– En Belén -dijo sobriamente Siri- franqueamos la puerta del Infierno. Desde entonces no dejamos de adentrarnos en el Imperio de Satán. 1 1
Taor no estaba ni sorprendido ni inquieto. O si lo estaba, su apasionada curiosidad se imponía a toda sensación de miedo o de angustia. Desde que salieron de Belén no dejaba de relacionar y de comparar dos imágenes aparecidas al mismo tiempo, y sin embargo violentamente opuestas: la matanza de los niños y la merienda del jardín de los cedros. Tenía la convicción de que una secreta afinidad unía esas dos escenas, que, en su contraste, eran en cierto modo complementarias, y que si consiguiese superponerlas, una intensa luz alumbraría su propia vida, e incluso el destino del mundo. Unos niños degollados mientras otros niños, sentados alrededor de una mesa, devoraban suculentas golosinas. En todo aquello había una paradoja intolerable, pero también una clave llena de promesas. Comprendía perfectamente que lo que había vivido aquella noche en Belén preparaba otra cosa, que en resumidas cuentas no era más que el torpe ensayo, finalmente abortado, de otra escena en la que aquellos dos extremos -comida amistosa e inmolación sangrienta- se confundirían. Pero su meditación no conseguía romper el turbio espesor a través del cual entreveía la verdad. Sólo una palabra flotaba en su mente, una palabra misteriosa que había oído por primera vez hacía poco, pero que contenía más sombra equívoca que límpida enseñanza, la palabra sacrificio.
Al día siguiente continuaron descendiendo, y cuanto más se metían en barrancos y pedregales, más se cargaba de emanaciones minerales el aire inmóvil y ardiente. Por fin el mar Muerto apareció ante sus ojos en toda su extensión, teniendo al norte la desembocadura del Jordán, y al otro lado la orilla oriental dominaba por la atormentada silueta el monte Nebo. Una extraña particularidad les intrigó: en toda su superficie, el espejo azul acero aparecía moteado de puntos blancos, como si una fuerte brisa hubiese levantado un encrespado oleaje. Pero el aire, pesado como una tapadera de plomo, estaba completamente inmóvil.
Aunque su itinerario hubiera podido hacerles pasar bastante lejos del mar, no pudieron resistir el atractivo que ejerce cualquier masa de agua -estanque, lago u océano- en unos viajeros del desierto. Decidieron, pues, seguir hacia el sur hasta la costa, y luego bordearla en dirección sur. Cuando se encontraban ya a un tiro de flecha de la playa, en un impulso común, hombres y animales echaron a correr hacia el agua que les llamaba con toda su pureza y su aceitosa calma. Los más rápidos se sumergieron al mismo tiempo que los elefantes. Pero volvieron a salir en seguida frotándose los ojos y escupiendo con repugnancia. Porque aquella hermosa agua, desde luego no transparente, pero sí translúcida, de un azul químico surcado por regueros sinuosos, no sólo estaba saturada de sal -hasta el punto de que ésta hacía las veces de arena en la playa y en el fondo del agua-, sino que también contenía muchísimo bromo, magnesio y nafta, una verdadera sopa de bruja que empega la boca, quema los ojos, vuelve a abrir las heridas recién cicatrizadas, embadurna todo el cuerpo con una capa viscosa que al secarse al sol se convierte en un caparazón de cristales. Taor, que llegó uno de los últimos, quiso hacer la experiencia. Prudentemente se sentó en el cálido liquido y empezó a flotar, como si estuviera en un sillón invisible, más barco que nadador, propulsándose con las manos como si fueran remos. Pero tuvo la sorpresa de sacar del agua aquellas mismas manos inundadas de sangre. «Sin duda es que tienes heridas mal cerradas que habías olvidado», explicó Siri. «Esta agua parece extraordinariamente ávida de sangre, y cuando adivina su proximidad bajo una epidermis todavía diáfana, se precipita a su encuentro y acaba por hacer que brote.» Taor lo había comprobado y comprendido desde el primer momento. El problema es que no recordaba haber tenido ninguna cicatriz en las manos… No, por mucho que dijera Siri, había sido espontáneamente, o como obedeciendo a una orden misteriosa como las palmas de sus manos se habían puesto a sangrar.
En cambio pudo aclarar fácilmente el misterio del encrespamiento blanco que aparecía sobre aquella capa líquida, pesada y perezosa, completamente incapaz de formar olas que rompiesen y de tener espuma. Se trataba en realidad de enormes setas de sal blanca, arraigadas en el fondo, y emergiendo a la manera de arrecifes por la parte superior de su sombrerillo. Cada vez que una ola la cubre, le añade una nueva capa de sal.
Establecieron el campamento en la orilla, sembrada de troncos blanqueados, igual que esqueletos de animales prehistóricos. Sólo los elefantes parecían satisfechos con las rarezas de aquel mar que el profeta llamó «el gran lago de la cólera de Dios». Hundidos en el corrosivo líquido hasta las orejas, se bañaban mutuamente con sus trompas. Caía la noche cuando los viajeros fueron testigos de un pequeño drama que les impresionó aún más que todo lo restante. Procedente de la otra orilla, un gran pájaro negro volaba hacia ellos por encima del mar que el crepúsculo hacía plomizo. Se trataba de una especie de rascón, un ave migratoria que siente preferencia por las regiones pantanosas. Ahora bien, su silueta, que destacaba como si estuviese dibujada con tinta china sobre el cielo fosforescente, parecía volar cada vez con mayor dificultad y perder rápidamente altura. La distancia que debía recorrer no era mucha, pero las emanaciones deleteras que surgían de las aguas mataban toda vida. De pronto los aleteos se aceleraron en un último reflejo de espanto. Las alas se movían más aprisa, pero el rescón permanecía suspendido en el mismo lugar. Luego, como herido por una flecha invisible, cayó, y las aguas se cerraron sobre él sin un ruido, sin una salpicadura.
