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– Lo dejo a tu criterio, siempre que estés seguro del terreno que pisas.

– Está bastante antes de llegar al río, mi general. -De acuerdo. ¿Qué más se te ocurre?

El Comandante General puso su dedo sobre otro punto, a medio camino entre Sidi Dris y el campamento general. Y dijo:

– Aquí hay un aduar que se llama Talilit. Sobre esta elevación podríamos establecer una posición que enlazara Sidi Dris con el campamento general. El ataque ha demostrado que el enemigo puede incomunicar Sidi Dris con cierta facilidad. Una posición en Talilit fortalecería mucho la línea.

– ¿Qué puede costarnos?

– Poco. Está dentro de nuestra actual área de influencia. -Pues adelante con ello. Pero ni un paso más. -Bien -asintió el Comandante General, con el ceño fruncido.

El Alto Comisario se apartó del mapa. Paseó arriba y abajo de la pequeña cámara, con la vista clavada en el suelo. Tras ir y venir cuatro o cinco veces, se detuvo y enfrentó la mirada del Comandante General.

– Manolo -dijo, tratando de resultar conciliador-. Esta noche tengo que telegrafiar al ministro el estado actual de la situación. Voy a taparte. Seguiré presentando lo de Sidi Dris como un incidente sin demasiada importancia. Al fin y al cabo, podría haber acabado peor. Voy a decirles que aquí todo está en orden, que estás tomando las medidas necesarias y que no hay mayor peligro. Dime si crees que puedo dar ese informe.

– Desde luego.

– Hablo muy en serio. Piénsalo.

– No me tiembla el pulso por comprometerme a eso.

– Eso es lo que estás haciendo, comprometerte. Y si fallas me comprometes también a mí. Así que quiero estar al tanto en todo momento.

– Como ordenes.

Cuando los dos generales salieron de la cámara, sus ayudantes y los marinos enmudecieron inmediatamente. Todos habían oído las voces, y aunque no lo hubieran hecho, el gesto de los dos jefes excusaba cualquier esfuerzo de imaginación. La despedida fue incómoda y envarada. El Alto Comisario sólo aflojó el gesto para decirle al coronel Morán:

– Sigue haciendo esos informes. Valen su peso en oro.

El comentario no era lo más oportuno para amansar al Comandante General, y el coronel, que le conocía lo suficiente como para saberlo, recibió el elogio lo más comedidamente posible. Embarcó con su superior en el bote y éste puso proa a tierra en la calurosa tarde Africana. Veiga, de nuevo al mando de la embarcación, procuraba pasar más bien inadvertido. Esta vez el silencio era aún más opresivo que durante el trayecto de ida.

Al llegar a tierra, el Comandante General abandonó el bote sin despedirse de los marineros, y pasó junto a Veiga sin contestar tampoco a su saludo. Lo mismo hizo su ayudante, que bajó antes que el coronel Morán. Por el contrario, el coronel se detuvo a devolverle a Veiga el saludo y dijo con deferencia:

– Gracias por todo, alférez.

– De nada, mi coronel.

Ya en el bote, mientras navegaban hacia el Laya, Veiga se quedó observando la figura del coronel que quedaba atrás, en la playa, mezclada con las de los otros. A medida que se empequeñecía, el alférez tuvo una extraña sensación. El coronel no era un oficial y mucho menos un jefe como los demás. Su temperamento encerraba algo que Veiga discernía confusamente. Algo que le abocaba a la desdicha y la incomprensión.