Pero si esa frágil visita se renovaba de tarde en tarde, el visitante cambiaba cada vez de librea. A veces amarilla, sombreada de terciopelo negro, o de un rojo llameante con un ocelo de color malva, o sencillamente, blanca del todo, como la nieve; en una ocasión la vi ataraceada de gris y de azul, como un trabajo de concha.
Yo aún era un niño, y esas mariposas que alguien mandaba hacia mí como mensajeras de otro mundo, encarnaban a mis ojos la belleza pura, a la vez inasible y sin ningún valor comercial, exactamente todo lo contrario de lo que me enseñaban en Nippur, Llamé al intendente encargado de mis necesidades materiales, y le ordené que me mandara construir el instrumento que necesitaba, es decir, un bastón de junco rematado por un aro de metal, coronado a su vez por un gorro de tela ligera como una red de gruesa malla. Después de varios intentos -casi siempre los materiales empleados para estos tres elementos eran demasiado pesados y sin la afinidad que debían tener con la codiciada presa- me vi en posesión de un cazamariposas bastante utilizable. Sin esperar la solicitación de una visita matinal, me lancé hacia el horizonte -el de levante-, de donde me venían siempre mis pequeñas viajeras.
Era la primera vez que me escapaba solo más allá de los límites del dominio real. Para mi sorpresa, no encontré ningún centinela en el camino de mi escapada, que así parecía estar favorecida por una conspiración general: un viento exquisitamente suave, la pendiente de la meseta sombreada de tamariscos, y, desde luego, aquí y allá una mancha que revoloteaba de flor en flor como para desafiarme o recordarme mis deberes de cazador de mariposas. A medida que bajaba hasta el valle de un afluente del Tigris, veía enriquecerse la vegetación. Salí al final del invierno que alegraban unos escasos crocos, y me parecía estar avanzando hacia la primavera, a través de campos de narcisos, de jacintos y de junquillos. Y, cosa rara, no sólo las mariposas parecían cada vez más abundantes, sino que sus vuelos también parecían salir del mismo lugar, evidentemente la meta de mi expedición.
Pero fue una nube de insectos lo que me indicó, ya a considerable distancia, dónde estaba la alquería de Maalek. Alrededor de un pozo -que sin duda había determinado la elección del asentamiento- un gran cubo blanqueado sólo ofrecía una puerta baja como única abertura, y se prolongaba por medio de dos construcciones vastas y ligeras, con tejados de palma en ángulo recto. De uno de esos tejados salía como un humo azul, un chai aéreo que se alargaba en todas direcciones, y cuya evolución activa, dinámica, casi voluntaria, no era la pasiva de una nube, sino la ascensión de una masa de insectos alados. Antes de llegar al patio de la alquería, recogí sobre la hierba unas cuantas mariposíllas idénticamente grises y translúcidas, sin duda los individuos más perezosos de aquel pueblo emigrante.
Un perro se acercó a mí ladrando y haciendo huir a unas cuantas gallinas. Tal vez el extraño instrumento que llevaba en la mano provocaba su cólera, porque para que me dejase en paz tuvo que intervenir el dueño de aquel lugar. Salió de una de las grandes chozas de palmas, impresionante por su altura, su delgadez -envuelto en una amplia túnica amarillas con largas mangas-, la cara ascética y lisa. Me alargó la mano, y yo creí que quería saludarme, pero en seguida me di cuenta de que sólo quería que le diera mi caza mariposas, objeto que tal vez consideraba incongruente en aquellos parajes, como ya había hecho el perro.
No me pareció oportuno ocultarle mi identidad, y, gozando anticipadamente de la sorpresa un poco escandalizada que aquella presentación podía suscitar, le dije sin más preámbulo:
– Esta mañana he salido del palacio de Nippur. Soy el príncipe Baltasar, hijo de Balsarar, nieto de Belsusar.
Me respondió, no sin malicia, señalando con un ademán las mariposas cuya nube había dejado de brotar del tejado y se deshilachaba por encima de las copas de los árboles.
