Estaba despierto cuando llamaron a despertarlo y rápidamente procedió al cambio de sábanas. Luego se vistió y tomó el desayuno que le trajeron a la habitación. Estaba terminando cuando apareció Achikawa con su cámara fotográfica. Se mató de risa al verlo sentadito desayunando, quizá por lo de la servilleta incrustada como babero en el cuello de la camisa. Lo cierto es que también Sevilla le respondió con alegría, se le asomó el tablerito dental en la mandíbula saliente al ver a Achikawa saliendo del mar… «Vaya con el japonés para chato y chueco. Tiene las rodillas a la altura de los tobillos y los muslos a la altura de las rodillas, el torso es desproporcionadamente grande y ni hablar de la cabezota cuadrada que lo corona todo. De la cintura para arriba parece enorme y sin embargo el resultado es chiquitito…»

En el hall del hotel esperaba el Cucho Santisteban. Sevilla y Achikawa fueron los primeros en bajar. Murcia y Segovia se hicieron esperar sus buenos minutos, pero el más tardón de todos fue mister Alford quien, en vez de aparecer en el ascensor, entró por la puerta principal diciendo que tenía el reloj un poco atrasado y que había estado en la cafetería de la esquina. Olía a cerveza, cosa que Sevilla encontró deplorable en un invitado, y que aumentó en algo el mal humor del Jefe de Grupo, mal humor debido al cambio de funciones, al verse tranformado de especialista en relaciones públicas en una especie de guía turística.

Algo en el clima de esa mañana de finales de octubre sorprendió a Sevilla mientras se dirigían al microbús. Era algo agradable, casi cómodo y estaba esperando que influyera beneficiosamente sobre su malestar estomacal, cuando un porrazo de la nostalgia lo trasladó a las soleadas veredas de Huancayo y a los fríos espacios serranos donde no cae el sol. Igualito…

La visita al Palacio Real transcurrió apaciblemente y les tomó el resto de la mañana. Un guía les habló de la magnificencia de sus pinturas y de sus tapices y de sus cerámicas y etcétera, etcétera, traduciendo al inglés y todo, pero se estrelló contra la silenciosa y absoluta indiferencia de Segovia y Murcia, y contra la tardía e inesperada obstinación de Mister Alford, quien declaró con una solemnidad interrumpida por un cervecero eructo, que no estaba dispuesto a abandonar el palacio hasta que no le mostraran las habitaciones privadas de los reyes. Se puso insoportable el gringo, gritó que había trampa en la visita, a Achikawa le dijo son of a bitch porque soltó tres carcajadas al hilo, y sólo los argumentos muy sabios del Jefe de Grupo (argumentos en los que cada tres palabras dos eran «cerveza»), lograron convencerlo de que las visitas a esas habitaciones estaban realmente prohibidas y que ya era hora de marcharse. Sevilla se había mantenido pegadito al guía para no perder un solo detalle de la cultura de ese señor, hasta que el sol que penetraba por un gran ventanal le produjo por segunda vez un efecto de lo más extraño. Calentaba igualito al de Huancayo y, por más que hizo por concentrarse en las palabras que iba diciendo el guía, desde ese momento las cerámicas y las alfombras, sobre todo, por ratitos pertenecían al Palacio Real y por ratitos él las estaba viendo expuestas sobre la vereda en la Feria Dominical de Huancayo. Lo peor fue cuando vio una vasija de barro un instante en un espejo pero era el enorme florero de porcelana sobre esa consola, en la pared de enfrente. Por suerte el estómago no lo había fastidiado.

El almuerzo sí que le cayó pésimo y, cuando les obsequiaron los planos de las tres plantas del Museo del Prado, lo primero que hizo fue ubicar en cada una de ellas la redondelita que significaba Servicios, Lavabos y W.C. Public Relations les dijo que era imposible verlo todo en una tarde, que cada uno podía visitar las salas que deseara, pero que él les recomendaba ver sobre todo los cuadros de los pintores españoles más famosos. Les mencionó al Greco, a Velázquez, a Murillo y a Goya, pero Mister Alford ya había terminado con la sala número I y se perdió en busca de la cafetería. Murcia le dijo a Segovia que Rubens pintaba mujeres desnudas y se fueron a escondidas en busca de Rubens. Sevilla se fue en busca del Greco, Velázquez, Murillo y Goya, seguido por Achikawa muerto de risa con las fotos que acababa de entregarle. Eran las del almuerzo (la cámara de Achikawa era una de esas que te entrega la foto un ratito después), y a Sevilla le cayeron pésimo, ni más ni menos que si volviera a empezar con toda esa comilona típica, con todo ese aceite y tardísimo además.

Aún había sol y se filtraba por algunas ventanas, al extremo de que Sevilla se repitió tres veces en voz baja que en Huancayo no había visitado ningún museo. Pero otra realidad menos confusa y mucho más urgente lo instaló angustiado en plena pinacoteca y nada menos que en la sala XI (El Greco), es decir lejísimos de la sala XXXIX, al lado de la cual se hallaba la redondelita que significaba Servicios, Lavabos y W.C. Allí estuvo debatiéndose entre su devota admiración por el Cristo abrazado a la Cruz («Obsérvese la expresión del rostro de Jesús y lo ingrávido de la cruz que apenas sostienen unas delicadas manos», le dijo casi al oído un guardián que se le acercó de puro amable), y su necesidad de acercase a la sala XXX donde había más Grecos a la vez que se estaba algo más cerca de la ansiada redondelita. Se equivocó Sevilla. Miró a su plano y la sala XXX estaba al lado de la XI y de pronto Achikawa soltó una carcajada porque descubrió que, retrocediendo un poco, se llegaba a la sala X donde había más Grecos todavía. Sevilla se sintió perdido, miraba un cuadro y miraba a su compañero y miraba al plano y calculaba cuánto tiempo más podría aguantar. Muy poco a juzgar por lo que sentía, dolores, retortijones, acuosos derrumbes interiores. Con lágrimas en los ojos se detuvo ante La Sagrada Familia , El Salvador, La Santa Faz (sala XI), y ante La Crucifixión , El Bautismo de Cristo y San Francisco de Asís (sala XXX). Fue entonces que Achikawa lo notó tan conmovido, tan profundamente emocionado de encontrarse frente a tanto lienzo católico, que soltó una carcajada feliz al descubrir que un poquito más atrás había otra sala con más cuadros del mismo pintor. Prácticamente lo arrastró hasta la sala X, donde Sevilla lloró y emitió toda clase de extraños sonidos ante San Antonio de Padua y San Benito y ante El capitán Julián Romero como San Luis Rey de Francia.

