– ¿Quién es ese hombre? -pregunté a mi lugarteniente.
Me dieron la respuesta un poco más tarde, y me recordó el mercado de Baaluk y los dos fenicios que compré allí.
– ¿No tenía una hermana?
Me precisaron que la muchacha trabajaba en campos de mijo. Ordené que los reunieran y que los incorporaran al personal del palacio de Meroe. Más tarde ya decidiría qué hacer con ellos.
Más tarde ya decidiría… Esta fórmula, que significa ejecución sin tardanza de una orden cuyo objeto sigue siendo enigmático y está como perdido en la noche del futuro, en aquellas circunstancias adquiría una significación más grave. Quería decir que yo obedecía a un impulso irresistible, pero que no estaba justificado por un fin, al menos que yo supiera, porque era posible que los dos extranjeros formasen parte de un plan del destino desconocido para mí.
En los días siguientes no dejé de pensar en mis esclavos rubios. La noche que precedió a mi regreso al palacio, al no poder conciliar el sueño, salí de la tienda y me adentré sin escolta bastante lejos en la estepa. Al principio anduve al azar, esforzándome sin embargo por seguir la misma dirección, pero no tardé en divisar una luz lejana que tomé por una hoguera, y que elegí sin ninguna idea precisa como meta de mi paseo nocturno. Era como un juego, entre aquella hoguera y yo, porque, por entre los hoyos y los montículos, por entre los arbustos y las rocas, no dejaba de desaparecer y de reaparecer, sin que por ello pareciera acercarse a mí. Hasta el momento en que -después de una desesperación que pareció definitiva- me encontré en presencia de un anciano, en cuclillas delante de una mesa baja que iluminaba una vela. En medio de esa soledad infinita, bordaba con hilos de oro un par de babuchas. Como aparentemente nada podía distraerle de su trabajo, me senté enfrente de él sin decirle nada. 0Todo era blanco en aquella aparición que flotaba en medio de un océano de negrura: el velo de muselina que envolvía la cabeza del anciano, su cara muy pálida, la larga barba, la capa que le envolvía, sus largas manos diáfanas, y hasta un lirio misteriosamente erguido sobre la mesa en un fino vaso de cristal. Me llené los ojos, el corazón, el alma con aquel espectáculo de tanta serenidad, para poder volver a él con el pensamiento, y obtener así un consuelo si la pasión llamaba un día a mí puerta.
Durante largo rato no pareció darse cuenta de mi presencia. Por fin dejó su trabajo, cruzó las manos sobre una rodilla y me miró a la cara.
– Dentro de dos horas -dijo- el horizonte de levante va a teñirse de rosa. Pero el corazón puro no espera la venida del Salvador con menos confianza que la que tiene el centinela en las murallas esperando la salida del sol.
Calló de nuevo. Era la hora patética en la que toda la tierra, sumida aún en tinieblas, se recoge presintiendo las primeras luces del alba.
– El sol… -murmuró el anciano-. Impone silencio hasta el punto de que sólo se puede hablar de él en el corazón de la noche. Hace medio siglo que me someto a su ley grande y terrible, su carrera de un horizonte al otro es el único movimiento que tolero. ¡Sol, dios celoso, sólo puedo adorarte a ti, pero detestas el pensamiento! No has tenido tregua que no haya entumecido todos los músculos de mi cuerpo, matado todos los impulsos de mi corazón, ofuscado todas las luces de mi mente. Bajo tu dominio tiránico me metamorfoseo de día en día en mí propia estatua de piedra traslúcida. Pero confieso que esa petrificación es una gran felicidad.
De nuevo guardó silencio. Luego, como si de pronto recordara mi existencia, me dijo:
– ¡Anda, ahora vete antes de que llegue Él!
Yo iba a levantarme cuando una ráfaga perfumada pasó por entre las ramas de los terebintos. E inmediatamente después, a una proximidad increíble, estalló el sollozo solitario de una flauta de pastor. La música entraba en mí con una indecible tristeza.
– ¿Quién es? -pregunté.
– Es Satán que llora ante la belleza del mundo -respondió el anciano con voz conmovida, que contrastaba con la dureza de sus palabras de antes-. Así les pasa a todas las criaturas envilecidas: la pureza de las cosas hace sangrar de añoranza todo lo que hay de malo en ellas. ¡Guárdate de los seres de claridad!
Se inclinó hacia mí por encima de la mesa para darme su lirio. Me fui llevando la flor como un cirio, entre el pulgar y el índice. Cuando llegué al campamento, una barra dorada puesta sobre el horizonte encendía las dunas. La queja de Satán continuaba resonando dentro de mí. Aún me negaba a admitir nada, pero ya sabía lo suficiente como para comprender que lo rubio había entrado en mi vida por efracción, y que amenazaba con devastarla.
