«He aquí el límite sagrado impuesto por el cielo, y no podemos atravesarlo.»

Sus palabras causaron un gran temor entre los hombres, pero mi señor Talos dijo para que todos pudieran oírlo:

«Una tierra nos espera al otro lado del mar. Os conduciré seguros hacia ella igual que os he guiado a través del fuego de los dioses».

Nos establecimos cerca de una de las Columnas de Melqart y allí nos aprovisionamos de alimentos y esclavos para el sacrificio. Y, antes de abandonar la factoría para internarnos en el océano, mi señor me ordenó dejar indicación de nuestra ruta para que otros supervivientes vinieran detrás de nosotros…

A continuación estaban los datos precisos para guiarse por las estrellas. Y la situación de las tres grandes corrientes que, como ríos que discurriesen por dentro del mar, llevarían cualquier nave hacia la Otra Tierra. Pero ¿para quién dejó Talos esas indicaciones?, se preguntaba Lisán. ¿Para los supervivientes de Thera? Le costaba creerlo. Talos era un extranjero en el imperio Keftiú y no tenía motivos para preocuparse por la vida de aquellos que, al volverle la espalda, provocaran la ira de los dioses, tal y como en el texto se afirmaba que había sucedido. Quizá dejó las planchas plúmbeas para sus compatriotas de Tiro, y por ese motivo estaban escritas en la lengua de esa ciudad y no en la del Imperio del Mar.

Si fue así, no fueron encontradas hasta muchos siglos después, cuando la providencia decidió que su antepasado romano diera con ellas para enterrarlas en los cimientos de su nueva casa. El destino sujeto por Allah había permitido que él las obtuviera al final de esta larga cadena y que dispusiera de los medios para traducirlas.

Pero había algo maléfico en todo esto. Algo que no podía provenir del Altísimo.

Algunos párrafos lo llenaban de terror:

A la primera luna llena que os ilumine en alta mar le sacrificarás un niño varón, encomendándote al dios Baal, y luego beberás su sangre…

El texto contenía numerosos rituales sangrientos semejantes a éste. Se diría que la embarcación debía navegar dejando detrás de sí un reguero de niños degollados. Creencias de los tiempos de la ignorancia, antes de la llegada del Islam. La era Jahiliyya , en la que la humanidad era bárbara y supersticiosa, y en la que los sacrificios humanos y el canibalismo habían sido prácticas comunes por parte de los sacerdotes idólatras, los druidas y los chamanes. Cosas del pasado, dirían muchos. Pero recordó que Baba le había hablado de monstruos que se alimentaban con la carne de los hombres.

Durante horas el faquih permaneció en la toldilla, haciendo cálculos, ajeno a todo, hasta que la nave empezó a dar violentos bandazos. La tinta con la que escribía se derramó y sus papeles cayeron al suelo. Las paredes de madera oscura de la toldilla daban vueltas a su alrededor. La tablazón del suelo subía, bajaba y oscilaba de un lado a otro. Todo lo que había en el camarote intentaba golpearle en la cabeza. Oyó gritos fuera. Se caló un sombrero embreado que pendía de un clavo y, dando un traspié, se dirigió hacia la puerta.

Lo que vio al abrirla lo dejó paralizado.

Frente a la Taqwa se levantaban unas escarpadas moles purpúreas. Se veía romper las olas contra sus orillas y las cintas de espuma que marcaban el contorno de unas afiladas rocas.

La nave estaba frente a la Montaña de Tarik, aquellas Columnas de Melqart de los tirios, donde empezaba el Océano Tenebroso. Las olas eran enormes y se estrellaban contra las bordas lanzando chorros de agua. El viento rugía y la carraca se elevaba y descendía bajo el impulso de las olas. Piri impartía órdenes a gritos entre los turcos. Varios Sarray intentaban retener la última ánfora de inyibar y así evitar que el agua fresca que contenía se derramara. Pero el recipiente de barro era sacudido de un lado a otro. Ignacio, ayudado por dos marinos turcos, sujetaba con fuerza la caña del timón, mientras reía como un loco de sus inútiles esfuerzos. Lisán apartó la vista de ellos y contempló a su amigo, Ahmed al-Sagir, que vomitaba, echado sobre la borda. Jamîl estaba junto a él, intentando socorrerlo, pero aparentaba estar tan aterrorizado y mareado como su amo.

Se lanzó hacia el furioso torbellino que barría la cubierta y corrió hacia su amigo atravesando aquella bamboleante superficie. Una gran ola se estrelló contra su costado, convirtiéndose en una cortina de espuma que cubrió por completo a Ahmed y al mawla.

– ¡Hermano! -gritó Lisán-, ¡no puedes quedarte aquí!

– Déjame -gimió Ahmed-. No deseo otra cosa que la muerte.

Vomitó de nuevo. El faquih lo tomó por el brazo y le dijo a Jamîl:

– Ayúdame a llevarlo hasta el alcázar.

Apoyado en Lisán y en su mawla , Ahmed caminó torpemente hasta un lugar más resguardado. Al pasar frente a Ignacio, éste les gritó:

– ¡Maldito seas, sarraceno! ¡Me has embarcado con un puñado de dueñas de fogón!

Ya a resguardo bajo la tablazón del alcázar, Lisán volvió sus ojos hacia el mar. La Montaña de Tarik se levantaba como una nube tempestuosa, suspendida amenazante a menos de un tiro de piedra de la carraca.

– Temamos a Allah con el temor que le corresponde -musitó-. Glorificado y altísimo sea…

Parecía que iban a estrellarse de un momento a otro contra aquel acantilado. Pero, de repente, se abrió ante ellos un horizonte despejado. Como por milagro, la mole rocosa se había alejado y ahora sólo una leve brisa rizaba la superficie del mar. A babor, la costa de África apareció y desapareció varias veces entre las brumas, como un espejismo, y luego se vieron navegando por mar abierto.

