¡Pero qué importa! Los flancos del navío que nos devolvió a la patria rebosaban bustos, torsos, bajorrelieves y piezas de cerámica. ¡Si hubiera podido desmontar un templo entero y llevármelo pieza a pieza! En cualquier caso, de esa primera expedición nació la idea de un Balthazareum, o, dicho de otra forma, de una fundación real donde pudieran exponerse mis colecciones y los tesoros artísticos adquiridos por la Corona. El Balthazareum se enriqueció a cada nueva expedición, y de año en año pudieron verse allí mosaicos púnicos, sarcófagos egipcios, miniaturas persas, tapices chipriotas, y hasta ídolos indios con trompa de elefante, reunidos en departamentos especializados. Este museo, reconozco que un poco heterócuto, era mi orgullo, la razón de ser, no sólo de mis viajes, sino de toda mi vida. Cuando acababa de adquirir una nueva maravilla, me despertaba de noche para reír de júbilo imaginándomela expuesta en el lugar que le correspondía dentro de mis colecciones. Mis Narcisos habían entrado en el juego, y después de convertirse por la fuerza de las cosas en expertos en mimbilia de todos los orígenes, rastreaban y aumentaban mis colecciones con ardor juvenil. Por otro lado, yo no perdía la esperanza de ver que alguno de ellos diera un día los frutos de la admirable educación artística de la que me eran deudores, y usara el estilete del grabador, la pluma del dibujante o el cincel del escultor. Porque el espectáculo de la creación ha de ser contagioso, y las obras maestras no son plenamente ellas mismas hasta que suscitan el nacimiento de otras obras maestras. Por eso alenté los tanteos de un joven de nuestro grupo que se llamaba Asur, y que era de origen babilonio. Pero además de la hostilidad de nuestro clero, le veía chocar con la contradicción que antes he querido expresar entre el arte hierático, en el que se helaban las obras que veíamos, y las manifestaciones espontáneas de la vida más sencilla que le deslumbraban de alegría y de admiración. Su búsqueda era la mía, pero más ardiente, más angustiada, debido a su juventud y a su ambición.

Después se produjo el accidente, el negro atentado de la noche sin luna, aquel equinoccio de otoño que me hizo pasar de golpe, desde la juventud eterna en la que me había encerrado con mis Narcisos y mis maravillas, a una vejez amarga y reclusa. En pocas horas mis cabellos encanecieron y mi cuerpo se encorvó, mi mirada se empañó, se endureció el oído, mis piernas se hicieron pesadas y mi sexo se encogió.

Nos encontrábamos en Susa, y buscábamos entre los vestigios de la Apadana de Darío I lo que la dinastía de los aqueménidas podía transmitirnos. La cosecha era hermosa, pero de un augurio bastante siniestro. Sobre todo las vasijas pintadas que exhumábamos sólo nos hablaban de sufrimiento, ruina y muerte. Hay señales que no engañan. Sacábamos de una tumba cráneos incrustados en crisoprasa, la más maléfica de las piedras, cuando vimos un caballo negro alado de polvo que venía del oeste hacia nosotros. Nos costó reconocer en el jinete al hermano menor de un Narciso, hasta tal punto tenía el rostro demudado después de cinco días de galopar frenéticamente… para no hablar, ay, también de la terrible noticia de la que era portador. El Balthazareum ya no existía. Un motín que empezó en los barrios más miserables de la ciudad le había puesto sitio. Los fieles servidores que intentaron defender sus puertas fueron exterminados. Luego lo saquearon todo, sin dejar nada de las maravillas que contenía. Lo que no pudieron llevarse lo destrozaron a mazazos. A juzgar por los gritos y los estandartes de los amotinados, las causas de esa cólera popular eran de carácter religioso. Quería destruir un lugar cuyas colecciones insultaban el culto al verdadero Dios y a la prohibición de los ídolos y de las imágenes.

O sea que el crimen estaba firmado. Yo conocía suficientemente al turbio populacho de los barrios bajos de mi capital para saber que le importa un comino el culto del verdadero Dios y el de las imágenes. En cambio es sensible a las consignas que se acompañan de dinero y de alcohol. La mano del vicario Cheddad era visible en aquel supuesto levantamiento popular. Pero, como es natural, había sabido permanecer al margen. Mi peor enemigo me había herido sin dar la cara. Si le castigase obraría como un tirano, y toda la población sometida al clero me maldecidiría. Encontraron y vendieron como esclavos a los cabecillas y a los que se probó que habían dado muerte a los guardianes del Balthazareum. Luego me retiré, también yo herido de muerte, al fondo de mi palacio.

