La almea de luz agitaba su cabellera por encima del palmeral. Sí, me hacía señas para que la siguiese. Partiré pues. Confiaré a Biltina y a su hermano a mi primer intendente, advirtiéndole que a mi regreso responderá con su vida de la de ellos. Descenderé por el curso del Nilo hasta el frío mar por el que navegan hombres y mujeres de cabellos de oro. Y Barka Mai me acompañará. Ésta será su pena y su recompensa.

Los preparativos de nuestra marcha obraron en mí como una cura de juventud y de vigor. El poeta 2 lo dijo: el agua que se estanca inmóvil y sin vida se vuelve salobre y fangosa. Por el contrario, el agua viva y cantarina permanece pura y límpida. Así, el alma del hombre sedentario es una vasija en la que fermentan tristezas en las que no deja de pensar. De la del viajero brotan chorros puros de ideas nuevas y de acciones imprevistas.

Más que por necesidad, por placer, yo mismo me ocupé de formar nuestra caravana, que debía ser limitada en número -no más de cincuenta camellos-, pero sin debilidad, ni por parte de los hombres ni por las bestias, porque la meta de nuestra expedición era a la vez incierta y lejana. Tampoco quise hacer partir a mis compañeros y a mis esclavos sin darles una explicación. Les hablé, pues, de una visita oficial a un gran rey blanco de las orillas orientales del mar, y cité un poco al azar a Herodes, rey de los judíos, cuya capital es Jerusalén. Era tener demasiados escrúpulos. Apenas me escucharon. Para esos hombres, que son todos nómadas sedentarizados -y que son infelices por serlo-, emprender un viaje no necesita ninguna justificación. Poco importa el destino. Creo que solamente comprendieron una cosa: iríamos lejos, o sea que partíamos para mucho tiempo. No pedían más para sentirse contentos. El propio Barka Mai pareció poner al mal tiempo buena cara. Al fin y al cabo no era tan viejo ni tan escéptico que no pudiera prever que esta expedición iba a ofrecerle sorpresas y enseñanzas.

Para salir de Meroe tuve que decidirme a usar el gran palanquín real de lana roja bordada en oro y coronado por un pináculo de madera en el que flotan estandartes verdes con un penacho de plumas de avestruz. Desde la puerta principal del palacio hasta el último palmeral -más allá ya sólo hay desierto-, el pueblo de Meroe aclamaba a su rey y lloraba por su marcha, y como entre nosotros no se hace nada sin baile y sin música, se desencadenaron crótalos, sistros, címbalos, sambucas y salterios. Mi dignidad real no me permite salir de la capital de mi reino con menos algazara. Pero ya en la primera parada mandé desmontar todo aquel pomposo aparejo en el que me había estado ahogando durante todo el día, y después de cambiar de montura, me instalé en mi silla de paseo, hecha con un armazón ligero recubierto de piel de cordero.

Por la noche quise celebrar hasta el final esta primera jornada de arrancamiento, y para ello era preciso estar solo. Hacía tiempo que mis familiares se habían resignado a estas escapadas, y nadie intentó seguirme cuando me alejé del bosquecillo de sicómoros y de la guelta donde habían levantado el campamento. Gocé plenamente, en el súbito frescor del día que terminaba, de la ágil ambladura de mí camella. Ese paso rítmico -las dos patas de la derecha avanzando a la vez, cuando todo el cuerpo del animal se inclina hacia la izquierda, para luego avanzar al mismo tiempo las patas de la izquierda, mientras todo el cuerpo se inclina a la derecha- es algo propio de los camellos, de los leones, de los elefantes, y favorece la meditación metafísica, en tanto que la andadura diagonal de los caballos y de los perros sólo inspira pensamientos indigentes y cálculos ruines. ¡Oh felicidad! La soledad, que era odiosa y humillante en mi palacio, era una gran exaltación en pleno desierto.