Una vez cruzado el estrecho, los turcos pudieron al fin subir a las jarcias y desplegar todo el velamen de la Taqwa. Lo único que Piri esperaba ya era un poco de viento de levante, o del norte, que les permitiera navegar más holgados en la derrota trazada por el faquih.

– ¡No tenéis ni idea de dónde os estáis metiendo! -gritó Ignacio.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Lisán.

– No hay nada en el rumbo que has indicado. Nada.

– Estás equivocado. Lo que vamos a hallar no es algo que sobresalga de las aguas. Se trata de un río dentro del mar.

– ¿Una corriente marina? -bufó Ignacio.

– Así es. Situada a setecientas millas frente a nosotros.

– Entonces ya puedo jurar que vamos a morir todos.

– ¿Por qué? -preguntó Piri.

– Las corrientes son tan útiles como peligrosas cuando no se conocen bien. Yo navegué con los portugueses hasta Guinea. En varias ocasiones. La distancia que separa Guinea del Guadalquivir son mil setecientas leguas. En la ida los barcos se deslizan suaves, como un escupitajo al viento, y bastan veinte días para recorrerlas. Pero en el regreso se emplean cuatro meses o más. Y se necesita una buena fuerza de vela y vientos muy favorables, que no son frecuentes. ¿Sabéis por qué?

– Al regreso teníais que remontar esa misma corriente -dijo Lisán.

– Justo. ¿Y sabéis qué significa eso en nuestro caso?

El faquih empezaba a sentirse harto de los acertijos de aquel piloto borracho y maleducado. Sin paciencia para esperar la respuesta, empezó a dar media vuelta para regresar junto a Ahmed. Pero Ignacio lo retuvo por el brazo.

– La tierra de «Irás y no volverás», hacia allí nos llevas.

– Mantén la derrota. -Lisán se zafó-. Preocúpate sólo de eso.

– ¡Moriremos todos! -gritó, y dio un largo trago de vino.

Piri caminó junto al faquih y dijo:

– Ese hombre nos traerá problemas.

– No creo, pero… ¿de dónde saca tanto vino? Las botellas que compré en el zoco no pueden durarle tanto.

– Sin duda sobornó a alguno de mis hombres para que le trajera una buena provisión.

– Si sigue bebiendo de esa forma, pronto perderá la poca capacidad que aún conserva.

– Eso me preocupa. Yo me las arreglé perfectamente para pilotar la carraca hasta Granada, pero nunca he navegado más de tres días sin tener la costa a la vista.

– Los datos que tengo son muy precisos. No debes preocuparte por nada.

Piri lo miró con intensidad.

– Pero tú eres el único que conoce nuestro destino, el modo de trazar la derrota para ir hasta él y luego regresar. Baba debe de haberse vuelto loco, pero yo no estoy acostumbrado a depender tanto de alguien. Si te pasara algo, sería el final de todos nosotros.

– Recemos a Allah, alabado sea, para que eso no suceda -replicó Lisán-. ¿Puedo confiar en tus hombres?

El joven capitán turco asintió.

– Todos sabían exactamente a lo que venían -dijo-, y son fieles a Baba hasta la muerte.

– Con la voluntad de Allah llegaremos a nuestro destino -dijo Lisán.

Regresó al alcázar, junto a Ahmed y su mawla.

– ¿Cómo sigues, hermano?

Su amigo lo miró con ojos vidriosos. Estaba mortalmente pálido.

– No muy bien -le dijo con una voz casi inaudible-. No imaginé que esto iba a ser tan duro.

Jamîl cambió el paño empapado en vinagre con el que intentaba refrescar la frente de su señor.

– ¿Es que nunca te habías embarcado?

– Sólo durante el Hach. Nunca más tuve necesidad de salir de al-Andalus. Me decía que no podía haber nada en el resto del mundo que mereciera la pena el esfuerzo de abandonar mi tierra. -Sonrió con amargura-. Tendría que haberme mantenido fiel a ese principio.

– Este malestar pasará -le aseguró-. Es sólo cuestión de tiempo.

Jamîl volvió a cambiar el trapo con vinagre.

– ¿Cómo te encuentras tú? -preguntó Lisán al chico.

Éste lo miró y dijo:

– Bien, mi señor. Estuve malo hace un rato, pero ya pasó.

En aquellos ojos había el miedo y la incertidumbre que todos sentían, pero que la expresión del muchacho mostraba de forma clara.

– ¿Estás asustado?

– Sí, señor. Los turcos dicen que navegamos hacia el borde del mundo y que caeremos por una inmensa catarata sin fin.

– Eso no es verdad -dijo el faquih -. ¿Confías en mí?

– Sí, señor -afirmó el muchacho-. Sois el hombre más sabio del mundo. Así lo asegura mi amo…

– Ya no tienes «amos», hijo -dijo Ahmed con un hilillo de voz-. ¿Cuándo te acostumbrarás a eso?

Lisán miró de reojo a su amigo, que forzó una sonrisa en su rostro demacrado. Luego se volvió hacia Jamîl y le dijo:

– Ah, ¿sí? Pues en ese caso debes hacerle caso a tu señor y creer lo que te voy a decir. No hay bordes del mundo, ni cataratas. Vivimos sobre una inmensa esfera, navegamos sobre ella y podríamos rodearla y regresar al lugar del que partimos. Esto es algo que los hombres sabios conocen desde hace muchos años. Pero, en ocasiones, la gente lo olvida porque nuestros sentidos nos engañan al contemplar lo cercano. Pero somos como hormigas recorriendo la piel de una gigantesca naranja. ¿Lo entiendes?