– Bien -dijo el Jefe de Grupo-, ahora al hotel a descansar un poco, y a las diez en punto cita en el hall principal para ir a cenar. Para esta noche se les ha preparado cocina típica filipina.

– Yo no podré -se descubrió diciendo Sevilla. Se armó de mayor coraje y agregó tímidamente-: Tengo diarrea…

– De eso no se muere nadie, mi querido amigo. Usted lo que necesita es una buena cena filipina, luego una buena taza de té, y mañana como nuevo.

En el microbús, rumbo al hotel, el silencio fue absoluto. El Jefe de Grupo abrió la ventana por lo del tufo de Mister Alford y Mister Alford abrió la ventana porque este vehículo huele a mierda.

Nada pudo la taza de té contra la comida filipina y, al día siguiente, Sevilla estaba peor aún. De todo lo de anoche, y de todo lo que en los días sucesivos le iría ocurriendo, Achikawa iba entregándole un fiel testimonio: las mil y una fotografías instantáneamente reveladas. Anoche le había aplicado el flash hasta el cansancio, hasta se le había metido en la habitación para fotografiarlo sentado sobre la cama, retardando así el oculto cambio de sábanas y el oculto lavado del calzoncillo que no se había atrevido a dejar para que lo lavasen en el hotel. Y hoy día tocaba la visita panorámica a la ciudad. Partieron en el microbús a eso de las once (Mister Alford llegó de la calle diciendo que tenía el reloj atrasado y apestando a cerveza). Achikawa fotografió a Sevilla en la plaza de la Moncloa, en el Arco del Triunfo, en la Ciudad Universitaria, en el Parque del Oeste, en el Paseo de Rosales, en la Plaza de Oriente (delante del edificio del Palacio y del Teatro Real), tres veces durante el almuerzo (en una de ellas aparecía Sevilla de espaldas, corriendo hacia el baño). Por la tarde lo fotografió en la Puerta de Toledo, en la Plaza de Atocha, en el Paseo del Prado, en el Parque del Retiro (frente al Lago, y al pie del monumento a Alfonso XII), en la calle de O’Donnell, en la Plaza de Toros, en la Avenida del Generalísimo y, por último en la Plaza de Colón, al pie del monumento al descubridor de América. El paseo terminó a las mil y quinientas y con el Jefe de Grupo furioso porque ni la mitad de las paradas estaban previstas. Unas veces fue porque Sevilla necesitaba ir al baño y otras (las más) porque Mister Alford «tenía sed». En fin, mañana día libre para todos, aventura personal, podían efectuar sus compras y pasearse tranquilamente por la ciudad. Mañana sábado la cita era recién a las nueve de la noche por lo del Madrid de noche, Madrid by night.

Como en los días anteriores, Sevilla ya estaba despierto cuando llamaron a despertarlo, ya había efectuado el rápido cambio de sábanas. Acababa de esconderlas cuando le trajeron el desayuno y se lo dejaron en la mesa aquélla, al pie de la ventana. La altura de su habitación le impedía ver las calles y casas, abajo, sin asomarse, pero en cambio la ausencia de grandes edificios por ese lado del hotel permitía que un agradable sol otoñal iluminara un buen sector de la amplia habitación. De todo lo que había en el azafate Sevilla tomó tan sólo la taza de té y, mientras lo hacía, decidió que a la una tomaría otra taza de té en la cafetería de la esquina, luego escribirle una carta a la tía, y en seguida darse un paseo solo hasta el Museo del Prado para comprar unas postales del Greco que ayer le fue imposible comprar por la forma en que sucedieron las cosas. Hacia las cuatro o cinco estaría de regreso en el hotel para descansar un buen rato antes de lo de la noche. Terminada la taza de té, se incorporó y fue al baño para afeitarse. Definitivamente se sentía mucho mejor al pie de la ventana que en el baño, tal vez porque hasta allí no llegaba el sol, no lo sabía muy bien, pero algo como un imán lo atrajo de nuevo hacia la mesa del desayuno. Volvió a sentarse como si fuera a desayunar y la verdad es que allí se sentía muchísimo mejor. Le costó trabajo abandonar las cercanías de la ventana cuando vino la persona encargada de arreglar la habitación.

El día transcurrió más o menos como lo había planeado, con excepción de la diarrea que, a pesar de té y nada más, continuó atormentándolo, y del incidente de la Plaza de Callao, donde un automóvil dio una curva sobre un charco de agua y le empapó zapatos, medias y pantalón, las tres cosas pertenecientes a la indumentaria prevista para la noche. Es decir, los mejores zapatos, las mejores medias y el pantalón del mejor terno. No hubo pues reposo previo al Madrid by night sino un estar frota que frota en la habitación para que sus cosas estuvieran listas a las nueve de la noche.

