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Amador recapacitó sobre las palabras del sargento. Según las ideas que había abrazado, Molina era uno de esos tontos útiles que siempre hacen falta para mantener la opresión. Un análisis racional llevaba a esa conclusión de forma casi inexorable. Con sus buenos sentimientos y su moral de sacrificio, Molina se convertía en una herramienta eficaz de quienes habían decidido repartirse aquel botín de África, ínfimo, pero botín al fin y al cabo. El inconveniente era que Amador, por la conjura de las circunstancias, no lo sopesaba todo desde la cómoda barrera de aquellos cafés de la Puerta del Sol. Ni siquiera desde la exaltación de las asambleas. Ahora estaba allí, en el parapeto de Afrau, entre el mar y los montes que se alzaban oscuros sobre las cabezas de un centenar de infelices aturdidos por el insomnio.

No lo podía negar, aunque chocara con sus convicciones: agradecía que también estuviera allí alguien como

Molina, y hasta agradecía que estuviera precisamente por las razones por las que estaba. De pronto sentía una amarga vergüenza por la superioridad con que le había juzgado. Se complacía en considerarse un partidario de la justicia social y contaba a Molina entre los esbirros, pero lo cierto era que nunca habría aceptado hacer por otro lo que Molina hacía. Aquella noche Amador percibía, acaso por primera vez, la paradoja confusa y débil de las creencias y la desconcertante contundencia de los actos. Se sentía tan lleno de contradicciones, que envidió al sargento, para quien todo era, o así parecía, debido y coherente. Ese era su don, y Amador comprendió que era algo que se tenía de nacimiento o no se tenía nunca.

– Perdone por lo que dije antes, mi sargento -murmuró.

– No pidas nunca perdón por decir lo que crees -le atajó Molina-.Y deja de tratarme con tanta ceremonia. Si esta noche no puedes tratarme de tú, no sé cuándo vas a hacerlo. Anda, échate otro cigarro.

Fumaron en silencio, Molina con un molesto sentimiento de desasosiego y Amador tratando de ordenar el revoltijo que había en su cabeza. Mhamed, el sargento que estaba al mando de la sección de policía indígena destacada en Afrau, salió de su tienda, apartada unos quince metros de donde ellos estaban. Por lo que se veía, tampoco podía dormir. Les saludó y ellos le devolvieron el saludo, sin excesivo énfasis. Molina no congeniaba mucho con él. Le parecía demasiado rastrero con los oficiales y hasta con él mismo.

– Espero que no se acerque -dijo.

Pero Mhamed estuvo un rato mirando hacia los montes y después volvió a meterse en su tienda. En ese momento, algo atrajo la atención de Amador.

– Eh, ¿qué es aquello? -preguntó.

Eran unas luces lejanas, más grandes y refulgentes de lo habitual. Estaban hacia la parte de Sidi Dris, en lo alto del macizo.

– Hogueras -dedujo Molina.

– ¿Y quién hace hogueras, a estas horas?

– La harka -repuso Molina, imperturbable-. Así llaman a la lucha a los indecisos. Habrá que irse a dormir, cabo, mientras podamos.