La fortaleza de Meroe -forma grecizada del egipcio Barua- está construida sobre las ruinas y con los materiales de una antigua ciudadela faraónica de basalto. Es mi casa. En ella nací, aquí vivo cuando no estoy de viaje, y aquí muy probablemente moriré, y el sarcófago en el que reposarán mis restos está preparado. Desde luego, no es una residencia risueña, es más bien un arma de guerra, y además una necrópolis. Pero protege del calor y del viento de arena, y por otra parte me figuro que se me parece, y me amo un poco a través de ella. Su corazón está formado por un pozo gigante que data del apogeo de los faraones. Tallado en la roca, se hunde hasta el nivel del Nilo, a una profundidad de doscientos sesenta pies. A media altura está cortado por una plataforma a la que los camellos pueden acceder bajando por una rampa en espiral. Accionan una noria que hace subir el agua hasta una primera cisterna, que alimenta una segunda noria, la cual a su vez llena el gran estanque abierto del palacio. Los visitantes que admiran esta obra colosal a veces se asombran de que esa agua pura y abundante no se aproveche para adornar el palacio con flores y verdor. El hecho es que aquí apenas hay más vegetación que en pleno desierto. Así es. Ni yo, ni mis familiares, ni las mujeres de mi harén -sin duda porque todos procedemos de las tierras áridas del sur- imaginamos un Meroe verde. Pero comprendo que un extranjero se sienta abrumado por la hosca austeridad de estos lugares.
Sin duda éste fue el caso de Biltina y de Galeka, desorientados al verse tan lejos de su tierra, y además rechazados a causa de su color por todos los demás esclavos. Cuando interrogué a propósito de Biltina al ama del harén, vi que esa nigeriana, que sin embargo estaba acostumbrada a mezclar las razas y las etnias, daba un respingo de repugnancia. Con la libertad de una matrona que me conoció siendo yo niño, y que guió mis primeras hazañas amorosas, colmó a la recién llegada de sarcasmos, tras los cuales se expresaba, apenas velada, esa pregunta llena de reproches: pero, ¿por qué, por qué se te ha ocurrido encapricharte de esa criatura? Detalló su piel descolorida, que transparentaba aquí y allá venillas de color violeta, su nariz larga, delgada y puntiaguda, sus grandes orejas despegadas, el vello de sus antebrazos y de sus pantorrillas, y otros defectos por los cuales las poblaciones negras quieren justificar la repugnancia que les inspiran los blancos.
– Y además -concluyó-, los blancos se llaman blancos, pero mienten. ¡En realidad no son blancos, sino rosados, rosados como cerdos! ¡Y apestan!
Comprendí esa letanía por la cual se expresa la xenofobia de un pueblo de piel negra y mate, nariz aplastada, orejas minúsculas, cuerpo liso, sin pelo, y que sólo conoce de los olores humanos -sin misterio y tranquilizadores- el de los comedores de mijo y el de los que comen mandioca. Comprendía esta xenofobia porque la compartía, y es evidente que cierta repulsión atávica se mezclaba a mi curiosidad respecto a Biltina.
Hice sentar a la anciana cerca de mí, y en un tono familiar y confidencial, destinado a halagarla y a conmoverla recordándole los años de iniciación en mi juventud, le pregunté:
– Dime, mi vieja Kallaha, hay una pregunta que siempre me he hecho desde que era niño, sin haber encontrado nunca la respuesta. Y tú precisamente es quien debe de saberlo.
– Pues pregunta, hijo mío -dijo ella con una mezcla de benevolencia y de desconfianza.
– Pues mira, siempre me he preguntado cómo eran los tres vellones del cuerpo de las mujeres rubias. ¿Son también rubios, como sus cabellos, o negros, como los de nuestras mujeres, o acaso son de otro color? Dímelo tú, que has hecho desnudar a la extranjera.
Kallaha se puso en pie bruscamente, dominada por la cólera.
– ¡Haces demasiadas preguntas acerca de esta criatura! Diríase que te interesas mucho por ella. ¿Quieres que te la envíe para que tú mismo lo averigües?
La anciana había ido demasiado lejos. Debía llamarla al orden. Me levanté y con una voz distinta ordené:
– ¡Eso es! ¡Excelente idea! Prepárala, y que esté aquí dos horas después de la puesta del sol.
Kallaha se inclinó y salió andando hacia atrás.
Sí, el color rubio había entrado en mi vida. Era como una enfermedad que contraje cierta mañana de primavera mientras recorría el mercado de esclavos de Baaluk. Y cuando Biltina se presentó ungida y perfumada en mis aposentos, no hacía más que encarnar aquel giro de mi destino. Primero fui sensible a la claridad que parecía emanar de ella entre las oscuras paredes de la estancia. En aquel palacio negro Biltina brillaba como una estatuilla de oro en el fondo de un cofre de ébano.
Se sentó en cuclillas sin ninguna ceremonia frente a mí, con las manos cruzadas sobre su seno. La devoré con los ojos. Pensaba en las malignidades que poco antes había proferido Kallaha. Había aludido al vello de sus antebrazos, y en efecto, bajo la luz temblorosa de las antorchas veía sus brazos desnudos centelleando de reflejos de fuego. Pero sus orejas desaparecían bajo largos cabellos destrenzados, su fina nariz daba un aire de inteligencia insolente a su rostro. En cuanto a su olor, redondeé mi nariz con el fin de captar algo, pero más por apetito que para verificar la vieja calumnia repetida por la matrona respecto a los blancos. Así permanecimos largo rato, observándonos el uno al otro, la esclava blanca y el amo negro. Yo sentía con terror voluptuoso cómo mi curiosidad por aquella raza de características extrañas se iba convirtiendo en apego, en pasión. Lo rubio tomaba posesión de mi vida…
Por fin formulé una pregunta que hubiese sido más pertinente en su boca que en la mía, si las esclavas hubieran tenido derecho a hacer preguntas:
– ¿Qué quieres de mí?
Pregunta insólita, peligrosa, porque Biltina podía entender que le preguntaba su precio, cuando en realidad ya me pertenecía, y sin duda fue así como lo entendió, porque repuso en el acto: