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– Bueno, no soy un gran escritor -se sonrojó Molina-.Te habrás reído de mis faltas, tú que eres más instruido.

– No había ninguna falta, pero si pensaba que las había se lo agradezco el doble. No creo que nadie recibiera cartas tan valiosas.

Molina meneó despacio la cabeza. A continuación algo se ensombreció en su gesto y casi sin darse tiempo, indagó:

– ¿Qué fue de mi amigo Haddú?

– Lo que había de ser, mi sargento -dijo Amador, circunspecto-. Peleó hasta el final, porque ésas fueron las órdenes que nos dieron. El cadáver estaba lleno de cuchilladas, pero uno me dijo que había muerto de un balazo, casi sin sentir, y que los moros lo habían apuñalado cuando ya estaba muerto. No tenía cara de haber sufrido, eso es todo lo que yo puedo decirle. Antes de separarnos, me dio recuerdos para usted.

A Molina se le iluminaron los ojos, que apuntó en seguida al frente.

– Un buen tipo y un buen soldado, mi amigo Haddú.

– Siempre caen los más generosos, mi sargento. Sólo se salva la gente como yo, los que se esconden o se apartan.

– No digas gilipolleces, cabo -le reprendió Molina-. Si te salvaste, no tienes que pedirle perdón a nadie. Nadie tiene la obligación de morirse.

Volvieron a quedarse callados. Amador se dio cuenta de que, aunque Molina ya daba por descontada la muerte de su amigo, los detalles aún podían emocionarle. Siempre era eso lo que emocionaba, los detalles.

– ¿Sabe, mi sargento? -rompió el silencio Amador-. Muchas veces me he acordado de aquello que les dijo a los soldados que les pagaban a otros para que hicieran la descubierta. Aquello de que cada bala tenía un nombre, y que la bala que a uno le estaba destinada no podía comprarse ni venderse. Pensaba en todos los que había visto caer, porque una bala había silbado su nombre, y a cada minuto esperaba la que había de venir a llevarse el mío. Pensaba en lo caprichosa que era la bala, al elegir el nombre que se llevaba, y en lo poco que se podía hacer para cambiarlo, como usted decía. Y aunque la bala no hubiera venido todavía por mí, sabía que acabaría viniendo. La sentía. Incluso ahora, aunque vuelva a casa y allí no haya guerra, siento la bala que acabará viniendo a buscarme. Para llevarse mi nombre, como el de los otros.

Molina exhaló un largo suspiro. Al cabo de un rato, interrogó a Amador:

– ¿Sabes qué nombre se lleva la bala, siempre?

– No -repuso el cabo, sin comprender muy bien la pregunta.

– El nombre de los nuestros -dijo el sargento, solemne-. Los nuestros son ellos, los infelices que siempre salen mal parados: Haddú, o los otros que cayeron en Sidi Dris, o los pobres a los que yo elegí para defender Afrau en la retirada y que se quedaron allí. Hasta los moros a los que matamos, si lo miras, son los nuestros. Nosotros somos como ellos: corremos, nos arrastramos, pasamos miedo y nunca nos ayuda nadie. Por eso tenemos que recordarlos siempre, a nuestros muertos; nosotros, Amador, porque los demás van a olvidarlos. Van a olvidar que murieron, y que chillaron, y que se desangraron encima de esta tierra. Pero tú que los has visto caer no los olvides nunca, Amador. Aunque no vuelvas a África.

Al sargento se le quebró la voz y ya no pudo seguir. Amador se quedó dándole vueltas a la última frase: aunque no volviera a África.

– Al final se me hizo socialista, mi sargento -terminó por decir, forzando una sonrisa, para tratar de ayudarle al sargento a desarrugar la frente.

– Qué coño socialista -respondió Molina, airado.

Cinco días después, Amador embarcó para Europa. Nunca volvió.