Fue entonces cuando empezó a hablarse de un cometa. Venía del sudoeste, se dirigía, según decían, hacia el norte. Mis astrólogos -todos caldeos- estaban muy excitados, y discutían interminablemente acerca del significado de aquel fenómeno. La mayoría lo considera como una amenaza. Epidemia, sequía, terremoto, advenimiento de un déspota sanguinario, hechos así se suponen precedidos por extraordinarios meteoros. Y mis astrólogos no se privaban de rivalizar en pesimismo en sus predicciones. La tristeza de ébano en la que estaba sumido me empujaba a la contradicción. Ante su gran sorpresa, afirmé en voz muy alta que la situación presente era tan mala que un cambio profundo tenía que ser benéfico. O sea que el cometa era de buen augurio… Pero cuando por fin apareció en el cielo de Nippur, mis interpretaciones dejaron aún más estupefactos a mis gorros puntiagudos. Hay que precisar que para mí el saqueo del Balthazareum se sumaba, con cincuenta años de intervalo, a la pérdida de mi bella mariposa, aquel Caballero Baltasar víctima del mismo fanatismo estúpido. En mi rencor, identificaba al suntuoso insecto portador de mi efigie con el palacio en el que había dispuesto lo mejor de mi vida. Así, pues, afirmé fríamente que el astro tembloroso y antojadizo que había hecho su aparición sobre nuestras cabezas era una mariposa sobrenatural, un ángel-mariposa, que llevaba esculpido en su tórax el retrato de un soberano, y que indicaba, a quien quería comprenderlo, que se preparaba una revolución benéfica, y que ésta iba a producirse por el lado de poniente. Ninguno de mis sabios rascacielos se atrevió a contradecirme, incluso algunos, por adulación, afirmaron que era como yo decía, y de este modo acabé por creer yo mismo lo que en un principio sólo había dicho por espíritu de provocación. Así nació en mí la idea de partir una vez más, de dar curso a mi humor atrabiliario siguiendo la mariposa de fuego, del mismo modo que antaño descubrí la alquería mágica de Maalek empuñando un cazamariposas.

Los Narcisos, que desde el saqueo del Balthazareum se morían de tedio, prorrumpieron en gritos de júbilo, y reunieron los caballos y las provisiones que se necesitaban para una lejana expedición al Occidente. Por mi parte, como se había reavivado el recuerdo de Maalek y de sus mariposas, ya no me separaba del bloque de mirra que él me confió. Yo veía confusamente en esa masa olorosa y translúcida la clave de una solución para la dolorosa contradicción que me desgarraba. La mirra, según el uso de los antiguos embalsamadores egipcios, era la carne corruptible prometida a la eternidad. Siguiendo un camino desconocido, en una edad en la que se suele pensar en el retiro y en el repliegue hacia los propios recuerdos, yo no buscaba como otros un camino nuevo hacia el mar, las fuentes del Nilo o las Columnas de Hércules, sino una mediación entre la máscara de oro impersonal e intemporal de los dioses griegos y… el rostro de una gravedad pueril de mi pequeña Miranda.

Desde Níppur a Hebrón hay unas cien jornadas, con el rodeo por el sur necesario si se quiere cruzar el mar Muerto en barco. Cada noche veíamos la mariposa de fuego agitarse por el oeste, y con el día sentía que las fuerzas de mi juventud volvían a mi cuerpo y a mi alma. Nuestro viaje no era más que una fiesta que se hacía más radiante de etapa en etapa. Sólo nos faltaban dos días para alcanzar Hebrón cuando unos jinetes destacados en avanzada me comunicaron que una caravana camellera conducida por negros venía de Egipto -y probablemente de la Nubia-, como si fuera a nuestro encuentro, aunque sus intenciones parecían pacíficas. Habíamos plantado nuestro campamento a las puertas de Hebrón desde hacía veinticuatro horas cuando el enviado del rey de Meroe se presentó ante los guardianes de mi tienda.