Mi montura, a la que dejé a rienda suelta, dirigía su trote desgarbado hacia el sol poniente, siguiendo en realidad numerosas huellas que al principio no acerté a ver. De pronto se detuvo ante el terraplén de un pequeño pozo, que dejaba ver un entallado tronco de palmera. Me incliné y vi temblar mi reflejo en un espejo negro. La tentación rué demasiado fuerte. Me quité toda la ropa, y por el tronco de la palmera bajé hasta el fondo del pozo. El agua me llegaba hasta la cintura, y sentía en mis tobillos los frescos remolinos de un manantial invisible. Me sumergí hasta el pecho, hasta el cuello, hasta los ojos, en la exquisita caricia del agua. Por encima de mí cabeza veía el redondo agujero de la boca, un disco de cielo fosforescente en el que parpadeaba una primera estrella. Una ráfaga del viento pasó por el pozo, y oí la columna de aire que lo llenaba zumbando como en una flauta gigantesca, música suave y profunda que producían a la vez la tierra y el viento nocturno, y que yo acababa de sorprender por una inconcebible indiscreción.

En los días siguientes las horas de marcha sucedían a las horas de marcha, las tierras rojas agrietadas a los ergs erizados de espinos, los pedregales con hierbas amarillas a las sales centelleantes de las sebjas, parecía que estábamos caminando por la eternidad, y muy pocos de nosotros hubieran sido capaces de decir cuánto tiempo hacía que habíamos iniciado el viaje. También eso es el viaje, una manera de que el tiempo transcurra a la vez mucho más lentamente -según el negligente balanceo de nuestras monturas- y mucho más aprisa que en la ciudad, donde la variedad de los quehaceres y de las visitas crea un pasado complejo dotado de planos sucesivos, de perspectivas y de zonas diversamente estructuradas.

Vivíamos principalmente bajo el signo de los animales, y en primer lugar, como es natural, de nuestros propios camellos, sin los cuales hubiéramos estado perdidos. Fuimos inquietados por una epidemia de diarrea que provocó una hierba abundante y grasa, y que hacía chorrear por los flacos muslos de nuestras bestias humores verdes y líquidos. Un día tuvimos que abrevarlas a la fuerza, porque el único manantial existente antes de tres jornadas de camino daba un agua límpida, pero que el natrón había vuelto amarga. Hubo que matar a tres camellas, casi desfallecidas, antes de que quedaran reducidas al estado de esqueletos ambulantes. Esto fue ocasión de una comilona a la que me uní más por solidaridad con mis compañeros que por gusto. Según la tradición, los huesos con tuétano se metían en la bolsa de los estómagos; éstos se enterraban bajo las brasas, y al día siguiente aparecían llenos de un caldo sanguinolento que hacía las delicias de los hombres del desierto. Pero el aprovisionamiento de leche quedó considerablemente disminuido.

Nos acercábamos insensiblemente al Nilo, y de pronto lo divisamos no sin maravilla, inmenso y azul, bordeado de papiros cuyas umbelas se acariciaban al viento en medio de un sedoso crujido. En una ensenada pantanosa había un hipopótamo panza arriba, con sus cortas patas al aire, despanzurrado en gran parte, con todas las tripas fuera. Nos acercamos y vimos salir de aquella viscosa caverna a un niño desnudo, como una estatua roja de sangre en la que no se veía más blancura que la de los ojos y la de los dientes. Se rió a carcajadas alargándonos los brazos y ofreciéndonos vísceras y pedazos de carne.

Tebas. Cruzamos el río para mezclarnos con la muchedumbre de la antigua metrópolis egipcia. Fue un error. A medida que avanzábamos hacia el norte veíamos aclararse las pieles. Me anticipo al momento en el que iban a ser los negros, como nosotros, los que llamaremos la atención en medio de una población blanca, inversión difícilmente imaginable del blanco sobre fondo negro al negro sobre fondo blanco.

