. Sin duda ello bastaba para darle del espíritu sodomita cierta comprensión, pero sólo de carácter intelectual, abstracto. Recordaba los primeros pasos que dio por la ciudad fulminada observando cómo todos los relieves habituales, todas las alturas normales en una ciudad aquí se habían sustituido por sombras proyectadas. Precipitado en la vida subterránea de la ciudad, más tarde comprendió que los relieves, de los que aquellas sombras dibujaban el perfil, no sólo habían sido aplastados bajo el pie de Yahvé, sino que se les había dado la vuelta, convirtiéndolos en valores negativos.

Cada altura de la ciudad se reflejaba así bajo la forma invertida de una profundidad a la vez semejante y diametralmente opuesta. Esta inversión tenía su equivalente en el espíritu sodomita, que tenía de las cosas una visión en sombras negras, angulosas, cortantes, hundiéndose en abismos vertiginosos. En el sodomita toda altura de miras se resolvía en análisis fundamental, todo movimiento ascendente en penetración, toda teología en ontología, y la alegría de acceder a la luz de la inteligencia quedaba helada por el espanto del buscador nocturno que hurga en los basamentos del ser.

Pero la comprensión de Taor no iba más lejos, y veía con toda claridad que los dos elementos de la civilización sodomita que él conocía -sal y depresión- eran como accidentales y exteriores el uno respecto al otro, ya que el erotismo no los envolvía en su calor y su espesor carnales. Estaba claro que, al no haber nacido allí y de padres sodomitas, esa clase de amor iba a inspirarle siempre un horror instintivo, y que a la admiración que no podía negar a aquellas gentes, se mezclarían la compasión y la repulsión.

Les escuchaba, pues, celebrar sus amores con oído atento, pero le faltaba la simpatía sin la cual esas cosas sólo se comprenden a medias. Se jactaban de escapar a la atroz mutilación de los ojos, del sexo y del corazón -materializada por la circuncisión- que la ley de Yahvé inflige a los niños de su pueblo para hacerlos inaptos a toda sexualidad que no sea de procreación. Sólo tenían sarcasmos para el procreacionismo a toda costa de los demás judíos, que conducía fatalmente a crímenes innumerables que iban desde las maniobras abortivas hasta los abandonos de niños. Recordaban la infamia de Lot, aquel sodomita, que había renegado de su ciudad y elegido el bando de Yahvé, y que luego había sido embriagado y violado por sus propias hijas. Se alegraban de vivir en un desierto estéril, de su materia cristalina -es decir, que se agotaba en un montón de formas geométricas-, de los manjares puros y asimilables sin residuos que comían, gracias a los cuales sus intestinos, en vez de funcionar como una cloaca llena de inmundicias, era la columna hueca y fundamental de su cuerpo. Según ellos, las dos oes de Sodoma -como también las de Gomorra, pero con un sentido diferente-significaban los dos esfínteres opuestos del cuerpo humano, el oral y el anal, que se comunican, se corresponden y se llaman de un extremo a otro del hombre, como el alfa y el omega de la vida, y solamente el acto sexual sodomita responde a ese oscuro y gran tropismo. Decían también que gracias a la sodomía, la posesión, en vez de encerrarse en un callejón sin salida, comunica con el laberinto intestinal, irriga todas las glándulas, estimula todos los nervios, sacude todas las entrañas, y desemboca finalmente en plena cara, metamorfoseando todo el cuerpo en trompeta orgánica, tuba visceral, oflicleido mucoso, con curvas y volutas infinitamente ramificadas. Taor, en cambio, les comprendía mejor cuando les oía decir que la sodomía, en lugar de supeditar el sexo a la propafación de la especie, lo exalta lanzándolo por el camino real del circuito alimenticio.

Debido a que respeta la virginidad de la doncella y no afecta al peligroso engranaje de la fecundidad de la esposa, la sodomía gozaba de particular favor entre las mujeres, hasta el punto de que se inscribía en un verdadero matriarcado. Por otra parte, a una mujer -la esposa de Lot- rendía culto toda la ciudad, como a su divinidad tutelar.

