– Señor-suplicó-, dirijámonos sin más tardanza hacía el sur. Así tomaremos a la vez la dirección de Elat y la de la huida de la Sagrada Familia.

Taor accedió. Pero no partirían hasta dos días después. Porque acababa de concebir un hermoso y alegre proyecto que se situaba en Belén.

– Siri -dijo-, entre todas las cosas que he aprendido desde que salí de mi palacio, hay una que estaba a cien leguas de sospechar, y que me aflige particularmente: los niños tienen hambre. En todos los pueblos y aldeas que hemos atravesado nuestros elefantes atraen a multitudes de niños. Les observo y les veo a todos delgados, enclenques, enflaquecidos. Unos llevan sobre sus piernas esqueléticas un vientre hinchado como un odre, y sé muy bien que éste es otro indicio de hambre, tal vez el más grave. Y esto es lo que he decidido. Hemos traído con nuestros elefantes golosinas en abundancia para darlas como ofrenda al Divino Confitero que imaginábamos. Ahora comprendo que estábamos en un error. El Salvador no es como nosotros suponíamos. Además, veo de día en día, a medida que se suceden nuestras tribulaciones, que desaparece nuestra impedimenta, y con ella todos los pasteleros y confiteros que la escoltaban. Vamos a organizar en el bosque de cedros que domina la ciudad una gran merienda nocturna, a la que invitaremos a todos los niños de Belén.

Y repartió las tareas con una alegre animación que acabó de consternar a Siri, cada vez más convencido de que su amo desatinaba. Los pasteleros encendieron hogueras y se pusieron a trabajar. Al día siguiente, olores de bollería y de caramelo inundaron las callejas de Belén desde las primeras horas de la mañana, de tal modo que la visita que hicieron de casa en casa los enviados de Taor para invitar a todos los niños -varones y hembras- a la merienda del jardín de los cedros, había sido bien preparada, y fue acogida con entusiasmo. A decir verdad, no se trataba de todos los niños. El príncipe había discutido el asunto con sus intendentes. No quería padres, y por lo tanto había que excluir a los más pequeños que no podían desplazarse ni comer solos. Pero bajaron todo lo posible en la escala de las edades, y finalmente se decidió quedarse en el límite de los dos años. Los mayores ayudarían a los más pequeños.

Los primeros grupos se presentaron en e! jardín de los cedros apenas el sol hubo desaparecido tras el horizonte. Taor vio con emoción que aquellas gentes modestas habían hecho todo lo posible para honrar a su bienhechor. Los niños estaban todos lavados, peinados, vestidos con ropas blancas, y no era raro que llevasen en la cabeza una corona de rosas o de laurel. Taor, que había observado a menudo a bandas de granujillas que se perseguían aullando por las callejas y las escaleras de los pueblos, esperaba una comilona ruidosa y tumultuosa. Si les convocaba, ¿no era acaso para dar una alegría a aquellos pobrecitos? Pero estaban todos visiblemente impresionados por aquel bosque de cedros, las antorchas, aquella enorme mesa con una vajilla preciosa, y andaban cogidos de la mano y sosegadamente hasta los lugares que se les indicaba. Se sentaban, muy tiesos en los bancos, y posaban sus puñitos cerrados en el borde de la mesa, cuidando de no apoyar los codos en el mantel, tal como les habían recomendado.

Sin hacerles esperar, les sirvieron en seguida leche fresca aromatizada con miel, pues es bien sabido que los niños siempre tienen sed. Pero beber abre el apetito, y pusieron ante sus ojos desorbitados jalea de azufaifa, pastelillos de queso tierno, buñuelos de pina tropical, dátiles rellenos de piernas de nuez, soufles de lichís, frituras de mangos, pasteles de nísperos, cremas báquicas al vino de Lida, tortas de crema almendrada, y otras cien maravillas que hermanaban la tradición india con las recientes adquisiciones hechas por los viajeros en Idumea y en Palestina.