– Son callícoras azuladas. Cristalizan en racimos, y echan a volar juntas, obedeciendo a una misteriosa correspondencia gregaria. Ayer nada anunciaba aún que la eclosión colectiva fuese inminente. Sin embargo, ante una oscura señal, cada individuo ya había empezado a roer la parte superior de su capullo.
No obstante, no olvidó los ritos tradicionales de la hospitalidad. Sacó agua del pozo, llenó un cubilete y me lo ofreció. Bebí con gratitud, consciente de mi sed a medida que la saciaba. Sí, aquel largo recorrido me había dejado sediento, y después de beber sentí que las piernas me temblaban de cansancio. Comprendí que él se había dado cuenta, pero que prefería no darse por enterado. Aquel joven príncipe un poco loco, que salía de su capital con aquel artilugio ridículo en la mano, merecía un tratamiento enérgico.
– Ven -me ordenó-. Has venido para verlas. Te esperan.
Y me hizo entrar en la primera choza de palmas, sin darme tiempo para preguntarle qué me esperaba allí.
En efecto, allí estaban «ellas», a millares, a cientos de miliares, y el ruido que hacían al comer llenaba el aire con una crepitación ensordecedora. Había una especie de tinas llenas de hojas, hojas de higuera, de morera, de vid, de eucalipto, de hinojo, de zanahoria, de esparraguera, y de otras que no supe identificar. Cada tina tenía su variedad de follaje, y cada clase de hojas su variedad de orugas, orugas lisas o pilosas -minúsculos osos pardos, rojizos o negros-, blandas o con caparazón, sobrecargadas de adornos barrocos -espinas, crestas, cepillos, tubérculos, carúnculas u ocelos-. Pero todas estaban compuestas por doce anillos articulados que terminaban en una cabeza redonda con una formidable mandíbula, y las más inquietantes eran aquellas que por su forma y su color se confundían exactamente con la planta sobre la que vivían, de tal forma que a simple vista parecía que las hojas, dominadas por una locura caníbal, se devoraban a sí mismas.
Maalek me observaba mientras yo, con los ojos muy abiertos por la curiosidad y el estupor, me iba inclinando sobre una y otra tina para contemplar tan asombroso espectáculo.
– ¡Qué bien! -decía, hablando para sí mismo-. Miro cómo miras, te veo ver, y elevando así mi mirada al segundo grado, confiero a esas cosas esenciales una evidencia y un frescor nuevos. Debería recibir aquí más a menudo a jóvenes visitantes. Pero aún no has descubierto más que la mitad del espectáculo. Ven, crucemos ahora esta puerta, vamos más lejos.
Y me arrastró hasta la segunda choza.
Después de la vida febril y devoradora, aquél era un espectáculo de muerte, o, mejor dicho, de sueño, pero de un sueño que imitaba la muerte con un refinamiento espantoso. Sólo se veía un bosque de ramitas y ramas secas, un verdadero bosquecillo artificial plantando en tinas de arena. Y todo aquel boscaje estaba lleno de capullos, frutos extraños, incomestibles, envueltos en una funda sedosa, de color amarillo claro, hinchada por una turgencia interior no poco sospechosa.
– No creas que duermen -me dijo Maalek, adivinando mis pensamientos-. Las crisálidas no invernan. Por el contrario, se dedican a un trabajo formidable cuya grandeza muy pocos hombres pueden imaginar. Escucha bien eso, principito: las orugas que has visto eran cuerpos vivos compuestos de órganos, como tú y como yo. Estómago, ojo, cerebro, etcétera, a la oruga no le falta de nada. ¡Y ahora mira!
Despegó un capullo de una ramita, lo sujetó entre el pulgar y el índice, y lo cortó con una cuchilla. La larva destripada se reducía a una sustancia blanca, parecida a la pulpa de un aguacate.