Avisado por dos ángeles de que el fuego del cielo iba a caer sobre la ciudad, Lot traicionó a sus conciudadanos y huyó a tiempo con su mujer y sus dos hijas. Sin embargo se les prohibió volver la vista atrás. Lot y sus hijas obedecieron. Pero la esposa no pudo por menos que volver la cabeza para dirigir un último adiós a la ciudad querida que estaba desapareciendo entre las llamas. No se le perdonó aquel impulso de ternura, y Yahvé inmovilizó a la desventurada en forma de columna de sal 1 3

Para conmemorar aquel martirio los sodomitas se reunían todos los años en una especie de fiesta nacional en torno a la estatua que, desde hacía ahora mil años, huía de Sodoma, pero a pesar suyo, hasta el punto de que una torsión de todo su cuerpo la hizo quedar mirando a la ciudad, magnífico símbolo de fidelidad valerosa. Cantaban himnos, bailaban, se emparejaban «a la manera de nuestra tierra» en torno a la Madre Muerta, cubrían con toda la flora de la región, rosas de arena, anémonas fósiles, violetas de cuarzo, ramas de yeso, a aquella mujer, impulsiva e inmovilizada a un tiempo, en la dura espiral de sus velos petrificados.

Poco tiempo después la sexta salina vio llegar a un nuevo preso. Su piel curtida, su cuerpo carnoso y sobre todo el asombro horripilado que albergaba sin cesar su mirada en aquellos lugares subterráneos, todo en él delataba al hombre recién arrancado a la tierra florida y al dulce sol, y llevando aún en él el buen olor de la vida superficial. Los hombres rojos le rodearon inmediatamente para palparle e interrogarle. Se llamaba Dema, y era oriundo de Merom, a orillas del pequeño lago Huleh que atraviesa el Jordán. Como la región es muy pantanosa y abunda en peces y aves acuáticas, vivía de la caza y de la pesca. ¡Ay, si no hubiera abandonado su lugar de origen! Pero, empujado por la esperanza de presas más abundantes, descendió por el curso del Jordán, primero hasta el lago de Genesaret, donde vivió largo tiempo, y luego más al sur, cruzando la Samaría, hasta detenerse en Betania y, finalmente, llegar a la desembocadura del río en el mar Muerto. ¡Región maldita, fauna horrible, encuentros execrables!, gemía. ¿Por qué no había vuelto atrás en seguida, regresando al norte risueño y verde? Había tenido una disputa con un sodomita y le había partido la cabeza de un hachazo. Los compañeros del muerto se habían apoderado de él y le habían llevado con ellos a Sodoma.

Los hombres rojos no tardaron en considerar que ya habían sacado todo lo que podían del preso extranjero, y lo abandonaron al estado de postración desesperada que atravesaban siempre los recién llegados antes de resignarse a su horrible situación. Taor le tomó bajo su protección, le obligó afectuosamente a comer un poco, y le hizo lugar en su nicho de sal para que pudiera tenderse a su lado. Hablaron durante horas y horas a media voz en la noche malva de la salina, cuando, con los ríñones y la nuca rotos por la fatiga, no podían conciliar el sueño. Así fue como Dema hizo una alusión incidental a cierto predicador al que había oído a orillas del lago de Tiberíades y en los alrededores de la ciudad de Cafarnaúm, y al que las gentes solían llamar el Nazareno. Al principio Taor no reparó en aquellas palabras, pero en aquel momento un llamita cálida y brillante danzó en su corazón, pues comprendió que se trataba del mismo a quien no había podido encontrar en Belén, y por quien se había negado a regresar con sus compañeros. Dejó pasar aquella alusión como un pescador deja pasar un pez magnífico que acecha desde hace años, pero al que teme asustar una vez que lo ha encontrado, pues sólo extremando el cuidado y la delicadeza va a conseguir que entre en la nasa. Como disponía de tiempo ilimitado, dejó que la memoria de Dema destilara lentamente, gota a gota, todo lo que sabía del Nazareno, por haberlo oído contar o por haberlo visto con sus propios ojos. Dema evocó así aquel banquete de boda en Cana en el que Jesús convirtió el agua en vino, luego la gran muchedumbre reunida en torno a él en el desierto, a la que había alimentado hasta saciarla con cinco panes y dos peces. Dema no había presenciado estos milagros. En cambio estaba allí, a orillas del lago, cuando Jesús rogó a un pescador que se alejase de la costa en su barca, y que allí echara las redes. El pescador obedeció de mala gana, porque había estado trabajando toda la noche sin conseguir ninguna pesca, pero esta vez creyó que su red iba a reventar, hasta tal punto era grande la cantidad de peces capturados. Dema había visto esto con sus propios ojos, y daba fe de ello. -Parece ser -dijo por fin Taor- que el Nazareno lo que quiere por encima de todo es dar de córner a los que le siguen…

13 Génesis, 19