Taor observaba a distancia, lleno de asombro y de admiración. Había caído la noche. Antorchas resinosas -en escaso número y separadas entre sí- bañaban la escena de una luz suave, discreta y dorada. En medio de la negrura de los cedros, entre macizos troncos y ramas enormes, la gran mesa con el mantel y los niños vestidos de lino formaban un islote de claridad impalpable e irreal. Uno podía preguntarse si se trataba de un enjambre de chiquillos llenos de vida, que habían ido allí para atracarse, o de una teoría de almas inocentes y difuntas flotando como una frágil constelación en el cielo nocturno. Y como sí aquel festín de los elegidos tuviera que acompañarse necesariamente de la desventura de los réprobos, de pronto se oyó el eco lejano de un gran clamor doloroso que venía de la invisible aldea.

Las golosinas que se habían dispuesto profusamente sobre la mesa no eran más que un atractivo preludio. Pronto se olvidaron cuando vieron llegar en una camilla que transportaban cuatro hombres el pastel gigante, obra maestra de la arquitectura repostera. En efecto, estaba formado por almendrado, mazapán, caramelo y fruta escarchada, una fiel reproducción en miniatura del palacio de Mangalore, con estanques de jarabe, estatuas de membrillo y árboles de angélica. Ni siquiera habían olvidado a los cinco elefantes del viaje, modelados en pasta de almendra con colmillos de azúcar cande.

Esta aparición, que fue recibida con un murmullo de éxtasis, no hizo más que contribuir a la solemnidad del festín. Taor no pudo por menos que dirigir a sus invitados una breve alocución, hasta tal punto aquel enorme pastel le parecía cargado de significado.

– Hijos míos -empezó-, ya veis este palacio, estos jardines, estos elefantes. Es mi país, del que he salido para estar con vosotros. No es una casualidad que todo eso se encuentre aquí reproducido en dulce. Porque mi palacio era un lugar de delicias en el que codo estaba pensado para el placer y el deleite. Ahora me doy cuenta de que he dicho era, y no es, delatando así el presentimiento de que, no que el palacio y los jardines ya no existan en este momento en que os habló, sino que nunca más me será posible volver a él. Por otra parte, si me fui fue también, por así decirlo, por razones de azúcar. Lo que quería era conseguir la receta del Rahat-lukum con pistacho. Pero cada vez veo con mayor claridad que bajo ese pretexto infantil había algo que, por el contrario, era grande y misterioso. Desde que dejé atrás la costa de Malabar -donde un gato es un gato, y dos y dos son cuatro-, me parece estar adentrándome en un campo de cebollas, porque aquí cada cosa, cada animal, cada hombre posee un sentido aparente que oculta un segundo sentido, el cual, una vez descifrado, delata la presencia de un tercero, y así sucesivamente. Y por lo que a mí respecta, tal como ahora me veo, me parece que el joven cándido y bobalicón que se despidió de la maharaní Taor Mamoré se ha convertido en pocas semanas en un anciano lleno de recuerdos y de preceptos, y que creo que aún no han acabado mis metamorfosis.

»Así, pues, este palacio de azúcar…

Se interrumpió para coger una pala de oro en forma de yatagán que le tendía un criado.

– … hay que comérselo, es decir, destruirlo.

Volvió a interrumpirse, porque de la invisible aldea llegaban miles de agudos chillidos, como una especie de piar de polutos a los que se degüella.

– … hay que destruirlo, y creo que es uno de vosotros quien ha de dar el primer golpe. Tú, por ejemplo…

Tendió la pala de oro al niño que tenía más cerca, un pastorcillo de rizos negros, tupidos como un casco. El niño levantó hacia él sus ojos oscuros, pero no se movió. Entonces un hombre del país se acercó a Taor y le dijo: «Señor, tú hablas hindí, y estos niños sólo entienden el arameo». Luego pronunció unas palabras en arameo. El niño cogió la pala de oro y con decisión golpeó con ella la cúpula de almendrado, que se derrumbó sobre el patio.

