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4 Talilit

LA CONQUISTA

La columna partió al rayar el alba. Los jefes, con criterio encomiable, consideraron que los hombres merecían el beneficio de hacer la peor parte de la faena antes de que el sol estuviera demasiado alto y hasta las moscas se aplastaran a la sombra de las chumberas. Pese a ello, a los quince minutos de marcha por aquellos andurriales infames, Andreu empezó a notar cómo el sudor resbalaba por su espalda. El, como el resto de los hombres de su sección, llevaba encima todo el equipo individual. Si las cosas salían según lo previsto, para él y para sus compañeros aquel viaje sería sólo de ida. Desde un recodo del camino se volvió a contemplar la imagen ya familiar de Sidi Dris, suspendida sobre la neblina matinal que difuminaba el mar. Durante semanas le había parecido un agujero miserable, pero comparado con el lugar donde a partir de aquel día iba a vivir podía considerarse un palacio. Por lo pronto, el lugar donde a partir de aquel día iba a vivir ni siquiera existía aún, aunque ya tenía nombre: Talilit. Lo que les tocaba aquella mañana era tomarlo y construirlo, y llenar aquel nombre, hasta entonces vacío, con la tristona decoración de una posición militar de vanguardia: las defensas exiguas, las tiendas cónicas y polvorientas, los soldados asustados.

El movimiento táctico, aunque a Andreu eso no le interesaba mucho ahora, había sido diseñado con relativa competencia. Desde el campamento general había partido poco antes del amanecer otra columna, con la que establecería contacto la de Sidi Dris a los pies de Talilit. Desde ambos flancos progresarían en pinza sobre la cota, batiendo siempre el frente donde podía surgir hipotéticamente alguna oposición. Una vez tomada la cota, se desplegarían las avanzadillas y comenzaría el trabajo de los ingenieros. En realidad era una rutina archisabida, repetida decenas de veces por los europeos en decenas de lomas Africanas, sobre todo en aquella tierra montañosa, donde la obsesión del guerrero venía siendo, desde hacía muchos siglos, ocupar una posición más alta que la de su adversario. Para los montañeses, nada había más placentero que hostigar desde arriba a los intrusos, dominándolos en todo momento y forzándolos a reptar por los desfiladeros.

Sin embargo, para Andreu y para muchos de sus compañeros, aquélla era la primera vez. Nunca antes habían marchado así por los caminos de África, con la misión de abrirse paso y conquistar un pedazo de aquel territorio levantisco. Hasta entonces no habían conocido más que el interminable sopor de la guarnición y el pavor fugaz e insólito de haber permanecido asediados durante el fallido asalto a Sidi Dris. Pero caminar entre aquellos montes era una sensación bien diferente. A Andreu, que había pasado casi toda su vida en una ciudad, le impresionaba el campo Africano. Le impresionaban sus formas quebradas, sus colores implacables, sus olores recios como vergajazos. Avanzando entre todos aquellos estímulos poderosos, y aunque fuera acompañado de cientos de hombres, se sentía expuesto y a merced de todos los peligros. Si lo pensaba, quienes con él marchaban y él mismo no eran más que un puñado de desgraciados sosteniendo el empeño risible de querer imponerse a aquel país arduo y cruel. Quizá por eso, porque todos eran conscientes de la vanidad del intento y sentían la misma inquietud por su suerte, la columna se movía en un espeso silencio, sólo roto por el arrastrar de pies y el ruido laborioso de las caballerías y la impedimenta.

Ni siquiera quienes ya habían vivido aquello, o ellos menos que nadie, tenían el ánimo para fiestas. Naturalmente, siempre había excepciones, y a medida que la luz se fue haciendo más viva, algunos se sintieron lo bastante expansivos como para empezar incluso a hacer bromas. Uno de éstos era Rosales, cabo y veterano que había intimado con Andreu desde la noche en que estando ambos de guardia el moro había degollado al pobre Pulido. También él iba a quedarse en Talilit, y la idea le gustaba, decía, tanto como comerse una mierda de mulo. Pero se esforzaba por conservar el humor.

– Vaya jeta fúnebre, catalán -se burló, dándole una palmada a Andreu.

– Bueno -contestó Andreu, gravemente-. Ojalá me confunda, pero me da que vamos más de funeral que de bautizo.

– No jodas, Andreu. No me empieces como Pulido, que ya viste que el que la mienta se la termina echando encima. Esto es más ruido que nueces, ya lo vas a ver. Me apuesto contigo unas suculentas sardinas de intendencia a que llegamos a ese Talilit o como se llame, montamos un espectáculo de cojones y no aparece ni un solo moro. Como unas maniobras. Fijo, tú.

– Ojalá, te digo.

– Pues claro, hombre. Te voy a contar un secreto sobre los mojames, que sólo lo saben los que se las han pelado con ellos un par de veces por lo menos. No esperes que ninguno se te ponga delante cuando estás atacando, con los cañones y las ametralladoras y todo este follón que llevamos. Entonces se quedan retrepados en sus agujeros, mirando hasta dónde llegas, y si llegas mucho, ellos se van más atrás. Cuando la cagas con ellos es cuando te quedas a esperarlos. Porque los muy maricones siempre esperan a que tú dejes de esperar y entonces te la dan. En realidad, sólo hay una cosa peor.

A Rosales se le había enfriado súbitamente la sonrisa. Andreu no tenía costumbre de quedarse a medias, y le preguntó:

– ¿Qué cosa?

Rosales meneó la cabeza, antes de responder.

