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Mientras regresaba hacia su tienda, Molina dejó a un lado sus recuerdos y se concentró en lo que le había contado Haddú. Según las noticias oficiales, lo de Sidi Dris había sido una gran victoria, un correctivo ejemplar para la osadía de los moros rebeldes. De la posición ganada y perdida en el mismo día, en cambio, no se informaba mucho. Molina no creía que aquella política, la de dar la espalda a la verdad, sirviera para mucho. No convenía asustar a la gente, pero quizá convenía menos que siguieran creyendo que estaban tan seguros como si aquello fuera la provincia de Albacete.

Y es que la vida en Afrau, a unos veinte kilómetros de la línea del frente teórico, tendía con facilidad a la rutina y al aburrimiento. Los soldados francos de servicio sesteaban aquí y allá, durante horas. Salvo jugar a los naipes hasta hartarse y beber resignados el vino aguado y con sabor a sulfato de cobre que se servía en la cantina, no era mucho lo que podían hacer. El tedio era tanto que incluso se contagiaba a las descubiertas, pese al siempre posible riesgo de ser tiroteados. Afrau estaba emplazada en el territorio de una tribu pacificada, pero nunca podía descartarse que un incontrolado o una partida de moros de alguna tribu limítrofe y no tan sumisa decidiera hacer acto de presencia para dar una sorpresa. A Molina le costaba convencer a sus hombres, veteranos o inexpertos, de la importancia de mantener férreamente el orden de combate cuando le tocaba salir en la diaria protección de la aguada. Como la mayoría de las posiciones, Afrau no tenía agua y era preciso ir todos los días a buscarla a un pozo distante unos dos kilómetros.

Aquella tarde, casi todos los soldados dormitaban en las tiendas, como cualquier otra tarde. En Afrau había unos ciento sesenta hombres, pero apenas se oía un ruido. De pronto, Molina escuchó unos gritos enfurecidos:

– Me cago en el puto mono. Otra vez.

Los gritos provenían de una de las tiendas más próximas a las dos piezas de artillería con que contaba la posición. Allí era donde estaba la tienda de los sargentos, entre ellos el propio Molina, y la de los oficiales.

– Ya está, ya se te ha acabado el chollo, bicho de mierda. Dónde estás, cabrón, que te voy a matar.

Sonó el inconfundible ruido de una pistola al ser montada, y en la abertura de la tienda de los oficiales apareció el teniente que mandaba la sección de ametralladoras. Estaba hecho un basilisco.

Molina, temiéndose lo que había sucedido, se acercó.

– A sus órdenes, mi teniente -dijo, cachazudo-. ¿Qué ha pasado?

– El maricón del mono ha vuelto a revolverme la maleta para quitarme el librillo de papel de fumar -respondió el teniente, mientras buscaba desencajado con la mirada, en todas direcciones-. De eso ya estoy hasta las pelotas, pero esta vez el hijo de la gran puta me lo ha dejado todo perdido. Eh, allí está.

Molina miró hacia donde señalaba el teniente. El mono, al que todos llamaban Luisito, estaba sentado en lo alto de una tienda con el librillo de papel de fumar del teniente en la mano. Era un mono chico de rostro perverso, y se daba la circunstancia de que en aquellos librillos encontraba su pasatiempo favorito. Le encantaba ir arrancando todas las hojitas de papel y dejarlas caer como pétalos arrastrados por el viento. Si se aplicaba, era capaz de hacerlo a una velocidad pasmosa. Algunos soldados, atraídos por las voces, habían salido y observaban divertidos la escena. Los más imprudentes se reían a carcajadas, como era costumbre con las pifias del mono.

– Aprovechad para reíros, porque es la última vez juró encolerizado el teniente, mientras le apuntaba.

– Mi teniente -dijo Molina, sujetándole el brazo.

– Déjame en paz, Molina. He dicho que me lo cargo y me lo voy a cargar.

– Piénselo, mi teniente. No es más que un animal. Qué gana usted. Mire que ese bichillo es casi la única diversión que tienen estos hombres.

– A mi costa -rezongó el teniente.

– Y a la mía, y a la de cualquiera. Deje que se rían un poco. Los tenemos aquí tres años, sin ver a sus madres y comidos de liendres. Ya que no pueden protestar, no les mate usted al mono, mi teniente.

Ningún sargento que no fuera Molina se habría atrevido a decirle aquello y así al teniente. Pero mientras le sujetaba le miraba a los ojos, y el teniente sabía, como los demás oficiales, que Molina era un sargento curtido y de buen seso. De repente se sintió avergonzado y bajó el arma.

– Pasa por esta vez, Molina -dijo-. Pero vigila que ese bicho asqueroso no vuelva a meterse en mi tienda.

– Lo haré, mi teniente -asintió Molina. Sólo tenía veintisiete años, pero a veces se sentía el padre de aquellos oficiales sin experiencia que llegaban de la academia con la única idea de hacer valer sus estrellas a toda costa. Aquel teniente, sin ir más lejos, sólo llevaba cuatro meses en África, y aún no había tenido ocasión de probar su valía allí donde Molina sentía que quedaba al descubierto la pasta de la que cada uno estaba hecho.

Molina se acercó a la tienda a la que estaba encaramado el mono.

– Baja aquí, Luisito.

El mono terminó de deshojar el librillo y se tiró de un salto al hombro de Molina. El animal era de todos y de nadie, pero por alguna razón le había cogido un especial afecto al sargento. A Molina también le caía bien el mono, quizá por aquella mezcla de astucia y mala leche que tenía.

– Eres un gilipollas -le dijo.