Pudo haberse tomado mucho más tiempo porque Mister Alford llegó tambaleándose ligeramente a eso de las diez, diciendo como siempre que tenía el reloj un poco atrasado. Murcia y Segovia furiosos porque para ellos éste prometía ser el mejor de todos los programas, había cabaret en perspectiva. Nuevamente convertido en guía muy a pesar suyo, el Jefe de Grupo los llevó hasta el corazón del Madrid del siglo XVI. El itinerario continuó con la visita de un local de cante y baile flamenco y con una comilona que a Sevilla le anuló cualquier buen efecto logrado en todo un día a punto de té y nada más. Por fin aterrizaron en un cabaret. Hubo niñas en plumas a granel, para Murcia y Segovia, cerveza en cantidades para Mister Alford y las carcajadas verdaderamente exasperantes de Achikawa. Sevilla soportó todo el espectáculo pensando que mañana Dios no lo olvidaría y que en alguna de las iglesias que iban a visitar en Toledo habría misa y confesión. Por ahí andaba su mente cuando de pronto se dio cuenta de que alguien lo había cogido del brazo, era Mister Alford, y que de todas las mesas lo aplaudían entre risas y exclamaciones. Recién entonces captó que minutos atrás un hombre con un monito en guardapolvo y con una especie de media bicicleta habían aparecido en el escenario. Eran de lo más divertidos y hasta Murcia y Segovia parecían haber olvidado momentáneamente a las calatayús. El hombre se montó sobre la cuerda con sus pedales y su asientito encima y estuvo dando vueltas y vueltas y haciendo de pronto como que se caía, se cae, no se caía. Luego el monito se trepó hasta llegar al asiento y fue la misma cosa, vueltas y vueltas y nada de caerse. Después todo sucedió muy rápido, el hombre pidiendo un voluntario de entre el público, Sevilla pensando en los horarios de las misas en Toledo, y Mister Alford levantándole el brazo. Del resto se encargaron Murcia y Segovia, vamos, vamos, hombre, también el Cucho Santisteban hispánico, a divertirse, amigo, claro que lo de gilipollas no lo podía decir. La carcajada de Achikawa brillo por su ausencia.

Pero no la del público. Sevilla subió al escenario con el misal invisible entre las manos recogidas sobre el vientre. En el último escalón se tropezó y ahí hubo inmediatamente una carcajada. Otra cuando trató de hablar ante el micro y no le salieron las palabras. «Cuéntemelo a mí, le dijo el animador, después yo se lo cuento al respetable». Se agachó para pegarle el oído a la boca: «Cuéntemelo a mí». Sevilla logró hablar y salió todo lo del sorteo y lo de la flamante Compañía de Aviación, aplausos y aplausos del público, y ahora había llegado el momento de hacer lo que hasta un mono puede hacer. Murcia, Segovia y el Cucho Santisteban intercambiaron coincidentes y sinceras opiniones sobre Sevilla, Mister Alford como si nada, sonriente pero mirando a su cerveza, y Achikawa de pronto igualito que ayer frente a las pinturas negras de Goya. Por fin a la tercera caída de Sevilla, público y animador se dieron por vencidos, sobre todo este último que pensó que el mono se le había cagado en plena función, pero no, era el peruano.

No quedó testimonio fotográfico de este asunto. Achikawa se abstuvo por completo de tomar fotografías, y no bien llegaron al hotel subió y se encerró en su cuarto. Murcia y Segovia, siguiendo algunas indicaciones secretas del Jefe de Grupo, se fueron en busca de lo que habían estado buscando desde que llegaron a Madrid, y Mister Alford se tambaleó hasta el ascensor y luego por los corredores que llevaban a su habitación. Sevilla fue el último en subir porque tuvo una nueva urgencia. Minutos más tarde una voz lo llamó cuando se dirigía por fin a dormir. Mister Alford se había olvidado de cerrar su puerta, Sevilla, lo volvió a llamar.

Estaba sentado en uno de los sillones junto a la mesa del desayuno, y a su lado tenía una caja llena de botellas de cerveza. Sevilla pensó que eran más de las dos de la mañana y que la cita para lo de Toledo era a las diez en punto. Recordó la palabra en inglés que necesitaba sleep, pero el gringo nada de dormir y lo obligó a tomar asiento frente a él. Una hora más tarde de la misma canción seguía sonando en la grabadora de Mister Alford y ya no quedaba la menor duda de que era la única que había en la cinta…

I lost my heart in San Francisco

…En San Francisco había perdido también a su esposa, a sus padres (hacía Veintisiete años), y a sus hijos que eran unos hijos de puta que lo habían mandado a la mierda diciendo que Lindon B. Johnson era un farsante y que se largaban a hacer el amor y no la guerra y que no había nada más falso y caduco en el mundo entero que su escala de valores… Había perdido a su esposa y hacía veintisiete años a sus padres y lo que ambos necesitaban ahora era otra cerveza y a

Sevilla se lo iba acercando cada vez más (había cogido el sillón de Sevilla por el brazo y se lo iba acercando, haciéndolo girar poco a poco alrededor de la mesa). A las cinco de la mañana lloraba que daba pena y a las siete continuaba profundamente dormido sobre el hombro de Sevilla que, aparte de Lindon B. Johnson, Vietnam y alguna que otra palabra como mother y wife, no había entendido ni jota de la historia que Mister Alford le repitió mil veces mientras sonaba lo de…

I lost my heart in San Francisco

Lo estaban llamando para despertarlo cuando entró a su habitación y luego, minutos más tarde, el encargado del desayuno tocó y entró en el momento en que Sevilla se dirigía al armario a esconder una de sus sábanas. La dobló, la arrugó como pudo, se introdujo un trozo en el cuello de la camisa y se sentó a desayunar con la enorme servilleta colgándole hasta los pies. Era un hotel de primera o sea que el mozo se limitó a mirar hacia la cama, y a dejarle el azafate con la taza, la tetera, las tostadas, la mermelada y la mantequilla. La servilleta la colocó al borde de la mesa y se marchó.

Ese día Sevilla no se afeitó. No tuvo ni tiempo ni fuerzas. Estuvo en el baño frente al espejo pero no había dormido en toda la noche y en su agotamiento sentía que el lugar ese, al pie de la ventana, lo atraía realmente con la fuerza de un imán. Volvió a su sillón, dejó que el sol que también hoy se filtraba por entre los visillos lo relajara, y esperó que fueran las diez de la mañana para bajar al hall. Esperó pensando que en Toledo también el sol tendría un benéfico efecto sobre su persona.