Y vuelta a lo mismo , pensó Lisán. Pero dijo:

– En ocasiones tengo ese deseo… Es posible que algún día lo haga.

– Las mujeres son importantes, hermano. Al menos una. Y, aun en el caso de que sea una arpía y te haga la vida imposible, una mujer es esencial para que un hombre vea cómo su vida se desarrolla de un modo adecuado.

Ahmed tenía cuatro mujeres, pero sólo una de ellas era su mujer. Y, ciertamente, su aspecto era el de una arpía. Tenía aterrorizadas a las otras tres esposas y al propio Ahmed. Lisán había llegado a pensar que su amigo se había enrolado en esa incierta aventura sólo para alejarse de ella por un tiempo.

– Deberías tomar una esposa, hermano -insistió Ahmed.

, se dijo Lisán, sin duda eso contribuiría a equilibrar mi vida.

Como otras muchas veces, vino a su mente el recuerdo de esa noche en su Hach… . [8] La imagen de unos ojos hermosos que lo miraban desde detrás de un velo… El breve contacto de una mano de mujer sobre su hombro…

¿Qué tienes tú que ver con el mundo y qué tiene que ver el mundo contigo?

Ésa era la pregunta que solía hacerle su murshid . [9]

Eres como un viajero en un día de verano -le decía-. Llegas al pie de un árbol, descansas bajo su sombra y luego te vas, dejando atrás aquel árbol para siempre. No hay que detenerse en el camino, ni en un estado, ni en una estación… Como el asno que hace girar la rueda de molino para que su punto de llegada sea siempre el de partida…

– ¿Crees que es posible enamorarse de un sueño? -le preguntó Lisán a su amigo.

– ¡Por supuesto que no! -respondió Ahmed casi escandalizado-. Lo sabroso de las mujeres es que están hechas de carne sólida. Cuando regresemos de esta aventura me voy a ocupar personalmente de tu situación. Tengo una cuñada que es una verdadera joya de Allah. Un hombre se atragantaría si intentara beber de su ombligo. Sus pechos podrían amamantar a todas las criaturas de Granada y serían como una almohada de Damasco para tus noches…

– Parece muy sugestivo -bromeó Lisán.

– ¿Lo dices en serio? Ya veo que no. Pero no me importa, hermano. Cuando regresemos, tendrás que aceptar mi ayuda.

– Cuando regresemos -dijo Lisán para complacer a su amigo.

Se colocó a su lado para compartir con él aquel momento y le pasó una mano por el hombro. Contemplaron juntos el paisaje. El viento les azotaba el rostro.

Unos delfines saltaron frente a la quilla de la nave.

La Taqwa navegaba adormilada, mecida por un viento bonachón sobre un mar llano que lamía los acantilados visibles a estribor.

– ¡Una nave! -gritó el vigía desde lo alto del palo mayor-. ¡Por sotavento!

Todos se volvieron en esa dirección. Una carabela navegaba paralela a la Taqwa.

– Genoveses -afirmó Baba sonriendo entre dientes.

Miró a Lisán, que estaba junto a él, y añadió:

– Finalmente nos han encontrado.

El andalusí asintió, comprendiendo que sus perseguidores eran los piratas que andaban rondando la costa durante las últimas semanas.

Uno de los turcos empezó a gritar en osmanlí:

– ¡Venecianos, pagaréis cara la afrenta de Gallipoli! ¡Hermanos, a las armas contra los infieles!

Era un hombre gigantesco, de piel oscura. Su cráneo afeitado mostraba una terrible cicatriz en el parietal izquierdo, que estaba hendido por un tajo que lo cruzaba de lado a lado.

– Es Abdul Jabbar -le había explicado Dragut al faquih en una ocasión-. Lo conozco bien, es un buen hombre. Recibió un hachazo en la cabeza en Negroponto. Fue una gran batalla, y Jabbar la revive una y otra vez. Se diría que aquel hachazo también le cortó la memoria a partir de ese día.

La mayor parte del tiempo tenía el aspecto de un grandullón tranquilo y melancólico. Miraba a un lado y a otro, silencioso, como si no entendiera con exactitud lo que estaba pasando e intentara encajarlo en su memoria. Y así era. Su mente sólo podía retener durante un día lo que estaba sucediendo a su alrededor. A la mañana siguiente, regresaba a la casilla de salida, en el inicio de ese fatídico día en Negroponto. En ese preciso momento, corría de un lado a otro, agitando un puño en el aire en dirección a la carabela.

– ¡Venecianos, vais a morir! ¡Sentid el temor de Allah!

Yusuf ibn Sarray había alineado a sus guerreros junto a la borda de estribor, listos para defender la carraca. Algunos esgrimían alfanjes turcos para cortar los garfios de abordaje y los agitaban desafiantes sobre sus cabezas. El tufo a zafarrancho había acabado de alejar los últimos vapores de sueño entre la tripulación.

Mientras tanto, Piri fue dando cuerpo a la maniobra con nuevas órdenes. La Taqwa desplegó sus alas al completo. Se inflaron las velas y el viento tamborileó sobre las lonas como un tambor guerrero. Rechinó la arboladura, la nave dio un violento quiebro y varió su ruta. La carraca, con su velamen forzado al máximo, revoloteó sobre el mar como un gordo pato sobre el que planeara un gavilán. Intentaba escabullirse, pero era pesada, torpe como una vieja agarrotada y fondona. Lisán casi creía poder oírla jadear por la falta de resuello. La ágil carabela genovesa se aproximaba, implacable, sobre su flanco.