La carcajada que soltó Achikawa al ver que la desaforada carrera de Sevilla por todo el museo había concluido en el baño, le impidió escuchar hasta qué punto andaba mal del estómago su amigo peruano. Sevilla reapareció minutos después con el rostro demacrado pero con las mejillas secas. Empleó un tono de voz convaleciente al silabearle Ve-láz-quez, a su compañero, y con un dedo tembleque le señaló las salas XII, XIII, XIV, XIV-A y XV. Nuevamente había que alejarse bastante de la redondelita.

Pero a Velázquez pudo verlo tranquilamente, sala por sala, cuadro por cuadro. Sólo el asunto de Las Meninas resultó un poco desagradable e incómodo. El querría apreciar el cuadro y había adoptado una postura casi reverente, las manos recogidas sobre el vientre como un sacerdote que se acerca al pulpito con sus evangelios. También quería comprender la exacta utilidad del espejo colocado al otro extremo de la sala, pero Achikawa parece que ya empezaba a cansarse de tanto arte occidental y lo arrastró hasta el espejo para que viera la cantidad de morisquetas que era capaz de hacer por segundo. «Ahora te toca a ti», le dijo con señas el japonés, con algo que tenía su poco de sordomudesca comunicación. Sevilla accedió, accedió por temor a que el asunto tomara mayores proporciones y sonrió. Ver en el espejo el tablerito dental en la mandíbula saliente le encantó al de Tokio. Soltó una extraña mezcla de carcajada y llanto que atrajo a un guardián de por ahí y que dejó a Sevilla un poco pensativo. El guardián les puso mala cara y Sevilla, abandonando su preocupación acerca de la utilidad del espejo, le señaló a Achikawa en el plano de la planta baja, la sala LXI, «Mu-ri-llo», le silabeó, contando para sus adentros uno, dos, tres, cuatro… Estaba a cinco salas de la redondelita. La historia volvió a repetirse. A dos salas de distancia tuvo que salir disparado rumbo al baño, pero esta vez Achikawa no lo siguió. Achikawa se quedó haciendo unos movimientos tan raros con la cabeza, algo así como unos «no» rotundos, rapidísimos e inclinados a la izquierda, que el guardián estuvo a punto de apretar un botón de alarma.

Con lo de Goya las cosas empeoraron notablemente, Sevilla, recién salido del baño, estudio y comprobó, no sin cierta satisfacción, que los cuadros del pintor «sordo y atormentado»; como decía en su guía, se hallaban en la planta baja. Lo de la satisfacción provenía de que, habiendo visto los cuadros de Goya, habrían cumplido con lo que el Jefe de Grupo les indicó, sin necesidad de subir para nada a la planta alta donde, según el plano, no había redondelita por ninguna parte. Con el estómago momentáneamente tranquilo, lo más sensato era empezar por la sala más alejada del baño e ir acercándose poco a poco a la redondelita. A Achikawa lo encontró en una sala en que había tres guardianes, contemplando tranquilamente un cuadro llamado La Sagrada Familia del Pajarito. Con un dedo tembleque le señaló la sala LVI-A. «Pinturas negras», decía entre paréntesis, y Sevilla buscó en su guía y pudo leer mientras llegaban eso del «Sueño de la razón produce monstruos». La frase lo asustó, lo desconcertó, le corrió subterráneamente por el cuerpo, y cuando llegaron a la sala sintió que había cometido un lamentable error. Achikawa se puso nerviosísimo, sus carcajadas ante cada cuadro se repetían y cada vez más un elemento de llanto se mezclaba en ellas, la gente protestaba, la falta de respeto del japonés, la insolencia, joven, dígale usted a su amigo que a ver si se calla. Un guardián intervino pero sólo sirvió para que Achikawa se riera más todavía, no lograba contenerse, Sevilla hundía la quijada en el pecho, se moría de vergüenza, «ssshii, ssshii», le hizo a su compañero, pero éste nada de callarse y lo del estómago. No era posible irse dejando a Achikawa en tal estado de disfuerzo, además lo de Achikawa parecía ser tan sólo disfuerzo… Qué hacía… Sevilla no pudo contenerse: estaba buscando el camino más corto hasta la redondelita cuando sintió que empezaba a escapársele caca incontrolablemente.

Por suerte lo de Achikawa se limitó a esa sala y nadie más se enteró de lo ocurrido. Eran ya casi las seis y el señor de la Compañía les había dado cita a las seis. Cuando llegaron a la puerta Murcia y Segovia tenían cara de haber estado esperando hace mil horas. El Cucho Santisteban apareció y les recalcó una y mil veces lo impórtate de la visita que acababan de realizar. En cuanto a Mister Alford, nunca se sabrá en qué cafetería anduvo metido, lo cierto es que llegó diciendo que tenía el reloj atrasado y con un fuerte tufo a cerveza.