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La labor continuó a marchas forzadas durante la tarde. Los ingenieros tenían bien presente el tiempo que necesitaban para regresar desde allí hasta su campamento, y sabían que debían rematar la obra a una hora que les diera margen suficiente para poder recorrer aquel camino a la luz del día. A eso de las cinco dieron por concluida la posición. En conjunto, constaba de un parapeto de un metro y treinta centímetros, treinta de ellos de firme y el resto alzado con sacos terreros. La habían rodeado de doble línea de alambradas y habían cavado una media trinchera que comunicaba con la avanzadilla. El recinto no era demasiado amplio, el que habían podido sacarle al monte sin tener que explanar. Bastaba sin holgura para la compañía que iba a quedar allí, con una sección de ametralladoras y el destacamento de artillería.

Los ingenieros recogieron rápidamente sus bártulos, los regulares se replegaron también en un abrir y cerrar de ojos, y la columna entera, salvo quienes iban a quedar en Talilit, descendió otra vez la ladera en el orden de combate prescrito. Aquel movimiento, como le advirtiera Rosales a Andreu, era especialmente arriesgado. Se notaba en la tensión de los regulares. Si bien celebraban abandonar la cota de Talilit, se cuidaban mucho de distraerse. Lo hicieron bien, porque el enemigo, sin duda al acecho aunque siempre invisible, se abstuvo de incordiar a los que se retiraban.

Andreu y el resto de los hombres de la guarnición de Talilit vieron sin alegría cómo se alejaban sus compañeros. A partir de ahora sólo les quedaba esperar los convoyes de aprovisionamiento e intercambiar con el campamento general y con Sidi Dris destellos de heliógrafo. Podrían avisarlos en seguida si las cosas se ponían feas y era de día, pero otra cosa era lo que los pudieran ayudar. Su única ayuda segura eran los 200 disparos de cañón y los 130 cartuchos por barba que les dejaban en la posición.

El capitán que quedaba al mando llamó a los sargentos para organizar los servicios. Los que fueran a la avanzadilla permanecerían allí tres días, y entre los restantes había que arreglarse para cubrir los puestos de centinela y el resto de las necesidades de la posición. Andaban justos, así que no era mucho el tiempo que podrían descansar entre servicio y servicio.

La primera noche, Andreu y Rosales pringaron la guardia. Toda una faena, después de la paliza que se habían pegado aquel día, pero así era la guerra. Andreu cubría el flanco que daba al aduar y contemplaba las luces exiguas y trémulas que brillaban en las casas. Rosales, que hacía la ronda del parapeto, se paró a echar un cigarro con él.

– Míralos -dijo, señalando hacia el aduar-. Hasta ayer lo mismo eran amigos, quiero decir todo lo amigos nuestros que pueden ser los moros. Hoy se lo andarán pensando, en el mejor de los casos.

– ¿Y qué crees que harán? -preguntó Andreu.

– No quieras saberlo. Por la parte de Dar Dríus, cuando la ofensiva, el Comandante General ordenó un ataque aéreo con bombas incendiarias. Las tiraron en los aduares y mataron de todo: niños, viejos, mujeres. Tres días después, tuvimos un contratiempo tomando una loma. Nos retiramos malamente, porque cundió el miedo y eso es definitivo. A unos diez los cogieron.

Rosales interrumpió su relato y dio una larga calada.

– ¿Y? -le incitó Andreu.

– Qué curiosidad más poco sana, catalán. Te digo que no quieras saberlo.

– Dímelo. Siempre he preferido saber a qué atenerme.

– No te va a dejar dormir a gusto -advirtió Rosales-. Los encontramos al día siguiente, cuando al fin nos las apañamos para tomar la puta loma. A todos les habían cortado las pelotas y se las habían puesto en la boca para que se asfixiaran. Ese día no hicimos un solo prisionero, pero tampoco arreglamos nada. Todavía sigo viendo los ojos desorbitados de aquellos difuntos.

Andreu apuró en silencio su cigarro, clavándose el humo bien adentro del pecho. Lo mismo hizo Rosales, y después los dos siguieron contemplando el aduar, las casas misérrimas donde las lucecitas temblaban.