– Ya ves, no hay nada, una pasta harinosa. Todos los órganos de la oruga se han fundido. ¡Ha desaparecido la oruga, con toda su panoplia fisiológica completísima! ¡Simplificada a no poder más, licuefacta! No se necesita menos para convertirse en mariposa. Hace muchos años que, mientras observo todas esas minúsculas momias, medito sobre esa simplificación absoluta que es el preludio una maravillosa metamorfosis. Busco equivalentes. La emoción, por ejemplo. Sí, la emoción, o sí lo prefieres, el miedo.
Se sentó en un escabel para hablarme con más comodidad y desde más cerca.
– El miedo… Una hermosa mañana de Abril te paseas por el parque del castillo. Todo invita a la paz y a la felicidad. Te entregas, te abandonas a los olores, a los ramajes, al viento tibio. Y de pronto surge un animal feroz que va a arrojarse sobre ti. Hay que hacerle frente, prepararse para el combate, un combate para salvar la vida. Una gran emoción se adueña de ti. Durante unos segundos te parece que tus pensamientos se baten en retirada, no tienes fuerza para pedir socorro, los brazos y las piernas ya no obedecen tu voluntad. Eso es lo que se llama el miedo. Yo lo llamaría la simplificación. La situación exige de ti una metamorfosis radical. El paseante despreocupado ha de convertirse en un combatiente. Lo cual no se puede hacer sin una fase de transición que te licúe como hace la ninfa dentro del capullo. De esa licuefacción ha de salir un hombre dispuesto para la lucha. ¡Confiemos en que sea a tiempo!
Se levantó y dio unos pasos en silencio.
– Evidentemente, esta teoría de la fase de simplificación transitoria se ilustra mucho mejor a escala de las naciones. Un país que cambia de régimen político -o sencillamente de soberano- suele conocer un período de turbulencias en el que todos los órganos de la administración, de la justicia y del ejército parecen disolverse en la anarquía. Todo eso es necesario para que la nueva autoridad pueda ocupar su lugar,
»En cuanto a la metamorfosis que convierte a la oruga en mariposa, evidentemente es ejemplar. A menudo he estado tentado de ver en la mariposa una flor animal que -respondiendo al mimetismo que confunde al insecto con la hoja- brota de una planta llamada oruga. Metamorfosis ejemplar porque es un éxito clamoroso. ¿Puede imaginarse una transfiguración más sublime que la que empieza con la oruga gris y reptante, y concluye en la mariposa? Pero ese ejemplo no siempre se sigue, ni mucho menos. He citado las revoluciones populares. Pero, ¿cuántas veces un tirano es depuesto y ocupa su lugar un tirano más sanguinario aún? ¡Y los niños! ¿Acaso la pubertad, que hace de ellos hombres, es la metamorfosis de una mariposa en oruga?
Luego me hizo entrar en un pequeño gabinete donde reinaba un intenso olor balsámico. Allí era, me explicó, donde las mariposas que quería conservar eran sacrificadas y ensartadas, con las alas abiertas, para toda la eternidad. Apenas salían del capullo -todavía muy húmedas, arrugadas y temblorosas-, las introducía en una jaula con cristales herméticamente cerrada. Observaba su despertar a la vida y su expansión a la luz del sol, e incluso antes de que intentaran levantar el vuelo, las asfixiaba metiendo en la jaula el extremo encendido de un bastoncillo untado de mirra. Maalek apreciaba mucho esta resina que exuda un arbusto oriental, 3 y que los antiguos egipcios utilizaban para embalsamar a sus muertos. Veía en ella la sustancia simbólica que permitía que la carne putrescible accediera a la perennidad del mármol, el cuerpo perecedero a la eternidad de la estatua… y sus frágiles mariposas a la densidad de las joyas. Me regaló un bloque que siempre he conservado, y que sopeso en mi mano izquierda mientras escribo estas líneas: observo esta masa rojiza, un poco aceitosa, surcada por estrías blancas, y que dejará en mi mano un tenaz olor de templo oscuro y de flor marchita.