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Molina observó la lata de caballa. Era todo un símbolo de la cantina. De ella cogía el cantinero las únicas tapas que daba a la tropa. Clavaba el tenedor en el pescado reseco, lo ofrecía al pedigüeño y decía:

– Embarca.

El cliente abría la boca y el cantinero le metía en ella el tenedor con el cacho de caballa. Con eso se ahorraba platos que lavar, y el mismo tiro le servía para matar otro pájaro: aquella caballa salada y revenida estimulaba la sed y hacía perdonar el bautizo sistemático del vino.

Amador le hizo señas desde una mesa. Estaba con otro cabo, que a Molina no le caía tan bien. El sargento ordenó al cantinero, esquivando su cara:

– Me pones un vaso.

Y echó a andar sin prisa hacia donde estaba Amador. Se sentó junto a él y frente al otro cabo. El cantinero le trajo el vaso al cabo de medio minuto. Molina bebió un sorbo pequeño, sin paladearlo.

– Ha estado por aquí Haddú -le dijo a Amador, con voz sombría.

– ¿Algo no marcha bien, mi sargento? -se interesó el otro cabo.

– Esto es una guerra, González -se mofó Molina-. Lo normal es que algo no marche bien. Si no, sería una verbena.

– ¿Sabe algo de lo de Sidi Dris? -preguntó Amador.

– No sólo de eso. Parece que hay una harka importante al otro lado de las montañas. Cientos, dice Haddú.

– Tampoco se lo tome al pie de la letra, mi sargento -intervino González, a quien el vino soltaba la lengua-. Los moros exageran siempre.

Molina se quedó contemplando en silencio a González, pero al final prefirió pasar por alto aquel comentario.

– Antes de atacar Sidi Dris tomaron una posición que acabábamos de fortificar. Dice Haddú que se hicieron con una batería.

– Joder, eso sí que es una contrariedad -constató Amador.

– Se supone que no tienen artilleros y que no saben manejar los cañones, pero acabarán aprendiendo -temió Molina-. En todo caso, voy al asunto. Me huelo que se nos han terminado las vacaciones. A partir de ahora, habrá que estar más atentos que nunca. Ya podéis ir tomando nota.

– Pero mi sargento, si el frente está a veinte kilómetros -protestó González.

– En este país nada está lejos, cabo: Nosotros estamos aquí quietos, pero ellos van y vienen. Ésta es su tierra y también es suya la noche, cuando nosotros dormimos detrás de nuestros parapetos. Si un día deciden venir a cascarnos, vendrán antes de que queramos darnos cuenta.

Amador pensó con inquietud en la situación que el sargento sugería. Las noticias de Sidi Dris, una posición costera como Afrau, le habían producido una fuerte impresión. Se imaginaba a los moros disparándoles desde las montañas, cortándoles toda posible retirada y obligándoles a resistir de espaldas al mar. Siempre decían que la Ar mada vendría a rescatarlos en caso de apuro, pero no sería fácil salvarse si tenían que bajar a la playa bajo el fuego.

– ¿Qué cree que se proponían, mi sargento? -preguntó, con ansiedad.

Molina respiró hondo y bebió otro sorbo antes de contestar.

– Creo que probaban nuestras fuerzas. Y creo que hemos fallado.

En ese momento, se desató un ruido de cristales rotos detrás de la barra. Acto seguido se oyó al cantinero renegar:

– Maldita sea tu estampa, bestia del demonio.

Un par de segundos después, Luisito atravesó la cantina como una exhalación y se perdió entre las tiendas. Todos se rieron, incluso Molina.

– Ya se lo dije al teniente. Hace demasiado calor, el vino es infame y la harka anda al acecho. Pero por lo menos tenemos al mono.