Aún no había llegado ese momento, pero de todas formas me estremecí al ver cabezas rubias entre la población del puerto. ¿Tal vez fenicios? Sí, fue un error, porque mis heridas volvieron a abrirse al contacto con los hombres. Mi corazón herido solamente soporta el desierto. Con alivio por mi parte, llegué al silencio de la orilla izquierda, donde los dos colosos de Memnón velan sobre las tumbas de los reyes y de las reinas. Anduve largamente a orillas del agua viendo pescar a los halcones sagrados, imágenes del dios Horus, hijo de Osiris y de Isis, vencedor de Seth. Esas espléndidas aves tienen el pico demasiado corto para coger peces. Pescan, pues, con sus garras, y cuando se dejan caer sobre la superficie del agua como meteoritos, en el último momento un resorte hace salir sus patas provistas de garras, que se tienden hacia su presa sumergida. Arañan el espejo del agua, y en seguida remontan el vuelo moviendo rápidamente las alas, y mientras vuelan desgarran con su pico el pez que mantienen prisionero. Más que ningún otro pueblo, los egipcios se han sentido impresionados por la sencillez del cuerpo del animal, y la perfección de su ajuste al orden de la naturaleza. Sin duda alguna eso justifica un culto. ¡Señor Horus, dame la cándida fuerza y la salvaje belleza de tu ave emblemática!

Cediendo a la seducción de las aguas tranquilas y límpidas del río, levantamos nuestro campamento junto al agua, en la orilla izquierda. Barka Mai no había dejado de advertir la amargura de mi mueca y la tristeza de mis ojos. Sabía que ya había dejado muy atrás la alegre exaltación que sentía cuando partimos. Comimos en silencio el guiso de gruesas habas pardas y cebolla trinchada con aceite y comino que parece ser el plato nacional de este país. Como no tenía el menor apetito, fui particularmente sensible a la insipidez de esos manjares, y observé en esa ocasión que la comida es cada vez más sosa a medida que se avanza hacia el norte, una regla que sólo han desmentido los saltamontes macerados en vinagre que nos esperaban en Judea, Luego me abismé en la contemplación de los torbellinos y de los remolinos que hacían espejear la corriente perezosa del río.

– Estás triste como la muerte -me dijo Barka-. Deja de contemplar esas aguas glaucas. Vuelve tu vista, por el contrario, hacia la Montaña de los Reyes. Ve a pedir consejos a esos dos colosos que velan por la metrópoli de Amenofis. ¡Ve, que te esperan!

Para hacer que alguien obedezca, aunque sea un rey, no hay como mandarle el acto que desea realizar en el fondo de su corazón. Yo había visto desde lejos los dos gigantes, situados el uno al lado del otro, y en seguida sentí el deseo de ponerme bajo la formidable protección de esas figuras admirables. Porque de esas estatuas altas como diez hombres, emana una irradiación de serenidad, que se debe sin duda en parte a su postura: juiciosamente sentadas, con las dos manos posadas sobre las juntas rodillas. Primero di la vuelta a las dos estatuas, luego me adentré en la ciudad de los muertos de la que son las guardianas. Del templo funerario de Amenofis no quedan más que columnas, capiteles, escaleras que se interrumpen misteriosamente en el aire, bloques enigmáticos. Pero ese caos envuelve el orden negro de las tumbas y de las estelas. Bajo el desorden que es aún vida y humanidad, el reloj de los dioses sigue con su tic-tac imperturbable. Uno sabe con certidumbre que el tiempo trabaja para ella, y que dentro de poco el desierto habrá digerido esas ruinas. Sin embargo, los colosos velan… Quise hacer lo mismo que ellos. Me senté en cuclillas sobre mi manto al pie del coloso del norte. Durante una parte de la noche acompañé con mi pequeña y frágil guardia humana la eterna guardia del gigante de piedra. Por fin me dormí.

2 Muhammad Asad