11

Ahmed al-Sagir regresó cinco días más tarde, acompañado por Jamîl, quince infantes Banu Sarray y varias carretas cargadas de víveres. Piezas enteras de carne curada de vaca y sacos de legumbres secas fueron descargados al otro lado del acantilado y transportados sobre los hombros de los turcos hasta la playa. Luego, los fardos fueron cargados en el batel e izados a bordo de la carraca con la ayuda del cabestrante. Aunque aún era temprano, hacía calor y los músculos de los que tiraban de las cuerdas relucían sudorosos.

Los Sarray contemplaban desde la playa el pesado trabajo de los turcos. Se sentaban en la arena, comían manzanas y discutían si esta u otra forma de entibar la nave era la mejor. Pero en ningún momento hicieron el mínimo ofrecimiento de ayuda. Vestían ropas lujosas, de seda negra y azul, con elegantes bordados de plata y turbantes de muselina. Tenían un aspecto impresionante con sus espadas jinetas colgando de cintos de cuero hervido ricamente repujados. Demasiado elegantes para mancharse las manos trabajando.

Sin embargo, esa misma tarde, cuando ya empezaba a refrescar, un grupo de Sarray se ocupó, personalmente, de descargar varias tinajas vacías. Las llevaron con cuidado en el batel hasta la carraca y las aseguraron con cuerdas alrededor de uno de los palos. Ignacio, que andaba ocupado en el aparejo, se acercó y quiso saber qué negocio tenían con aquello. Eran grandes recipientes, fabricados con algún tipo de arcilla de color rojo vivo, que los guerreros andalusíes empezaron a llenar con cántaros de agua dulce.

Uno de ellos le respondió al vizcaíno:

– Son unas vasijas muy finas, fabricadas por los mejores artesanos de al-Andalus con una tierra que llamamos inyibar mineral.

Ignacio se rascó la barba y dijo:

– Ya. ¿Y para qué sirven?

El Sarray lo miró como a un viejo chocho.

– No hay nada que refresque mejor -dijo-, porque la vasija «suda» y elimina el calor del interior. Con este material se fabrican las botellas en las cuales se bebe el agua por todo el país. También mantiene alejados a los ÿinn que emponzoñan el agua.

Ignacio los miró. Luego a las tinajas y de nuevo a los Sarray.

– ¿Sólo para tener agua fresca? ¿Eso es todo? -Por algún motivo, le costaba creerlo.

– Así es.

– ¡Ja! Podéis deshaceros de ellas ahora mismo.

Como los Sarray no le contestaron y siguieron con su trabajo, añadió:

– Son demasiado finas. No aguantarán el embate de la primera ola. ¡Ja! Vais a ver como se rompen. Apenas salgamos a mar abierto, se romperán. Para el agua llevamos esas pipas de madera. -El viejo señaló un gran recipiente atado a otro de los palos-. Está calentuzca y no huele bien, pero no hay otra manera.

Los Sarray lo ignoraron y continuaron con su tarea de llenar las tinajas. Cuando Ignacio se marchó, uno de ellos le dijo a otro:

– Sólo un perro o un infiel beberían esa agua medio corrompida.

El capitán de los Banu Sarray era un joven noble, de aspecto distinguido, con los perfectos modales de un caballero. Sobre la coraza traía ceñida una amplia marlota carmesí, de terciopelo brocado, abierta de arriba abajo y punteada con finos galones de plata.

Se presentó ante el faquih , al que saludó con sobriedad:

– As-salamu alaykum , Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan ibn Xahin. Parece ser que el deseo de Allah, exaltado sea, es que hagamos juntos el viaje. Puedes contar con mis armas y con las de mis primos para tu protección.

– Alaykum salam. Creo que ya nos conocemos, Yusuf ibn Sarray.

– Así debe de ser, aunque yo no te recuerdo, faquih.

Lisán hizo una breve reverencia y agradeció al Sarray que le ofreciera sus servicios. Luego fue en busca de Ahmed al-Sagir. Lo encontró en el acantilado, sentado sobre una roca. Rezaba y miraba hacia el cielo del atardecer. Las cuentas de madera del takbir pasaban veloces entre sus dedos.

– ¿Has visto esa nueva estrella, hermano? -dijo Ahmed a su amigo.

El astro ya asomaba claramente en el cielo rojizo. Lisán dijo:

– Sí, hace días. Y desde entonces no ha dejado de aumentar su brillo.

– En la Alhambra todo el mundo anda asustado con esa luz. Incluso le han puesto nombre: El Guardián , así la llaman… ¿Qué crees tú que indica? ¿Tiene algún significado que pueda interpretarse?

– Los cielos no son tan inmutables como creen algunos, hermano, pero cada cambio que se produce en el firmamento tiene el poder de aterrorizarnos.

– Eso ya lo sé. Pero ¿qué es lo que dice tu ciencia sobre esa estrella nueva?

– Quizá se trate de un cometa y, en ese caso, será un mal augurio.

Ahmed se volvió hacia su amigo. Había algo de esperanza en su voz:

– ¿Deberíamos entonces suspender nuestro viaje?

Lisán se llevó las manos a las sienes y dijo:

– No, hermano, no voy a hacer tal cosa. Aunque se están produciendo hechos que me llenan de inquietud.

– ¿A qué te refieres?

– Tal y como me prometiste, los Sarray están aquí. Parecen buenos guerreros, pero su capitán…

Ahmed al-Sagir asintió con un gesto.

– Yusuf ibn Sarray. Es el ahijado de mi buen amigo ibn Kumasa.

