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5 Afrau

AÑORANZAS NOCTURNAS

La noche estaba clara y tranquila sobre el recinto de Afrau. El cielo se veía tachonado de estrellas y del mar llegaba, enredado en la brisa, un rumor de olas. No soplaba muy intensa, la brisa, pero aflojaba el calor que los hombres tenían pegado a la piel con la misma saña que los piojos. Eran una cosa seria, los piojos de África. Los soldados procuraban mudarse a menudo y la ropa la lavaban con agua hirviendo, pero no había forma. Aunque el agua caliente matara a algunos, cuando recogían la camisa de la cuerda donde la habían puesto a secar volvía a estar comida por la piojera. Algunos se rascaban todo el tiempo, otros cazaban los que podían y los achicharraban para vengarse. Los más procuraban solamente soportar el suplicio.

Molina estaba sentado junto a Amador, asomados ambos al frente del parapeto que daba al mar. Algunas noches, cuando el bochorno no les dejaba conciliar el sueño, el cabo y él se reunían a charlar allí. Muchas veces les daban las dos de la mañana, pero no les importaba. Cuando la noche venía brava nadie conseguía dormirse antes de esa hora, lo quisiera o no.

Aquella noche tenían abundancia de noticias para comentar. Después de los dos zarpazos recibidos a primeros de mes, parecía que el mando había tomado la decisión de enviarle una advertencia al enemigo. Se había tomado la cota de Igueriben, donde se había establecido una posición importante que debía proteger el extremo sur del frente. Se había hecho con gran demostración de fuerza y alguna oposición, pero el resultado era espléndido. A continuación le había tocado el turno a otro monte llamado Talilit. En esta ocasión había habido menos dificultades. La nueva posición de Talilit cerraba el camino hacia Afrau, por lo que la conquista había sido recibida allí con alborozo. Con aquella acción, el frente estaba más consolidado y Afrau era más retaguardia que antes. Las informaciones que llegaban a Afrau al respecto eran tan optimistas como pormenorizadas; demasiado como para no despertar el recelo de Molina:

– Alguien cree que necesitamos buenas noticias.

– Natural, mi sargento -apuntó Amador.

– No digo que no sea natural. Digo que sólo nos enteramos tan rápido y tan bien cuando todo sale a pedir de boca, o cuando lo parece.

– ¿Lo parece? Son dos golpes en un par de días. No es poca cosa.

– No seas inocente, Amador. Lo de Igueriben y lo de Talilit son puras maniobras defensivas. No avanzamos un paso.

– Pero mejoramos la línea.

– Eso es lo que nos dicen. No he ido a ninguna academia y no sé más táctica de infantería que la de la sección, que es todo lo que puedo llegar a mandar. Pero a veces me da el pálpito de que no es bueno tener tantas posiciones. Más nos valdría tener sólo cuatro o cinco, pero fuertes de veras.

– A nosotros nos viene bien, en todo caso. -¿Por qué?

– Por Talilit. Les cierra el paso para llegar hasta aquí. Molina sonrió imperceptiblemente.

– Menos mal que eres un revolucionario, cabo. Te lo tragas todo.

Amador se ofendió un poco, en parte porque Molina ridiculizara sus ideas políticas y en parte porque insistiera en afearle su candor. El sargento se dio cuenta y le arreó una palmada cariñosa en la nuca.

– Perdona, hombre. Todos queremos creer lo que nos sosiega. Incluso yo quiero creerlo. El problema es que aquí, en África, eso del frente es una ilusión, como ya te he dicho muchas veces. Cada parapeto y cada posición es el frente, porque a cualquiera puede tocarle una de plomo mañana mismo. Además, ¿qué te crees que tenemos en Talilit para defendernos tanto?

– Una compañía, por lo menos.

– Una compañía -repitió Molina, escéptico-. Ciento y pico soldaditos atontados y muertos de ganas de coger un permiso.

– Algo harían.

– Pues claro, Amador. Son ciento y pico hombres con vergüenza, a pesar de todo. Pero si lo que tienen que parar es más fuerte que ellos, sólo pueden dejarse matar o salir corriendo. No hay más.

Amador meneó la cabeza, desesperado.

– Joder, mi sargento, con usted no hay manera de animarse.

– ¿Y para qué quieres animarte? Lo que tienes que hacer es salvar la pelleja y volver a pasearte por la Puerta del Sol, criatura.

Amador se rió. Molina era uno de los sujetos menos chistosos que nunca se había echado a la cara. Y sin embargo, y quizá contra su misma intención, el sargento tenía a veces un gracejo singular. Al menos a Amador se lo parecía. Era aquel fatalismo flemático, aquel mirar las cosas como si nunca fueran con él, con un aplomo infatigable.

– La Puerta del Sol -añoró Amador, al cabo de un rato-. Allí estarán pasándolo bien, ahora. Y mejor que se lo pasarán por la mañana, mientras debaten delante de un cafelito las noticias de la guerra. Esta que a nosotros nos toca comernos aquí, con su bacalao rancio y sus piojos.

– ¿Se debate tanto, la guerra?

– En Madrid, todo el tiempo. Uno compra el periódico y lo leen catorce. Y los catorce tienen opinión, cual si todos fueran generales desaprovechados. Algunos dicen que hay que retirarse, otros que hay que mandar tres divisiones más. Como si las divisiones salieran de la misma máquina que los billetes de banco. Lo que todos tienen en común es una ignorancia enorme de lo que ocurre aquí. Nadie les cuenta esto. Ni siquiera los que vuelven. Los que vuelven se quedan callados, o inventan mentiras aparatosas. Nunca oí que nadie contara lo muchísimo que nos aburrimos, por ejemplo.

