– Sí, mi señor -dijo Jamîl. Su expresión indicó al faquih que el chico no lo entendía en absoluto, pero que sus palabras habían bastado para tranquilizar todos sus temores-. El mundo es una naranja.

– Eso es -sonrió Lisán.

Más tarde, al pasar junto al timón comprobó que Ignacio estaba charlando con uno de los Sarray más jóvenes.

– Si seguimos hacia el sur… -decía éste con bastante temor-, se dice que el aire se vuelve irrespirable.

Ignacio hizo una mueca despectiva y dijo:

– Todo eso son patrañas… Yo estuve en el castillo de San Jorge de la Mina del Rey de Portugal. Está debajo de la equinoccial y soy un buen testigo de que no es inhabitable. Justamente en esas aguas pude ver nadar a algunas sirenas…

– ¡Sirenas! -exclamó Hubal, que así se llamaba el andalusí.

– Así es, hijo. No son tan parecidas a las mujeres como las pintan en los grabados, pero no están del todo mal.

La nave siguió su curso. Al tercer día llegaron los vientos deseados y pudieron, al fin, navegar a todo trapo hacia el suroeste.

14

Fue en la noche en la que completó su Hach.

Tras las vueltas rituales en torno a la Casa Santa, Lisán había conseguido acceder a la Piedra Negra y la había besado con fervor. En ese momento, experimentó una emoción desconocida para él. Una sensación dulce, que calentó su espíritu como lo haría el humo del hachís. Un profundo bienestar pulsaba en su pecho, lo hacía plenamente consciente de la presencia de un Dios Único, Allah Ahad. La Esencia Divina que llenaba el Universo, transformándolo en un lugar amigable, acogedor, que endulzaba el aire que respiraba y penetraba en sus pulmones.

La multitud lo rodeaba como un único organismo palpitante que ocupara todo el Multazam, colmándolo, expandiéndose por unos lugares y encogiéndose por otros. Una anguila sin fin, que se mordía la cola y giraba sobre sí misma. Y él tuvo el fuerte deseo de estar solo para meditar sobre el significado de aquella intensa emoción que había experimentado.

Salió del patio pavimentado y caminó por la rambla. Sus pies hacían crujir la arena, y este susurro apagaba el ruido del gentío. Una casida antigua le daba vueltas por la cabeza, como una cancioncilla que se hubiera quedado pegada a su memoria. Cerró los ojos y empezó a recitarla en voz alta… Entonces notó el contacto, suave como la seda, de una mano sobre su espalda. Se volvió y se encontró frente a una mujer. La mitad de su rostro estaba oculta por un velo, pero tenía los ojos más negros y bellos que él hubiera admirado nunca.

– Señor, ¿qué era eso que susurrabas? -le preguntó ella.

Fascinado por su presencia, Lisán dijo:

– No soy un poeta, mi señora. Estos versos fueron escritos por uno de gran talento hace muchos años. Decían: Mi corazón quedó atado a la madeja de tu cabello desde antes de la Eternidad. Nunca se rebelará, ni aun después de la Eternidad; nunca romperá su pacto…

– ¡Qué extraño es oír algo tan hermoso! ¿Cómo pueden unos versos expresar tan bien lo que los ojos no alcanzan a ver? Di, mi señor, ¿qué dijiste después de eso?

– Tu amor se ha plantado en mi corazón y en mi alma de tal manera que, aun perdiendo la vida, mi amor permanecería…

– Aun perdiendo la vida, mi amor permanecería… -repitió ella-. Ésa es la verdad: el amor es un mensaje de lo Eterno, escrito en el propio tejido del alma humana. El amor es inmutable y trascendente, como la bóveda celeste, y nos recuerda que la inmortalidad no es algo que queda fuera de nuestro alcance…

Lisán asintió, paralizado por la emoción de tener enfrente a una criatura tan hermosa y tan sabia. Ella le hizo una reverencia y dijo:

– Que Dios te guarde, mi señor.

Sin que Lisán pudiera hacer nada para retenerla -en su recuerdo siempre sentía sus miembros entumecidos, aunque deseaba correr tras ella-, la mujer siguió su camino. Pasó junto a él y se alejó hasta perderse entre la muchedumbre.

Cuando él reaccionó, rodeó el templo una y otra vez, buscándola entre todos aquellos rostros indiferentes, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Pero nunca más volvieron a encontrarse. No llegaron a cruzar ni una palabra más, y sólo le quedó el recuerdo de su voz, de aquel contacto breve de su mano, y de aquella mirada… Seguía soñando con sus ojos, dedicándoles torpes casidas que jamás mostraba a nadie. Y, después de tantos años, seguía fascinado por aquel instante de absoluta perfección: la certeza de la presencia de Dios, un sendero tranquilo en medio del tumulto, unos versos y la mirada de unos ojos que le daban sentido a todo. ¿Podría encontrar otra vez un sentimiento comparable?

Dicen que el grano que germina antes de ser sembrado nunca llega a madurar. Quizá por eso se había envuelto en una vida oscura, sin apenas relacionarse con sus semejantes. Sin ningún interés más allá de sus libros y de sus sueños irrealizables. Sueños como el que le había llevado a bordo de aquel barco.