La corte de la Alhambra era el escenario de un juego de intrigas y odios entre las mujeres del sultán, Fátima y Zoraya, por un lado, y las familias de los Banu Sarray y los Banu Bannigas por otro. El instigador de los Banu Sarray era un alto dignatario de la corte llamado Yusuf ibn Kumasa, quien odiaba a Abu al-Qasim Bannigas, el gran visir.

– Me parece muy poco prudente por tu parte, hermano -le espetó Lisán-. ¿Qué precio vamos a pagar por meter a un príncipe de las dos familias rivales en esta aventura?

– Ibn Kumasa es como un hermano para mí, no debes preocuparte de nada. ¿Acaso al-Qasim no rechazó tu plan y te arrojó a las garras de los genoveses? Si hubieras acudido a ibn Kumasa en primer lugar, tu suerte habría sido otra y no hubieras tenido necesidad de asociarte con ese extraño personaje.

– Las cosas son como son -dijo Lisán golpeando la arena con un pie-; y no podemos volver atrás en nuestras decisiones. Pero debiste consultarme antes de traer al ahijado de ibn Kumasa a esta playa.

– Hermano, hermano… -Ahmed compuso un gesto de dolor-, no me reprendas por haber deseado lo mejor para ti. Éste es un mundo de lobos, y nosotros, ¿qué somos?

– ¿Qué somos, hermano?

– Simples corderos, por supuesto. Yo, un comerciante, y tú, un erudito. Si triunfamos en esta aventura, ¿cómo crees que podremos retener nuestra presa? Nuestros dientes son débiles y no estamos entrenados en estas lides, seremos empujados a un lado y los poderosos se repartirán el botín de nuestro esfuerzo. Los hombres como tú o yo sólo podemos medrar si nos arrimamos a la sombra de un buen árbol.

– ¿Y ese árbol es el de los Banu Sarray?

– Sin duda, hermano. Pueden ser odiados por unos, pueden ser los enemigos del sultán, pero sus ramas son fuertes y la sombra es nítida. Si tu triunfo es también su triunfo, entonces nadie se atreverá a lanzarse sobre él.

– Pero ¿qué esperan obtener a cambio?

– Beneficios políticos, por supuesto -admitió-, y cierto control sobre las nuevas rutas que surgirán tras este viaje. No podían negarse a acompañarnos, es una posibilidad de grandes beneficios y sólo arriesgan unos pocos hombres. Pero no necesitamos más, pues son los mejores guerreros de Granada.

– No sé, hermano, sigo pensando que no ha sido una buena idea…

– La mejor de las ideas, hermano. Además, es la forma correcta de hacer las cosas, en lugar de ocultarnos como criminales en una playa olvidada de la mano de Allah, alabado sea.

Es posible , reflexionó Lisán. Quizá su amigo tenía razón y él estaba equivocado. Sí y no. Y, como dijo el filósofo, entre el sí y el no salen volando de sus materias los espíritus y de sus cuerpos las cervices. A esas alturas ya no tenía la mente muy clara. Se sentía agotado de tanto preparativo y tan sólo deseaba emprender el camino de una vez por todas.

Alzó la vista hacia el cielo, contempló la nueva estrella. Deseó con todas sus fuerzas que se tratara de un buen augurio.

12

– ¡Largad trinquete! -gritó Piri Muhyi, haciendo bocina con las manos.

Ignacio sujetaba con fuerza la caña del timón. Escupió hacia su lado izquierdo, para alejar al demonio. Luego pronunció las frases de rigor para espantar a los malos espíritus que pudieran haberse enganchado al barco:

– ¡En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, que sea con nosotros y nos dé buen viaje a puerto de salvamento y nos lleve y nos vuelva con bien a nuestras casas!

Se santiguó varias veces con nerviosismo. Dio un largo trago de la jarra de vino que tenía a un lado y, en un tono más bajo, añadió:

– ¡Dios me asista en esta nave cargada de sarracenos!

Era el 25 Muharram del año 890. Tras la primera oración y antes de que despuntara el sol, la Taqwa se hizo a la vela. Había sido cargada con víveres suficientes para cincuenta personas durante tres meses. Lisán aseguraba que el viaje no iba a durar más. Sonreía al observar la delirante tripulación que había reunido: los piratas turcos, el insólito mameluco, los exquisitos Sarray, un viejo infiel borracho… Y él, un faquih con la cabeza llena de quimeras.

Pero es sabido que Dios es amigo de los locos.

Mientras la carraca se deslizaba segura por las aguas, una actividad frenética se desarrollaba en cubierta y en los palos. Bajo las órdenes de Piri, los marineros turcos corrían arriba y abajo, trincando o soltando cabos y escotas, subiendo por los obenques hacia las vergas, izando velas o tensando aparejos. Para cruzar con rapidez desde el castillo de proa al alcázar, habían tendido unas pasarelas hechas con cuerdas bien tensadas y enjaretadas entre sí. Los andalusíes contemplaban admirados todo este trabajo desde la cubierta principal, que quedaba ahora como un pozo bajo esta red. Los turcos, con los pies desnudos, corrían por ella como las arañas por su tela.

– ¿Qué tienes, hermano? -le preguntó Lisán a Ahmed al-Sagir.

Miraba hacia la playa rodeada de acantilados. Había tristeza en sus ojos.

– Pienso en mis mujeres, en mis hijos, y me pregunto cuándo los volveré a ver…

– Eso está en manos de Allah, alabado sea. Pero rezo para que sea muy pronto.

– Dime, hermano, ¿cómo es posible que nunca hayas sentido deseos de fundar una familia? Eso es algo que no puedo entender.