– Lo peor con los mojamés, catalán, es cuando les das la espalda. La retirada, el repliegue, salir de naja, como leche quieras llamarlo. Y si lo haces sin organizarte, entonces estás listo.

– ¿Lo dices por experiencia?

– No te lo voy a contar ahora. Fue por la zona de Dar Dríus, hace bastante. La verdad es que prefiero olvidarlo, compañero. Sólo te digo una cosa: no les des la espalda nunca. Si te ves mal, aguanta hasta el penúltimo cartucho, y el último te lo gastas en los sesos. Ese favor que te harás.

Andreu se quedó meditando sobre las palabras de Rosales, con un aire tan serio que el cabo se sintió un poco culpable.

– Pero eso será cualquier otro día, si es -volvió a animarle-. Hoy prepárate sólo para oír tracas de feria. Además, nunca te olvides de que la peor parte se la comen los policías y los regulares, que para eso los tenemos.

Llegaron a las inmediaciones de Talilit bastante temprano, y poco después avistaron la otra columna. Todo parecía despejado. A lo lejos, entre las lomas, se veían las aplastadas casas del aduar. Al principio había poco movimiento, pero la llegada de la columna hizo salir de ellas a alguna gente. Vieron a varias mujeres, que se escondieron en seguida, y después, más cautelosos y desafiantes, a algunos hombres armados. Los jefes de ambas columnas deliberaron brevemente. Se discutió el emplazamiento de las baterías de montaña y se decidieron las líneas de ataque. Sobre la cota que estaba destinada a acoger la posición se había podido ver a algunos elementos presumiblemente hostiles. Teniendo en cuenta todas las circunstancias, se arbitraron las disposiciones pertinentes. Andreu, como el resto de los soldados, aguardaba órdenes. Se fijó en un grupo de regulares que también esperaban a una cincuentena de metros de donde él se hallaba. Estaban tranquilos como ninguno, como si estuvieran haciendo un alto en una excursión campestre. Eran indígenas alistados bajo la bandera de los europeos, como los policías, y se los empleaba intensivamente como tropa de choque. Se había empezado a hacerlo años atrás, después de una serie de escabechinas de europeos que habían terminado provocando enconadas broncas en las Cortes y hasta una huelga revolucionaria. Para paliar el ya amplio descontento popular con aquella guerra, se había puesto en marcha la recluta sistemática de aquellas tropas indígenas, a las que siempre se les adjudicaba el trabajo sucio. Muchos oficiales protestaban por ello, porque creían que eso devaluaba a las tropas europeas, reduciéndolas a labores de guarnición e inutilizándolas para el verdadero combate. Los soldados, menos comprometidos con la causa, no lo veían tan mal.

Emplazaron las baterías, mientras los regulares y los policías iniciaban el despliegue. Andreu y los de su sección se quedaron junto a un destacamento de artilleros. Los veía sudar para poner las piezas en situación, mientras él se limitaba a sujetar el fusil, con otro tipo de sudor en sus manos. No tenía ninguna gana de trepar por la ladera, pero era un hombre de acción y algo le crujía en el interior al ver a otros corriendo el riesgo o dando el callo mientras él simplemente se quedaba a verlas venir. Siempre le había gustado estar en primera línea, allí donde las daban y las tomaban. Pero si se paraba a reflexionar, ahora, aunque sentía la vergüenza de estar emboscado, no era el impulso de dejar de estarlo tan firme como cuando se jugaba la piel en Barcelona. Allí estaba en su elemento, y hasta los adoquines de la calle obedecían a su bravura y a su ambición. África, en cambio, era de ellos, de los flacos hombres de pardo que los vigilaban desde lo alto.

No obstante, cuando los cañones comenzaron a rugir, habríase dicho que aquellos hombres no eran más que un puñado de miserables hormigas pisoteadas por un elefante. Primero las baterías machacaron la altura de Talilit, forzando a esfumarse a los pocos infelices que habían pretendido resistir o sólo fanfarronear desde allí. Después clarearon el frente, y para rematar dispersaron de forma fulminante a los grupos de hombres armados que se divisaban en las proximidades del aduar. De paso que los dispersaban deshicieron varias de las casas, pero al oficial de artillería que mandaba el destacamento junto al que paraba Andreu no pareció preocuparle demasiado. Cuando el sargento que estaba al cargo de una de las piezas sugirió que debían afinar un poco la puntería, para no darles a las casas, el oficial, un teniente rubio con acento sevillano, soltó una carcajada y dijo:

– ¿Para qué? Tira al bulto, como si apedrearas a un perro. Más que nada, se trata de que se enteren de que más les vale no darnos por culo.

Andreu observó cuidadosamente al teniente. Era espigado y desenvuelto, con todo el aire de un señorito andaluz; uno de esos que ya están dispuestos a hacer valer su desparpajo en cualquier plaza antes de levantar tres palmos de la arena. Este no tendría mucho más de veinte años. Decían que de todos los oficiales, los de artillería, casi por encima de los de caballería, eran los más chulos. Tenían el hábito de ver correr a los pobres infantes bajo el fuego de sus piezas, y nunca sentían de cerca los estragos que provocaban sus máquinas. Era algo que pasaba siempre en otra parte, a una distancia que lo volvía todo pequeño y un poco tragicómico. Andreu sopesó, soñador, la posibilidad de que el teniente se viera forzado a un cuerpo a cuerpo con alguno de los harqueños. Y se dijo (pero acaso era la mala leche de estar esperando bajo el sol para subir a aquella cota) que si alguna vez se lo encontraba en un trance así, le iba a ayudar su padre, al teniente. Ya podía dar gracias si no se echaba el fusil a la cara para abreviarle la chapuza al moro.