– ¡Maldito, maldito, maldito país! -gruñó Siri encerrándose en su tienda-. Hemos descendido a más de ochocientos pies por debajo del nivel del mar, y todo nos recuerda que estamos en el reino de los demonios. ¡Me pregunto si saldremos alguna vez de él!
Al día siguiente por la mañana, la desgracia que se abatió sobre ellos pareció confirmar tan sombríos presentimientos. Empezaron por constatar la desaparición de los dos últimos elefantes. Pero las búsquedas no tardaron en interrumpirse, porque indiscutiblemente estaban allí, al alcance de la voz, ante los ojos de todos: dos enormes hongos de sal en forma de elefante se habían añadido a las demás concreciones salinas que llenaban la playa. A fuerza de regarse mutuamente con ayuda de sus trompas, se habían envuelto en un caparazón de sal cada vez más espeso, y no habían dejado de espesarlo aún más prosiguiendo con sus abluciones durante parte de la noche. Allí estaban indiscutiblemente, paralizados, ahogados, destrozados por la masa de sal, pero al abrigo de las injurias del tiempo para varios siglos, para varios milenios.
Eran los dos últimos elefantes de ia expedición, y la catástrofe era irremediable, absoluta. Hasta entonces habían podido repartir entre los anímales restantes lo esencial de la carga de los elefantes perdidos. Esta vez era el final. Enormes cantidades de provisiones, de armas, de mercancías, tuvieron que abandonarse por falta de bestias de carga. Pero había algo que aún era más grave, los hombres de los que esos animales habían sido la razón de ser, y que a partir de ahora ya no se sentían unidos a la expedición, y los demás, todos los demás que de pronto se daban cuenta de que los paquidermos eran mucho más que bestias de carga, el símbolo del país natal, la encarnación de su valor, de su fidelidad al príncipe. La víspera aquello aún era la caravana del príncipe Taor de Mangalore, que desplegó sus tiendas a orillas del mar Muerto. Aquella mañana no eran más que un puñado de náufragos camino de una salvación incierta, dirigiéndose hacia el sur.
Necesitaron tres días para llegar al límite meridional del mar. Desde la víspera caminaban a pie por acantilados gigantescos perforados por grutas, algunas de las cuales habían debido de estar habitadas. En efecto, se llegaba hasta ellas por senderos visiblemente tallados por manos humanas, por escaleras hechas de la misma tierra endurecida, y hasta por medio de groseras escalas o pasarelas que alguien había fabricado por troncos sin desbastar. Pero, debido a la ausencia de lluvias y de vegetación, todo aquello podía permanecer siglos en perfecto estado, y nada permitía saber si los lugares estaban abandonados y desde hacía cuánto tiempo.
Al avanzar observaron que las orillas del lago se iban acercando, y previeron que no tardarían en juntarse, pero antes les detuvo un lugar de una grandiosa y fantástica tristeza. Sin duda era una ciudad que había debido de ser magnífica, pero hubiese sido exagerado hablar de ruinas acerca de los vestigios que quedaban de ella. La palabra ruina evoca la acción suave y lenta del tiempo, la erosión de la lluvia, la cocción del sol, piedras que se agrietaban por la acción de zarzas y líquenes. Aquí, nada parecido a eso. Visiblemente, aquella ciudad había sido fulminada en un solo instante, cuando resplandecía de fuerza y juventud. Los palacios, las terrazas, los pórticos, una plaza inmensa que tenía en su centro un estanque poblado de estatuas, teatros, mercados cubiertos, soportales, templos, todo se había fundido como cera blanda bajo el fuego de Dios. La piedra brillaba con el negro resplandor de la antracita, y sobre todo sus superficies parecían vitrificadas, sus ángulos limados, sus aristas redondeadas, como bajo la llama de cien mil soles. Ni un ruido, ni un movimiento despertaban esa inmensa necrópolis, y hubiera podido considerarse deshabitada, de no tener una población a su imagen, siluetas de hombres, de mujeres, de niños, y hasta de asnos y de perros, proyectadas e impresas en las paredes y en los suelos por un soplo de fin de mundo.
– ¡Ni una hora, ni un minuto más aquí! -gemía Siri-. Taor, mi príncipe, mi amo, amigo mío, ya lo ves: acabamos de llegar al último círculo del infierno. ¿Pero acaso estamos muertos y condenados para vivir aquí? ¡No, estamos vivos y somos inocentes! ¡Vámonos! ¡Ven, vámonos! Nuestros navíos nos esperan en Elat.
Taor no escuchaba esas súplicas, porque prestaba toda su atención a otras voces, confusas, pero imperiosas, que resonaban en sus oídos desde Belén. Cada vez más su vida se construía ante sus propios ojos por escalones, cada uno de los cuales poseía una evidente afinidad con el anterior -y en el que cada vez la evidencia le obligaba a reconocerse a sí mismo-, pero también una originalidad sorprendente, a la vez áspera y sublime. Asistía subyugado a la metamorfosis de su vida que se hacía destino. Porque ahora se encontraba en el infierno, pero ¿acaso no había empezado todo con unos alfóncigos? ¿Adonde iba? ¿Cómo iba a acabar todo aquello?