Entonces apareció Siri, irreconocible, manchado de ceniza y de sangre, con las vestiduras desgarradas. Se acercó corriendo al príncipe, y cogiéndole por el brazo le llevó a cierta distancia de la mesa.

– Príncipe Taor -dijo jadeando-, esta tierra está maldita, siempre lo he dicho. Hace una hora que los soldados de Herodes han invadido la aldea, y matan, matan, matan sin compasión.

– ¿Qué matan? ¿A quién? ¿A todo el mundo?

– No, pero casi sería mejor que fuera así. Parecen tener órdenes de no dar muerte más que a los niños varones de menos de dos años.

– ¿Menos de dos años? ¿Los más pequeños, los que no hemos invitado?

– Exactamente. Los degüellan incluso en brazos de sus madres.

Taor inclinó la cabeza, consternado. De todas las tribulaciones que había sufrido, sin duda aquella era la peor. Pero, ¿a quién se debía aquello? Orden del rey Herodes, decían. Se acordó del príncipe Melchor, que insistía para que los Reyes Magos cumpliesen la promesa que habían hecho de volver a Jerusalén para dar cuenca de los resultados de su misión en Belén. Promesa que no habían cumplido. Traicionando así la confianza de Herodes. Y no había nada, se sabía por experiencia, de lo que el tirano no fuese capaz cuando se creía traicionado. ¿Todos los niños varones de menos de dos años? ¿Cuántos serían en aquel pueblo tan prolífico como modesto? El niño Jesús, que ahora se encontraba camino de Egipto, había escapado a la matanza. El furor ciego del viejo déspota no podía alcanzarle. ¡Pero serían innumerables sus víctimas inocentes!

Absortos en el saqueo del palacio de azúcar, los niños no habían reparado en la llegada de Siri. Por fin se habían animado, y con la boca llena, hablaban, reían y se disputaban los mejores trozos. Taor y Siri les observaban, retrocediendo hasta las sombras.

– Que disfruten mientras agonizan sus hermanitos -dijo Taor-. Muy pronto descubrirán la horrible verdad. En cuanto a mí, no sé lo que me reserva el futuro, pero no puedo dudar de que esta noche de transfiguración y de matanza marcará en mí vida el fin de una edad, la del azúcar.

EL INFIERNO DE LA SAL

Cuando los viajeros atravesaron el pueblo en una lívida aurora, lo envolvía un silencio que sólo rompía aquí y allá algún que otro sollozo. Se murmuraba que la matanza había sido ejecutada por ¡a legión cimeria de Herodes, un cuerpo de mercenarios de roja pelambrera, procedentes de un país de brumas y de nieves, y que hablaban entre sí un idioma indescifrable, a los que el déspota confiaba sus misiones más atroces. Habían desaparecido con la misma rapidez con que cayeron sobre la aldea, pero Taor desvió la mirada para no ver perros famélicos que lamían un charco de sangre a medio coagular en el umbral de una cabaña. Siri insistió en que torcieran hacia el sudeste, prefiriendo la aridez del desierto de Judá y de las estepas del mar Muerto a la presencia de las guarniciones militares de Hebrón y de Beersheba por las que pasaban el camino más recto. No cesaban de bajar, y a veces el terreno era tan empinado que los elefantes derrumbaban masas de tierra gris bajo sus enormes patas. A partir del crepúsculo, rocas blancas y granulosas empezaron a jalonar el avance de los viajeros. Las examinaron: eran bloques de sal. Entraron en un bosquecillo de arbustos blancos, sin hojas, que parecían cubiertos de escarcha. Las ramas se quebraban como si fuesen de porcelana: era también la sal. Por fin, cuando el sol desaparecía a sus espaldas, vieron por el espacio que quedaba entre dos montañas, un fondo lejano de un azul metálico: el mar Muerto. Estaban preparando el campamento de la noche, cuando una súbita ráfaga de viento -como las hay a menudo a esta hora final del día- llevó hasta ellos un intenso olor a azufre y a nafta.