Con un gran esfuerzo el Águila Imperial decidió imitarse, se imaginó actuando ayer y empezó a copiarse igualito. «Siéntese, jovencito… Ante todo mis felicitaciones», pero la materia imitable se le acababa, se le acababa, tenía que abreviar: «Firme usted estos documentos». Ésa fue la continuación del fin, de algo que había empezado cuando la cotidiana deformidad de Sevilla sobre la alfombra roja, cuando los numerosos signos de decrepitud en un hombre de veinte años menor que él destrozaron un sistema de vida cuya base eran lujo y belleza día y noche. «¡No puede ser!», gritó angustiado. Sevilla palideció y la sombra de su barba se puso más sucia todavía. El conde ejecutivo se incorporó, fue hasta la amplia ventana de su despacho, corrió luego hasta el espejo de su baño privado, por fin allí se detuvo y, abriendo grandazos los ojos, declamó:

Soprano de coloratura

Vinos de don agustín

Playboy

Life begins at forty

Green golf and beautie

Rioja alavesa

Nariz aguileña

Águila imperial

Anunciata valverde de ibargüengoitia

Este último nombre lo había asociado varias veces con unos versos de Antonio Machado, logró decirlos

«Y repintar los blasones,

hablar de las tradiciones»

pero al final ya casi no pudo, le temblaba la voz, Machado había envejecido y había muerto y ahí estaba su cara en el espejo, transformada, transformándose, la nariz aguileña sobre todo aumentando hasta romper su borde habitual, su justo límite imperial y él siempre había tenido los ojos hundidos pero no éstos de ahora, dos ojos hundidísimos entre arrugas y sin embargo saltados, saltones, dos huevos duros hundidos y salientes al mismo tiempo.

Aún le quedaban la franela inglesa de su terno y la seda de su camisa. Con eso tenía tal vez para volver a su escritorio, sí, sí, sentarse, imitarse anteayer, ayer ya no le quedaba, que Sevilla firme rápido, la última esperanza, un último esfuerzo…

– Firme aquí, jovencit…

Pero Sevilla estaba desconcertado con la forma en que cada rasgo en esa cara decaía, se acentuaba entristeciendo. Sevilla estaba tímidamente asustado y no atinó a sacar un lapicero. Hubo entonces otro último esfuerzo del conde: alcanzarle el suyo para que firme rápido. Tan rápido que el conde dejó el brazo extendido para que se lo devolviera, sobresalía el puño de seda de su camisa con el gemelo de oro y él lo miraba fijamente, el sol brilla sobre la paz de un campo de nieve… Pero sobre el puño de seda de su camisa con el gemelo de oro cayó el pelo grasoso cuando Sevilla inclinó un poquito la cabeza para devolverle el lapicero.

Tres semanas más tarde, un avión de la flamante Compañía abandonaba la primavera limeña rumbo a España, mientras que otro avión abandonaba el otoño madrileño rumbo al Perú. En el primero viajaba, definitivamente acabado, el conde de la Avenida; en el segundo traían el cadáver de Sevilla. Casi podría decirse que se cruzaron. Y que Lima ha olvidado por completo al Águila Imperial, y que lo del suicidio de Sevilla, si bien dio lugar a conjeturas e investigaciones, fue también rápidamente olvidado por todos, salvo quién sabe por la vieja tía Angélica, hundida para siempre en la palabra resignación. Es cierto que la Compañía hizo más de un esfuerzo por recuperar al conde, por volverlo a tener al frente de sus oficinas, pero muy pronto los tres psiquiatras que lo trataron en los días posteriores al primer ataque de angustia optaron por darle gusto, es decir, optaron por enviarlo de regreso a España. Era lo único que quería, un deseo de enfermo, de hombre que sufre terriblemente, y por qué no concedérselo si era tan obvio que se trataba de un hombre inútil, de una persona que sólo deseaba seguir envejeciendo y morir de tristeza en un sanatorio de España. Se le trasladó, pues, a su país, se puso a otro brillante ejecutivo al frente de la Compañía y a esto se debe, tal vez, que en Lima se le olvidara tan pronto; en todo caso a este traslado se debe que nunca más se supiera de su suerte, del tiempo que su cuerpo resistió vivir así, soportando esa repentina invasión de la nada, del decaimiento y, como él solía tratar de explicarle a los médicos, del «deterioro».

«Resignación», era la palabra de la vieja tía Angélica, y la pronunciaba cada vez que algo no estaba de acuerdo con sus deseos. La pronunciaba despacio, en voz baja, mirando siempre hacia arriba, como quien ha encontrado una manera de comunicarse con Dios y no pretende ocultarla. También por ella hizo algunos esfuerzos la Compañía, pero cuando vinieron a contarle lo ocurrido, a entrar en detalles, a hablar de indemnizaciones y cosas por el estilo, fue otra su reacción. Claro que aún le quedaban los meses o los años de vida que el Señor le mandara, y habría además que ir al mercadito y comprar que comer, pero esta vez la tía Angélica rechazó todo contacto con las voces humanas, con las cifras que eran el monto de la indemnización: la tía Angélica se sentó en uno de sus vetustos sillones, alzó el brazo con la mano extendida en señal de «basta, basta de detalles, basta ya», y cortó para siempre con los hombres. Iba a pronunciar la palabra «resignación» con fuerza, como si hubiese descubierto su definitivo y último significado, pero sintió que los brazos de su sillón la envolvían llevándosela un poco. A su derecha, sobre una mesa, estaba su grueso misal cargado de palabras católicas, palabras como la que acababa de estar a punto de pronunciar. Tantas palabras y recién a los ochenta años ser una de ellas. «Basta, basta de detalles, basta ya», les indicaba con la mano en alto. El imbécil de Cucho Santisteban insistía en hablar y ella le hizo las últimas señas, pensando al mismo tiempo «Aléjense que ya yo estoy lejos». Acababa de hundirse en un significado, su palabra de siempre la había llamado esta vez, se sentía más cerca de Algo en su resignación de ahora, quizá porque todos recorremos un camino en profundidad con los significados de las palabras, éstas no son las mismas con el transcurso del tiempo, la tía Angélica sin duda había recorrido su camino pero hasta traspasar los límites humanos de su vieja y católica palabra.

