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3 Laya

LOS GENERALES DISCUTEN

El cañonero Laya, que cargaba sobre sus esforzadas cuadernas el penoso deber de vigilar la costa que se extendía al oeste de Melilla, navegaba a toda máquina hacia Sidi Dris. Era mediodía, uno de esos mediodías azules de verano en los que la mar refulgía como si fuera de plata. El alférez Veiga, acodado junto al cañón de la amura de babor, recordó la última vez que habían ido a Sidi Dris, tres días atrás. Entonces la posición estaba sitiada y de las alturas que la rodeaban caía sobre ella un intenso fuego de fusil. Desde el barco había visto las nubecillas blancas que delataban la posición de los tiradores moros. Eran tantas que resultaba increíble. Después de soltar un par de andanadas la refriega se había calmado un poco, y al final del día los atacantes se habían retirado dejando numerosas bajas. Pero había sido la primera vez que Veiga veía un espectáculo semejante y no había podido evitar sentir compasión por los pobres infantes metidos en aquella ratonera. Su suerte, si lo meditaba, era infinitamente mejor. El barco iba y venía sobre las olas, en el espacio siempre abierto de la mar. Nunca antes se había sentido tan feliz de ser marino, y no, por ejemplo, uno de aquellos soldados condenados a resistir el asedio dentro de su precario reducto.

Aquel día la misión que llevaban era muy diferente. En el camarote del comandante descansaba el Alto Comisario jefe supremo de todas las fuerzas de África. Se dirigía a Sidi Dris a conferenciar con el Comandante General, que era el jefe de las tropas de la zona de Melilla. Se decía que las relaciones entre ambos dejaban bastante que desear. El Alto Comisario era un año más joven y había estado a las órdenes del otro. Ahora las tornas se habían cambiado y el Comandante General lo acataba de mala gana. Tampoco el Alto Comisario se sentía demasiado feliz de tener a aquel subordinado. El Comandante General tenía fama de impulsivo, todo lo contrario que el Alto Comisario, un hombre más bien reflexivo y calculador.

Veiga, como correspondía a su rango de último oficial del Laya, apenas había visto al Alto Comisario cuando había subido al barco. Le había parecido cansado y de bastante mal humor. Su bigote de afi ladas puntas le daba un aire triste y anticuado. Sus compañeros decían que en otras ocasiones en que le habían llevado a bordo se había mostrado más comunicativo, pero Veiga no podía hacer la comparación. Llevaba sólo quince días en el Laya. Era su primer destino tras salir de la escuela naval. No había tenido mucha suerte, porque nadie quería que le enviaran a aquellos sufridos cañoneros obligados a ir y venir por la costa Africana para atender las necesidades de las posiciones. Hacían a la vez de apoyo y de aprovisionamiento y estaban todo el día pringados. Pero Veiga no se quejaba. Era un barco, a fin de cuentas, y estaban donde podían ser útiles. Aunque echaba de menos la lluvia de Galicia y el viento del Atlántico, la mar siempre era la mar.

– Qué, mi oficial, ¿tomando el relente?

Veiga se volvió. Quien se le había dirigido era Duarte, un contramaestre natural de San Fernando. Era un tipo siempre irónico, con retranca, que a Veiga no le agradaba mucho. Siempre tenía la sensación de que se tomaba demasiada familiaridad, pero tampoco acababa de saber cómo pararle sin parecer despótico. De momento, prefería contemporizar con él.

– Poco relente, por desgracia -observó, receloso.

– Bueno, no crea usted -dijo Duarte-. Sólo estaremos a treinta grados. Aquí puede hacer mucho peor. Y no vea tierra adentro, donde los de caqui. Dentro de un mes les echan humo los sesos. Y encima de eso, los moros.

Veiga no sentía demasiada inclinación hacia Duarte, pero le sabía buen conocedor de África. Llevaba cinco años navegando por aquella costa. Ya que lo tenía allí, al alférez le costó reprimir su curiosidad.

– Oye, Duarte. ¿Habías visto alguna como la del otro día?

Duarte hizo memoria.

– Quizá no. Si acaso, cuando estuve con las lanchas gasolineras, por la zona de Nador. Pero lo del otro día no tiene nada de extraordinario. Lo que pasa es que nosotros lo vernos a distancia, cuando lo vemos. Los de caqui las pasan mucho peor a menudo. Cuando se ponen, los moros son más malos que la sarna.

– ¿Y crees que seguirá el jaleo?

– Desde luego que sí. Mientras no los machaquemos del todo. Hace más de veinte años que nos andan dando sinsabores. Cuando no es aquí, es allá. Claro que hay que comprender que nosotros queremos mandar en su tierra, y a cualquiera le revienta que otro intente eso.

– Tampoco es como lo dices. Representamos la autoridad del sultán.

– Precisamente, mi oficial. Esa gente se muere de hambre desde siempre. Y el sultán lo único que quiere es cobrarles impuestos. Pero como el sultán está a cientos de kilómetros, aprovechan y dicen que se los pague su padre. Así que ahora venimos nosotros en plan de recaudadores. Mientras les demos de comer y rémingtons, fingen que nos hacen caso. Pero en cuanto les volvemos la espalda nos clavan la gumía. Como debe ser.

Veiga supuso que al menos debía poner mal gesto.

– No sé si debería consentirte esos comentarios, Duarte.

– Usted perdone, mi oficial -se apresuró a rectificar Duarte-. Mi madre me lo decía siempre: el sol me altera la cabeza.

