Gaspar, rey de Meroe

Soy negro, pero soy rey. Tal vez un día haré grabar en el tímpano de mi palacio esta paráfrasis del cántico de la Sulamita Nigra sum, sedformosa. Porque, ¿acaso hay mayor belleza para un hombre que la corona real? En mí ésta era una certidumbre tan firme que ni siquiera pensaba en ella. Hasta el día en que lo rubio irrumpió en mi vida.

Todo empezó en la última luna de invierno con una advertencia bastante confusa de mi principal astrólogo, Barka Mai. Es un hombre honrado y escrupuloso, cuya ciencia me inspira confianza en la medida en que él mismo desconfía de ella.

Yo estaba meditando en la terraza del palacio ante el cielo nocturno tachonado de estrellas, sintiendo las primeras ráfagas tibias del año. Después de un viento de arena que había durado ocho largos días, la calma, y yo hinchaba mis pulmones con la sensación de respirar el desierto.

Un leve ruido me advirtió que había un hombre a mis espaldas. Le reconocí por la manera discreta de acercarse: sólo podía ser Barka Mai.

– La paz sea contigo, Barka. ¿Qué quieres decirme? -le pregunté.

– No sé casi nada, señor -me respondió con su habitual prudencia-, pero esta nada no te la puedo ocultar. Un viajero que viene de las fuentes del Nilo nos anuncia un cometa.

– ¿Un cometa? A ver, explícame qué es un cometa y qué significa su aparición.

– Me será más fácil responder a tu primera pregunta que a la segunda. Debemos la palabra a los griegos: asthr cmhthz, lo cual quiere decir astro cabelludo. Es una estrella errante que aparece y desaparece de forma imprevisible en el cielo, y que se compone esencialmente de una cabeza que arrastra la masa flotante de una cabellera.

– En resumen, una cabeza cortada que vuela por los aires. Continúa.

– Por desgracia, señor, la aparición de los cometas raras veces es signo de buen augurio, aunque las desdichas que anuncia casi siempre traen consigo promesas de consuelo. Cuando precede a la muerte de un rey, por ejemplo, ¿cómo saber si no celebra ya el advenimiento de su joven sucesor? Y las vacas flacas, ¿acaso no preparan años de vacas gordas?

Le rogué que fuera derechamente al asunto, sin más rodeos.

– En resumidas cuentas, este cometa que tu viajero nos promete, ¿qué tiene de notable?

– En primer lugar viene del sur y se dirige hacia el norte, pero con paradas, saltos caprichosos, cambios de dirección, de tal manera que no tiene la menor seguridad de que pase por nuestro cielo. ¡Sería un gran alivio para tu pueblo!

– En las estrellas errantes se suelen ver formas extraordinarias, espada, corona, puño cerrado del que brota sangre, cosas así.

– No, ésta no tiene nada de extraordinario. Como te decía, una cabeza con una ola de cabellos. De todos modos, acerca de esos cabellos me han dicho algo muy extraño.

– ¿Qué es?

– Pues, bien, según me dicen son de oro. Sí, un cometa con melena dorada.

– ¡No me parece algo muy amenazador!

– Sin duda, sin duda, pero créeme, señor -repitió bajando la voz-, tu pueblo se sentiría muy aliviado si se desviara de Meroe.

Yo ya había olvidado esta conversación cuando, dos semanas después, recorría con mi séquito el mercado de Baaluk, que tiene fama por la variedad y el origen lejano de lo que allí se vende. Siempre he sentido curiosidad por las cosas extrañas y los seres raros que la naturaleza se ha complacido en inventar. Siguiendo mis órdenes, han instalado en mis parques una especie de reserva zoológica en la que hay muestras muy notables de la fauna africana. Allí tengo gorilas, cebras, oryx, ibis sagrados, serpientes pitón de Seba, cercopitecos que ríen. He prescindido, por ser demasiado comunes y de un simbolismo vulgar, de los leones y de las águilas, pero espero que me traigan un unicornio, un ave fénix y un dragón, que unos viajeros de paso me han prometido, y a los que he pagado por adelantado, para mayor seguridad.

Aquel día Baaluk no tenía nada muy atractivo que ofrecer en el reino animal. Sin embargo, compré una partida de camellos, porque, como hacía años que no me había apartado de Meroe más de dos días de camino, sentía la oscura necesidad de una expedición lejana, y al mismo tiempo presentía que iba a ser inminente. Compré, pues, camellos montañeses del Tibesti -negros, rizados, incansables-, bestias de carga de Batha -enormes, pesadas, de pelo corto y gris, inutilizables en montaña debido a su torpeza, pero insensibles a los mosquitos, a las moscas y a los tábanos-, y desde luego esbeltos y rápidos caballos color de luna, esos meharis ligeros como gacelas, que suele montar en sillas color escarlata el pueblo feroz de los garamantes que baja de las alturas del Hoggar o de las del Tassili.

Pero donde estuvimos más tiempo fue en el mercado de esclavos. Siempre me ha interesado la diversidad de las razas. A mi entender el genio humano se desarrolla gracias a la variedad de tallas, perfiles y colores, como la poesía universal se beneficia de la pluralidad de las lenguas. Adquirí sin discutir una docena de minúsculos pigmeos a los que me propongo hacer remar en el falucho real con el que remonto el Nilo, entre la octava y la quinta catarata, cada otoño, para cazar la garzota. Ya había tomado el camino del regreso, sin prestar atención a las muchedumbres silenciosas y tristes que esperaban bajo cadenas a posibles compradores. Pero no pude dejar de ver dos manchas doradas que contrastaban vivamente en medio de todas aquellas cabezas negras: una joven acompañada de un adolescente. Con la piel clara como la leche, los ojos verdes como el agua, les caía sobre los hombros una masa de cabellos del metal más fino, más soleado.