«Resignación», dijo la tía Angélica, cuando Sevilla le contó que no le quedaba más remedio que viajar, que lo habían entrevistado, que lo habían fotografiado, que no lo habían dejado explicarles que, en el fondo, prefería no partir. Algo le dijo también sobre el gerente de la Compañía de Aviación, el señor parecía estar muy enfermo, tía, pero la viejita continuaba aún mirando hacia arriba, comunicándose con otro Señor, y no le prestó mayor atención. Sevilla andaba preocupado, ante sus ojos había ocurrido un fenómeno bastante extraño, pero todo lo olvidó cuando volvió a sentir que definitivamente lo del estómago lo molestaba cada vez más.

Así fue el primer día antes del viaje, silencio y silencio mientras tía y sobrino dejaban que el destino se filtrara en ellos, a ver qué pasaba luego. Pero el segundo día todo empezó a cambiar. Por lo pronto, la tía se llenó de ideas acerca de lo que era un viaje y de lo que era un hotel. Un hotel, por ejemplo, era un lugar donde centenares de personas se acuestan en la misma cama y utilizan las mismas sábanas, sabe Dios qué infecciones puede tener esa gente. No, él no podía utilizar las mismas sábanas que otra persona por más lavadas que estén, nunca se sabe, hijito. Ella se encargaría de darle un par con su correspondiente funda de almohada. Y la misa. ¿Cómo hacer para enterarse dónde quedaba la parroquia más cercana al hotel y a qué horas había misa? Ése era otro problema, el más grave de todos. Lo aconsejable era llamar al padre Joaquín, que era español, explicarle la ubicación del hotel y que él les dijera cuál era la iglesia más cercana. Total que, poco a poco, el viaje empezó a llenar la mente de la tía Angélica y nuevamente se le vio desplazándose de un extremo a otro de la casa, muy ocupada, muy preocupada, como si caminar y caminar y subir y bajar escaleras la ayudara a encontrar una solución para cada uno de los mil detalles que era indispensable resolver antes de la partida.

Sevilla lo aceptaba todo como cosa necesaria, dejaba que su tía se encargara de cada pormenor, en el fondo le parecía que ella tenía razón en preocuparse tanto pero había algo que, a medida que pasaban los días, empezaba realmente a atormentarlo. El estómago. Durante cuatro días no durmió muy bien pensando cómo iba a hacer para cambiar las sábanas sin que la persona encargada de hacerle la cama se diera cuenta. Tendría que reemplazarlas por las suyas cada noche antes de acostarse pero el verdadero problema estaba en reponer las del hotel cada mañana. Tendría que arrugarlas como si hubiera dormido con ellas y tendría que esconder las suyas, todo esto corriendo el riesgo de que la persona en cargada de la limpieza las encontrara arrinconadas en algún armario o algo así. En esta preocupación se le encajó otra y el quinto día durmió pésimo: para el primer domingo en España había excursión prevista a Toledo y en el prospecto no se hablaba de misa para nada. Esto era mejor ocultárselo a su tía. Pero lo otro, lo del estómago, continuaba también atormentándolo. Normalmente iba al baño todas las mañanas, a las seis en punto, pero al día siguiente al cóctel publicitario se despertó a las cinco y no tuvo más remedio que ir al baño en el acto. Trató de ir de nuevo a las seis por lo de la costumbre, pero nada. Nada tampoco una semana después, nada a las cinco y nada a las seis, y se fue al trabajo sin ir al baño. De pronto el asunto fue a las tres de la tarde y dos días antes de la partida fue a las ocho de la noche, algo flojo el estómago, además. Fue otra cosa que le ocultó a su tía. Por fin la víspera del viaje, por la tarde, estando ya la maleta lista con sus sábanas, sus medallitas, su ropa, en fin con todo menos con el misal y el rosario que aún tenía que usar, Sevilla decidió acudir donde un antiguo profesor del Santa María y pedirle permiso para viajar. Iba a viajar de todas maneras, mañana a las once en punto venía Cucho Santisteban a recogerlo para acompañarlo al aeropuerto, en nombre de la Compañía (habría más fotos y todo eso), pero Sevilla decidió visitar el consultorio de su antiguo profesor de anatomía, que era médico también, y pedirle permiso para viajar. No le contó lo del estómago. Simplemente se sentó tiesecito y con las manos juntas sobre sus rodillas en una postura que cada día era más la postura de Sevilla, como si tuviera su misal cogido entre ambas manos. Allí estuvo sentado unos quince minutos contando en voz muy baja todo lo que le había ocurrido en los últimos diez o doce días y el ex-profesor lo escuchaba mirándolo sonriente. Lo dejaba hablar y sonreía. Sólo se puso serio cuando Sevilla le dijo que partía mañana pro la mañana, y en seguida le preguntó si le aconsejaba o no viajar.