Baba gritó haciendo bocina con sus manos:

– ¡Ah de la carabela! ¿Cuál es vuestro destino?

– ¡Parad! -gritaron los genoveses, y esto era una orden sin lugar a dudas. Una orden que contenía todas las amenazas posibles para aquel que se atreviese a desobedecerla.

Y así fue. En ese momento, Lisán vio aparecer un fogonazo cerca de la proa de la carabela, acompañado de una nubecita de humo. El estampido le llegó casi a la vez que el estruendo de madera astillada en la cubierta de la Taqwa y los gritos de dolor de un hombre herido. Una sección de la borda había volado. Sus fragmentos, reducidos casi a serrín, seguían lloviendo por todas partes. Vio a uno de los Sarray en el suelo, sujetándose con fuerza una mano de la que goteaba abundante sangre sobre la cubierta.

– ¡A los gerifaltes! -ordenó Baba con voz seca.

Lisán corrió hacia el herido. El Sarray tenía el rostro lívido de dolor. Junto a él estaba tirada su cimitarra, retorcida porque era la que había recibido el impacto de lleno.

– Déjame ver -le dijo mientras separaba sus manos para estudiar la herida.

Dos dedos, el meñique y el anular, habían desaparecido. El pulgar estaba muy magullado, pero Lisán pensó que quizá pudieran salvárselo.

– Has tenido mucha suerte. -Le vendó la mano con un pañuelo para contener la hemorragia-. Allah te ha protegido.

Mientras tanto, el duelo entre los dos barcos continuaba. La carabela no estaba en un ángulo adecuado de tiro y disparar sólo serviría para desperdiciar munición. Sin embargo, Baba, dirigiéndose al turco que empuñaba uno de los gerifaltes, le ordenó:

– Abú… ¡Fuego!

El estampido y la nube de humo debieron de dejar bien claro a los genoveses que no estaban indefensos, pero eso no los iba a detener si su determinación era abordarlos. Lisán pudo distinguir en la cubierta de la carabela a un grupo de hombres en perfecta formación y con los ganchos de abordaje listos para ser lanzados. No tenían el aspecto de simples piratas.

Siguiendo las precisas órdenes de Piri, la Taqwa giró para aprovechar hasta la última brizna de viento en sus velas y sesgó con una hábil maniobra que obligó a los genoveses a replegarse hacia la costa que, en aquellos momentos, estaba demasiado cerca de ellos.

– Baba -dijo Lisán-, ¿no crees que…? ¿Baba?

El mameluco estaba paralizado, los ojos fijos en aquella carabela que maniobraba en una compleja danza con la Taqwa. Aquella nave era más ágil, pero la carraca tenía una masa mayor. Si ambos barcos llegaban a chocar, los genoveses llevarían las de perder. Y Baba observaba aquello con una expresión perdida en su rostro. Está aterrorizado , pensó Lisán. Pero no tenía sentido. Un corsario debería estar acostumbrado a esas situaciones.

La carabela, huyendo de la embestida de la carraca, se fue encerrando ella misma en un estrecho fondeadero de la costa de lecho arenoso. Lo asombroso fue que los tripulantes de la nave genovesa no variaron el rumbo en ningún momento. De modo que la carabela acabó por estrellarse contra el banco de arena. Su quilla se hundió ciegamente en el lecho con un horrible crujido. Las velas se plegaron hacia delante con el aburrido movimiento de un abanico que se cierra. Uno de los palos se quebró, derrumbándose como un árbol talado sobre la cubierta.

El grito de victoria de la Taqwa se superpuso a los distantes gritos de terror de los genoveses. Baba respiró profundamente, parpadeó y recuperó la compostura. Por un instante, el mameluco se unió al júbilo de sus hombres. Luego regresó junto a Lisán.

– Esto demuestra que todas nuestras precauciones eran justificadas -le dijo- y que el albergo genovés sigue detrás de ti. Nos hemos librado de nuestro primer escollo, faquih , pero aún tenemos un largo camino por delante. Te sugiero que empieces a trazar la derrota.

13

Lisán se encerró en la toldilla y fue desplegando sus cartas navales, que eran calcos sobre buen papel de las planchas plúmbeas. Estudió aquel tesoro que sólo él podía comprender. Leyó:

Nuestro Mar ocupa el Centro del Mundo. Tiene una hechura ovalada y posee una única salida, abierta por el dios Melqart en tiempos remotos, llamada «Boquete del mar inmenso» por los de Keftiú, y «Las Columnas de Melqart» por los de Tiro.

Allí atracamos la nave, y los hombres gritaron de terror al contemplar la infinita extensión de agua que se abría ante nosotros, envuelta en desgarrones de nieblas tenebrosas.

«¡Redondo el mar, circulares sus aguas!», exclamaban admirados. Porque así lo veían, rodeando la Tierra como un río infinito que siempre retorna sobre sí mismo.

«Océano de la Muerte», lo llamaron también.

Uno de los varones de Cattarim aseguraba que, a partir de las Columnas de Melqart, se abría el Océano interminable y sus aguas se extendían hasta el infinito. Decía que nadie había visitado esos parajes, que nadie llevó jamás sus naves por aquella inmensidad.

«Las tinieblas cubren con su manto el cielo», decía, «la niebla envuelve el mar y el día permanece siempre oscurecido. Un gran número de monstruos nadan por ese Océano y el terror de fieras sin nombre acecha más allá de los mares».

[8] La Peregrinación Mayor.


[9] Conductor espiritual sufí.