Siento una gran curiosidad por las extravagancias de la naturaleza, ya lo he dicho, pero sólo siento verdadera afición por lo que procede del sur. Recientemente, caravanas venidas del norte me han traído esos frutos hiperbóreos capaces de madurar sin calor y sin sol, que llaman manzanas, peras, albaricoques. Pero aunque la observación de esas monstruosidades me apasionaba, las rechacé al probarlas debido a su insipidez acuosa y anémica. Desde luego, su adaptación a unas condiciones de clima deplorables es meritoria, pero ¿cómo van a rivalizar en una mesa ni siquiera con el más modesto de los dátiles?

Movido por un impulso semejante, hice que mi intendente preguntase los orígenes y el precio de la joven esclava. No tardó en volver. Formaba parte, con su hermano, me dijo, del material humano de una galera fenicia capturada por piratas masilios. En cuanto a su precio, era más alto por el hecho de que el mercader no quería venderla sin el adolescente.

Me encogí de hombros, ordené que se pagara por los dos, y en seguida olvidé mi adquisición. La verdad es que mis pigmeos me divertían mucho más. Además, tenía que visitar el gran mercado anual de Nauarik, donde se encuentran las especias más fuertes, las confituras más untuosas, los vinos más cálidos, pero también los medicamentos más eficaces, y en fin lo que el Oriente puede ofrecer de más embriagador en materia de perfumes, gomas, bálsamos y almizcles. Para las diecisiete mujeres de mi harén hice comprar varios celemines de polvos cosméticos, y para mi uso personal un cofre lleno de bastoncitos de incienso. Porque me parece conveniente, cuando ejerzo las funciones oficiales de justicia, de administración o en las ceremonias religiosas, estar rodeado de pebeteros de los que ascienden torbellinos de humo aromático. Eso da majestad e impresiona a los hombres. El incienso armoniza con la corona, como el viento con el sol.

De regreso a Nauarik, y emborrachado de músicas y de manjares, volví a encontrarme inopinadamente con mis dos fenicios, y otra vez fue su color rubio lo que hizo que me fijara en ellos. Nos acercábamos al pozo de Hassi Kef, en el que nos proponíamos pasar la noche. Después de una jornada tórrida y de una soledad absoluta, veíamos multiplicarse los indicios que delataban la proximidad del agua: huellas de hombres y de animales en la arena, hogueras apagadas, tocones cortados a hachazos, y pronto en el cielo bandadas de buitres, porque no hay vida sin cadáveres. Apenas llegamos a la vasta hondonada en el fondo de la cual se encuentra Hassi Kef, una nube de polvo nos indicó el emplazamiento del pozo. Hubiera podido enviar a unos hombres que hicieran el vacío, abriendo paso a la caravana real. A veces me reprochan que renuncie demasiado a menudo a mis prerrogativas. En mí no es debido a una humildad que, en efecto, estaría fuera de lugar. Tengo orgullo de sobra, y mis íntimos descubren a veces su desmesura por entre los intersticios de una afabilidad muy bien imitada. Pero lo cierto es que me gustan las cosas, los animales y las personas, y que me cuesta soportar el aislamiento que me impone la corona. La verdad es que mi curiosidad entra constantemente en conflicto con la reserva y la distancia que impone la realeza. Pasear, mezclarme con la muchedumbre, mirar, sorprender caras, ademanes, miradas, sueño delicioso que está prohibido a un soberano.

Por otra parte, Hassi Kef, envuelto en un esplendor rojizo y polvoriento, ofrecía un espectáculo grandioso. Cuesta abajo, largas hileras de animales se ponían al trote, e iban a arrojarse en medio del tropel mugiente que se agolpaba en torno a los pilones. Camellos y asnos, bueyes y corderos, cabras y perros, se atropellaban chapoteando en un fangal hecho de estiércol líquido y paja tronzada. Alrededor de los animales, se movían pastores etíopes, esbeltos y resecos, como tallados en ébano, armados de bastones o de ramas de espinos. De vez en cuando se agachaban para lanzar puñados de tierra a los machos cabríos o a los terneros que se enzarzaban en combates. El olor violento y vivo, exaltado por el calor y el agua, embriaga como un alcohol puro.

Pero un dios domina este tumulto. De pie sobre una viga transversal en medio de la boca del pozo, un hombre hace con los dos brazos un movimiento parecido al de las alas del molino, cogiendo la cuerda en el lugar más bajo y elevándola por encima de su cabeza, hasta que el odre lleno llega a su alcance. El agua clara se vierte en un breve torrente en los pilones, donde no tarda en convertirse en fangosa. El odre vacío se deja caer al pozo, la cuerda se retuerce como una serpiente furiosa entre las manos, y vuelven a empezar los grandes molinetes de los dos brazos.

Este trabajo extraordinariamente penoso a menudo lo ejecuta un pobre cuerpo, torturado, gimiente, que exhala quejas, buscando todas las ocasiones de hacer que el esfuerzo se haga más lento o se interrumpa, y el intendente nunca está lejos, con un largo látigo en la mano, para reanimar un ardor siempre desfalleciente. Pero ahora ante nosotros se daba el espectáculo opuesto, una admirable máquina de músculos y de tendones, una estatua de cobre claro, moteada de manchas de barro negro, chorreante de agua y de sudor, funcionando sin esfuerzo, con una especie de impulso, incluso de lirismo, más un bailarín que un trabajador, y cuando alzaba con un amplio ademán la cuerda por encima de su cabeza, echaba hacia atrás la cabeza cara al cielo, y sacudía su melena de oro como si fuese feliz.