Veiga acudió a hacer su turno en el puente. Era, con mucho, la sensación que prefería. Le gustaba ver la proa del buque abriendo en dos el lomo azul profundo de la mar. Hasta le gustaba ver los cañones apuntando al horizonte. Veiga se había hecho marino porque había nacido en una tierra y una familia de marinos, y se había hecho marino de guerra por algo más que la tradición familiar. Todos los barcos ejercían en él una atracción irresistible, pero nada podía compararse a un buque de guerra. Incluso el Laya, que era un barco más bien modesto, se le antojaba de una hermosura sin igual. Veiga era un individuo afortunado, porque no sólo tenía unas convicciones arraigadas y una pasión indiscutible, sino que además sentía que había conseguido vivir conforme a ellas, honrándolas y recibiendo la recompensa que ellas le guardaban. También era muy joven, y en sus labios la miel todavía sabía a miel. Duarte, que le observaba a distancia, cruzaba apuestas consigo mismo acerca del momento en que el paladar empezaría a amargarle; pero acaso se equivocaba. Acaso Veiga fuera de los que, de confabularse adecuadamente las circunstancias, podían morir en la misma ilusión en que habían nacido.

Seguía el alférez allí, en el puente, curando avistaron la playa de Sidi Dris. Llegaron a media tarde. Sobre la posición ondeaba la bandera, en lo alto de un mástil que había resistido el ataque reciente. Hacia la izquierda se veía la achatada silueta blanca del morabo, la tumba del santón musulmán que daba nombre al lugar. Cuando se hubieron acercado lo suficiente, el barco redujo la marcha. El rumor de las máquinas fue bajando paulatinamente. Intercambiaron señales con la posición. El Comandante General estaba ya esperando al Alto Comisario, como por otra parte correspondía. Acusaron recibo y anunciaron que arriarían un bote para ir a buscarle.

Era costumbre que un oficial mandara el bote que había de recoger al Comandante General, y su condición de último de la lista le deparó a Veiga el honor. Con una decena de marineros y el contramaestre Duarte partió hacia la playa. La mar estaba como un plato, y desde su puesto en el bote Veiga vio cómo la tierra amarilla de África se acercaba plácidamente. De la posición no llegaba ningún ruido. Veía a la gente que estaba en la playa, y a los artilleros afanándose alrededor de los cañones. No como tres días atrás, en labores de combate, sino a ese ritmo más pausado y perezoso del entretenimiento rutinario. Hacia el morabo distinguió a alguno de los moros que venían a orar o a ponerle ofrendas al santón. Si no hubiera sido por la guerra, habríase dicho que Sidi Dris era un tranquilo lugar de reposo.

Al llegar a la playa, Veiga saltó el primero del bote y se cuadró ante el Comandante General.

– A la orden de vuecencia, mi general.

– Buenas tardes -repuso el Comandante General, sin mucho entusiasmo. Era un sujeto de aire imponente, como un luchador de feria. Su bigotazo frondoso, lejos del afilamiento del que lucía el Alto Comisario, reforzaba esa sensación de alguien que acostumbraba a embestir los problemas, antes que consentir la debilidad de pensar la mejor forma de resolverlos. Muchos de sus hombres le respetaban porque no le importaba visitar las posiciones de vanguardia y andar cerca del fregado; de hecho, ésa era la razón de que se encontrara con el Alto Comisario en aguas de Sidi Dris, en la misma línea del frente. Otros le censuraban que debajo de sus modales aparentemente confianzudos saltara con frecuencia un talante desabrido y autoritario.

El Comandante General dejó en tierra a casi todo su estado mayor y subió al bote sin más compañía que su ayudante y uno de sus más estrechos colaboradores, el coronel Morán. Al retirarse el bote de la orilla, Veiga asistió levemente conmovido a la resignación de aquellos hombres de uniforme polvoriento que quedaban en la playa, forzosos seguidores del luchador incansable al que se llevaba como pasajero. Entre ellos le llamó la atención el comandante de Sidi Dris, un hombre de aspecto amargado que parecía empequeñecido entre los demás oficiales y jefes. Seguramente le sucedía como a la tripulación del Laya: en cierto modo, debía desear que llegara el momento en que volvieran a dejarle solo, para poder disponer otra vez de su humilde posición sin el estorbo de tanto jefe y tanto general.

Recorrieron la distancia entre la playa y el barco sin que nadie pronunciara palabra. No lo hizo el Comandante General, con la ceñuda mirada fija en la costa. Tampoco habló el coronel Morán, que miraba igualmente la costa, aunque sin ceño. Veiga observó de reojo al coronel. Era famoso en toda Melilla como uno de los mejores conocedores de la idiosincrasia de los moros. En su calidad de jefe de la Oficina de Asuntos Indígenas, trataba con sus caídes a diario, incluso se decía que había desembarcado varias veces en la bahía para tratar de atraerse a las tribus que estaban más reacias a colaborar con los europeos. Hablaba su lengua y sabía ganarse su confianza, de la única forma en que eso podía hacerse: combinando las promesas y las advertencias con una exquisita habilidad. Era paradójico que tuviera que servir a las órdenes del Comandante General, para quien todas las negociaciones venían a ser una pérdida de tiempo, tolerable sólo en caso de que no pudiera enviarse una división a despejar el panorama. En opinión del general, ninguna charla era más eficaz que una buena remesa de cañonazos.