– ¿Tú lo contarías?

– Qué sé yo. Si vuelvo, creo que me dedicaré sobre todo a mis asuntos, que es lo único a lo que uno puede dedicarse sin que le pese.

– No me dirás que vas a dejar eso del sindicato.

– Dejarlo, no. Vine socialista y si vuelvo me iré más socialista todavía, porque no he visto a ningún rico por aquí. Pero míreme, mi sargento, tengo veintidós años y una mano detrás y otra delante. Tenía un mal empleo, y ni eso pude conservar. Un buen día me dijeron que ya estaba, que me iba tres años a África. Fue como si me dijeran «chúpate esa, a ver si te las apañas». Pues le juro que si me las apaño, mi sargento, lo primero que hago es dejar de ser un desgraciado. Luego ya buscaré la justicia social.

Molina chasqueó la lengua.

– Yo nunca he sido socialista, Amador -dijo, midiendo las palabras-. Pero tampoco he sido nunca rico. Y cuando lo pienso, me parece que es lástima que los pobres pasemos tanto trabajo para asomar la nariz y poder respirar. Tanto nos cuesta lo poco que nos toca, que nos hacemos todavía más egoístas que los ricos. Bien que te comprendo, de todas formas. También yo he tenido la sensación de hacer el primo, alguna vez.

Aquella confesión, inusual en Molina, excitó el interés de Amador.

– ¿Ah, sí? ¿Y cuándo fue eso?

– No lo vas a creer -dudó Molina, antes de lanzarse-. Fue en el pueblo. Un día el señorito de uno de los cortijos nos contrató a unos treinta, para que escardáramos el trigo. Nos dimos una paliza de órdago, porque nos habían prometido una prima si nos las arreglábamos para acabar en el día. Y acabamos. Pero resulta que cuando vamos a reclamar el jornal apalabrado, con la prima, el mayoral de la finca va y nos dice que nanay, que de la prima nada. Bueno, nos dijo que volviéramos otro día, lo que viene a ser la misma cosa. Tenías que haber visto la escena. Treinta hombres hechos y derechos, dándose la vuelta resignados a no cobrar por haber trabajado como burros. Yo era un mocoso, diecisiete años tenía, todo lo más. Pero se me puso en las narices que eso no se quedaba así. Le dije al mayoral que si no nos pagaba nos llevábamos toda la herramienta. Que pensara el negocio que hacía, y que si le encartaba, mejor. Le aseguré que venderíamos todo y que algo sacaríamos; si había suerte, más incluso de lo que se nos debía. Por un momento los otros dudaron, pero al verme tan resuelto, apretaron los mangos y el mayoral temió que podíamos cumplir la amenaza. Al final nos pagaron, que dirás que era lo principal. El caso es que en adelante me costó mucho que nadie me empleara, mientras los otros, los que habían comido bien esa noche porque yo me había puesto torero, seguían faenando aquí y allá como si nada hubiera pasado. Lo que yo te cuente, cabo. Las perras corrompen, pero la miseria corrompe todavía más. Esa es la mala ley de la vida.

Amador asintió, asombrado.

– Perdone si le molesta -dijo-. Pero esa historia suya es socialismo práctico. Va a resultar más revolucionario que yo, mi sargento.

– Bueno, entonces era un chaval -le quitó importancia Molina-. Pero sí hay algo que sigo creyendo, entonces como ahora: que no se puede abusar de quien es más débil. Quien hace eso o lo consiente, ensucia el mundo. Ya me supongo que hay quien lo complica más, pero como yo no he leído demasiados libros, creo que con tener clara esa idea sobra para ser un hombre cabal. Si resulta que es socialismo, pues bendito sea. En el fondo, uno no elige cómo ve el mundo. Es algo que te sale, incluso sin quererlo.

Los centinelas dieron novedades. Sus voces sonaban cansadas y remisas, porque todos preferían estar tumbados en la tienda, aunque aquella noche no se pudiera dormir. Molina solía decirlo: uno no sabe lo que vale una cama, un vaso de agua fresca o un café caliente hasta que no le visten de soldado y le ponen a hacer de centinela. Y añadía:

– Mientras estás solo, en el puesto, susurrándole los miedos y los pecados a la noche que nunca te responde, te das cuenta de lo mucho que quieres lo que normalmente ni sabes que quieres. Hasta los más burros lo comprenden, que la única felicidad es tener justo eso que no tienen los centinelas. La libertad de dormir y beber y olvidarte de todo.

Pero a Amador y a Molina sus galones les salvaban de la condena de estar de centinelas y aquella noche preferían seguir velando, que era su forma de paladear su estrecho y preciado pedazo de libertad.

– ¿Qué es lo que echas más de menos, cabo? -preguntó Molina.

– La cerveza fría y los churros -respondió Amador, sin dudarlo un segundo-.Y también pasear por la Plaza Mayor de madrugada, cuando ya sólo queda el chusmerío. Lo hacía muchas veces. Me daba sensación de estar despierto cuando todos los demás dormían. Me gustaba, esa sensación.

– Aquí te falla. En África siempre hay alguien despierto, o muchos.

– ¿Y usted, mi sargento?

– ¿Yo?

– ¿Qué echa usted de menos?

Molina necesitó meditar. Aunque había cogido alguna confianza con Amador, siempre necesitaba meditar antes de contarle algo de su reducto íntimo. Y cuando se decidía lo hacía siempre con pudor.