El mono exhibió los incisivos, entre farruco y risueño. Lo entendía todo y no olvidaba una ofensa. Un día, Molina lo vio venir completamente blanco de harina, gruñendo y enseñando los dientes a diestro y siniestro. Desde entonces, siempre que pasaba uno de los panaderos, se iba hacia él, le tiraba de los faldones y mostraba su dentadura apretada alternativamente a Molina y al panadero. Al fin el sargento resolvió indagar y averiguó que los panaderos, hartos de que el mono les robara chuscos, habían escondido uno en un saco de harina, y cuando el mono se había metido a buscarlo habían cerrado el saco y le habían dado una somanta ejemplar. Pero aquella era sólo una de las mil historias de Luisito. A Molina le pasaba como le había dicho al teniente, que el mono le alegraba la vida. Por un momento pensó en la posibilidad de que aquel mozalbete nervioso hubiera cumplido su amenaza. Pero en fin, se dijo, para qué perder el tiempo con imaginaciones. Molina acarició el lomo del mono con cuidado, porque ni siquiera él estaba libre de sus mordiscos, y optó por dirigir sus pasos hacia la cantina.

A esas horas solía encontrarse allí con los cabos. Entre ellos había uno, llegado el año anterior, con el que había tomado cierta confianza. Era de Madrid y se llamaba Amador. La forma en que se habían conocido había marcado en cierto modo la relación que se había establecido entre ambos. Había sido en Dar Quebdani, la población principal de aquel territorio. Molina estaba en la cantina con otro par de sargentos cuando de pronto se fijó en un incidente que tenía lugar al otro lado de la barra. Al parecer se había organizado una pelea. Uno de los contendientes era un moro joven, hijo de uno de los notables de la tribu. Su padre tenía grandes influencias entre los mandos, por los servicios prestados en el sometimiento de la zona. El otro, casi arrinconado contra la pared, era un cabo con pinta de nuevo. El moro, un individuo corpulento y fanfarrón, le empujaba y se burlaba de él. El cabo no era muy robusto y parecía a la vez demasiado sorprendido y asustado para reaccionar. Molina se acercó y se interpuso entre ambos. Le espetó al moro:

– ¿Quién eres tú para empujar a los cabos?

– ¿Y quién ser tú, sargentito? -repuso el moro, despectivo.

Aunque Molina no era de gran estatura, lo suplía con decisión. Cogió al moro del pescuezo y lo arrastró hasta la calle. El otro intentó resistirse, pero Molina tiraba de él con fuerza y le llevaba la ventaja de la iniciativa. Sin embargo, en cuanto le soltó, el otro intentó revolverse.

– Piénsatelo -le desafió Molina.

En ese instante apareció el cabo, furioso y con el machete desenvainado. Quería dar atropellada suelta a la rabia que se había tragado antes. Molina, sin dejar de encarar al moro, le retuvo.

– Guarda el hierro, chaval, no vayas a hacerte daño. Esto ya se acabó.

Y dándole la espalda a su oponente, se llevó al cabo de allí. Aquel cabo era Amador, y cuando estuvieron lejos del local, Molina le dijo:

– No saques el machete con un moro si no vas a matarlo. A ese moro ni tú ni yo podemos hacerle nada, así que más vale no perder el tiempo. Pero eso no quiere decir que haya que aguantarle todo. ¿Entiendes?

Amador seguía aturdido. No encajaba bien en aquel lugar, donde había que decidir deprisa el ataque y la retirada, y donde la duda era sancionada con brutal severidad. Amador tendía a la melancolía, y hasta tenía vagas inquietudes intelectuales. Sólo acertó a decir:

– Gracias, mi sargento.

Desde aquella tarde en Dar Quebdani, Molina tomó a Amador bajo su protección, y el cabo guardó gratitud al sargento. Amador procuraba aprender de Molina todo lo necesario para sobrevivir en África, y Molina encontró en el cabo a alguien con quien departir en las largas tardes del campamento. Amador era instruido y a Molina le gustaba su sentido común, aunque muchas de sus ideas le resultaban inmaduras. Una tarde, Amador le confesó que era socialista y militaba en el sindicato de oficios varios de la UGT Titubeó al revelarlo, pero Molina sólo dijo, con su tono rural y sentencioso:

– Yo sé poco de política. Procuro saber lo que es justo, nada más. Eso, mal o bien, se sabe siempre, aquí y en Estambul.

Luego los habían destinado a los dos a la posición de Afrau, y allí llevaban ya cuatro meses. Molina había aleccionado a Amador en la táctica militar, no en la de los libros que el madrileño había podido estudiar en el curso de cabo, sino en la del terreno, la que al sargento le había enseñado África. Ahora Amador era el cabo preferido de Molina para las descubiertas.

Al entrar en la cantina de la posición de Afrau, pintada en el chillón color rojo de todas las cantinas de aquel ejército, Molina respiró con desgana su olor pesado y mugriento. Luisito se escurrió hasta el suelo y emprendió una carrera con rumbo desconocido. El cantinero, un civil sucio y obeso, y lo bastante ansioso de dinero como para aceptar ganarlo en aquel lugar dejado de la mano de Dios, saludó a Molina con aire servil:

– Buenas tardes, mi sargento.

El cantinero sólo anteponía el «mi» a los oficiales y a Molina. Ni siquiera el suboficial que estaba destinado a la posición, con quien tenía negocios que Molina prefería ignorar, se beneficiaba de aquel tratamiento. El cantinero sabía que Molina no le apreciaba y que todos respetaban a aquel sargento veterano, así que guardarle esas formas era una manera de mantener cautamente la distancia.