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Vio venir al Rey, rodeado de todos los moscones. Aquella misma playa que ahora pisaban, recordó Molina, la había pisado él un año atrás, pero no con el garbo y la desenvoltura con que ellos venían. Cuando él había puesto el pie allí, aunque supuestamente ya habían abierto camino los legionarios, seguían cayendo los pepinazos de la harka, y Molina había tenido que empujar a sus hombres para que tomaran posiciones y no se quedaran helados de pánico en la orilla, esperando a que uno de aquellos surtidores de arena los levantara hechos pedazos. Era la primera vez que Molina había sentido los cañonazos tan cerca, y desde luego no pensaba olvidarla. El resto, la victoria que ahora celebraban una y otra vez, había sido un bonito infierno. Molina no era perezoso y había combatido en terrenos difíciles, pero ninguno como aquellos acantilados que casi había que escalar, con el inconveniente de que en cada agujero había un harqueño disparando como loco. Al final su gente estaba tan harta que remataba a aquellos moros a bayonetazos, y Molina no hacía por impedirlo. Cuando todo hubo terminado, se habían organizado algunas excursiones de recreo. Los soldados iban a la casa del Jatabi, para robar algún recuerdo del caudillo vencido, o al lugar en el que habían estado recluidos los oficiales prisioneros, donde todavía quedaban trozos de las cadenas. El propio Molina se había acercado a la casa del Jatabi, o mejor a sus restos humeantes, que eran todo lo que quedaba para entonces. Le había parecido una visión triste, aunque aquel hombre fuera su enemigo.

El Rey pasó revista a las tropas. Era un individuo simpático y dicharachero, que se movía con elegante brusquedad. Pasó muy erguido frente a Molina e inclinó enérgicamente la cabeza ante la bandera. Molina pensó que era la primera vez que le veía, y que muy posiblemente sería la última. Trató de ponerse en su lugar, y quiso imaginar qué era lo que a su vez veía aquel hombre, cuando miraba el paisaje que les rodeaba y las filas de soldados firmes ante él. ¿Cómo podía contarle nadie, al Rey, lo que en aquel lugar y a aquellos soldados había sucedido? ¿Cómo podía nadie conseguir que aquel hombre, atildado, enhiesto, sintiera algo de lo que Molina o cualquiera de los demás había sentido y sentía ahora al recordarlo? El sargento se dijo que no podía ser; que el Rey lo miraría todo, con atención, según se lo iban enseñando los generales, los ayudantes, los funcionarios, y nunca acertaría a ver nada.

Nunca acertaría a ver a los soldados segados por los disparos de los moros, ni a los que habían sujetado una gumía sobre su cuello y habían logrado hacerla caer o habían terminado cayendo bajo su filo. Nunca acertaría a oír los alaridos terroríficos de los harqueños al asalto, ni el ruido de la tierra al abrirse bajo una explosión, ni el silbido insidioso de las balas sobre la cabeza. Nunca sentiría la sed como fuego, el sueño como plomo, el calor, el cansancio de animal, la inmundicia de establo, de blocao, de parapeto. Nunca olería el sudor, la pólvora, el áspero aroma de los matorrales. Nunca saborearía la sangre, los orines, el miedo persistente. Nunca tocaría la madera fría del fusil en el puesto nocturno de centinela, la carne yerta o deshecha del camarada muerto. Nunca tendría las sensaciones mínimas, absolutas, invencibles, de las que estaba hecha aquella guerra que tan felizmente había ganado.

Aquel hombre, y los hombres como él, seguirían ordenando que otros hombres como Molina les pelearan una causa, cualquiera, y lamentarían perderla y festejarían ganarla, pero fuera cual fuese el resultado, nunca iban a comprender. Mientras el Rey se alejaba camino del muelle y del majestuoso buque de guerra que lo llevaría de vuelta a casa, Molina quiso acordarse sólo de todos los que se habían quedado allí, de todos los hombres a los que el Rey no conocía. Quiso volver a sentir el esfuerzo constante y las alegrías efímeras que había compartido con ellos, diestros o torpes, antipáticos o afables, soldados u oficiales, musulmanes o cristianos. Volvió a sentirse encerrado tras el parapeto, viendo pasar las horas y menguar las municiones sin que llegara el socorro prometido. Volvió, en fin, a experimentar la fascinación de aquellos atardeceres Africanos, anaranjados y flamígeros, sobre el mar o las montañas, cuando los combatientes casi olvidaban que estaban allí para matarse unos a otros y percibían una extraña inmensidad.

Antes de romper filas, Molina pensó una vez más en la harka. Ahora que ya era historia, se acordó de cuando todavía no había venido, de cuando casi nadie la esperaba y algunos juraban, desdeñosos, que ni siquiera existía. Seis años después, habían acabado con ella; la habían hecho trizas con sus cañones y sus carros de combate y sus invulnerables acorazados. Habían enrolado a sus desertores, ocupado sus bases, pisoteado sus estandartes. No podía haber desaparecido más completamente. El mismo estaba a punto de abandonar África, y supuso que pronto, quizá al cabo de un año o dos, tendría incluso la tentación de olvidar que la harka hubiera atacado alguna vez. Desde luego, afirmaban ahora todos, y no sólo los más optimistas, de lo que no podía caberle a nadie ninguna duda era de que la harka no volvería a resurgir.

Pero por un instante, Molina la vio. Sintió su aliento, sofocado tras la barrera de las montañas; su amenaza, invisible como el ímpetu que movía a todos los seres a vivir y perecer. Y entonces supo que para él, como para todos los que la habían conocido, la harka no dejaría de existir nunca.

Madrid-Getafe- Caracas-Amberes

27 de septiembre -7 de diciembre 1998