Ahora recorrían unas buenas cien millas diarias y el tiempo pasaba lento entre guardias, trabajos de manutención y reparación. Unas jornadas tranquilas, apacibles, mientras la carraca navegaba segura a barlovento. El propio cuerpo de Lisán iba cambiando a medida que pasaban los días, sus articulaciones se acostumbraban a la humedad y dejaban de doler. Aprendía a disfrutar de los placeres más sencillos, como un chubasco pasajero que le lavara el salitre de las ropas o le proporcionara un trago de agua dulce y fresca. Y tenía todo el tiempo del mundo para sus recuerdos.

Los turcos vivían entregados a su trabajo, sin apenas mezclarse con los andalusíes, pues la mayor parte de ellos no hablaban otra cosa que el osmanlí. Hacían tres guardias diarias para realizar las distintas labores de a bordo. En cada una de ellas debían estar listos para maniobrar con el aparejo en caso de cambios bruscos en dirección e intensidad del viento y debían realizar el lavado de toda la cubierta, para mantenerla con una humedad constante y evitar que se secara y resquebrajara por el sol.

Los Sarray disponían de todo el tiempo libre. Jugaban a los dados, discutían o fumaban pipas de hachís, del que parecían haber traído una buena provisión. También dedicaban muchas horas del día al cuidado del acero de sus armas, limpiándolas y engrasándolas para evitar que el salitre del mar las enmoheciera.

Nadie es más elegante que un Banu Sarray , pensaba Lisán, admirando el porte de aquellos hombres. Siempre andaban perfectamente ataviados con sus exquisitos brocados y sus turbantes de muselina, lo que era un poco incongruente en aquella cubierta atestada. Ante la imposibilidad de lavarse a diario, usaban perfumes que habían traído en diminutos y preciosos frascos. Los turcos se burlaban pinzándose las narices al acercarse a los Sarray, como si fueran incapaces de soportar aquel olor.

Ahmed se había ido recuperando poco a poco del malestar que le ocasionaba la inquieta superficie de la nave, pero sabía que nunca se acostumbraría por completo, pues hay hombres cuya naturaleza parece ser contraria al mar. Al menos había aprendido a mantener la comida en su interior, y eso, de momento, era más que suficiente. Lisán intentaba animarlo conversando largas horas con él, tumbados en la cubierta de popa, suspirando por que se levantase algo de brisa.

– Se diría que estamos solos en el mundo, ¿no crees? -Ahmed señaló a lo lejos con el brazo extendido-, que el resto de las cosas han desaparecido y que sólo quedamos nosotros a bordo de esta vieja nave…

Ciertamente, era extraño descubrir los límites de lo humano que establecía la propia carraca. Cuerda, madera, nudos y seres humanos… y más allá un inmenso azul donde éstos no podrían sobrevivir ni un instante sin la ayuda de aquel artefacto.

– Cada vez estamos más lejos de la tierra conocida… -añadió-, y la desolación parece extenderse sin fin frente a nosotros… Se diría que estamos entrando en un universo vacío.

– No, hermano -dijo Lisán. En medio de la inmensidad del mar todo cobraba un nuevo sentido-. Tal cosa no es posible. Fíjate en esta nave -dijo mientras miraba hacia la selva de jarcias que sostenían los mástiles y a los turcos que trabajaban en lo alto-, es sin duda una de las máquinas más complejas inventadas jamás por el hombre, un laberinto de cabos, de centenares de juegos de poleas usados para levantar las vergas y enfocar las velas hacia los vientos. Cada pieza tiene su importancia en función de las demás; ninguna está aislada; ninguna trabaja sola; todas son la Taqwa , la máquina que nos mantiene vivos. La inmensidad nos rodea, es cierto, pero también es tranquilizador pensar que todos y cada uno de nosotros…, incluso el vizcaíno -sonrió-, participamos de Allah, como las olas forman parte del océano. Somos pequeños, es cierto, pero existimos. Y, en nuestra pequeñez, somos capaces de enfrentarnos a los mayores desafíos. Gracias a Allah, alabado sea.

Ahmed le devolvió la sonrisa y apretó con cariño la mano de su amigo.

Siguieron hablando. Algo más tarde, Jamîl se puso en pie, interrumpiéndolos.

– ¡Mirad, señores! -gritó.

Lisán y Ahmed se volvieron hacia la dirección que señalaba el muchacho y ambos dejaron escapar una exclamación de sorpresa. Un grupo de ballenas se agitaban hacia el sur, delatando su ruta las vistosas bandadas de aves marinas que las seguían para aprovechar cualquier resto de sus cacerías. Una de gran tamaño nadó directa hacia la nave, con su cuerpo dibujado por manchas blancas y negras y unos ojos malévolos que todos pudieron distinguir con claridad. Parecía que su intención era chocar contra la Taqwa , pero empezó a sumergirse cuando llegó a un tiro de piedra de la proa. Turcos y andalusíes corrieron hasta el alcázar y la vieron hundirse tranquilamente a través del agua, hasta que desapareció en el abismo verde.

Algunos turcos habían gritado nerviosos desde lo alto de las jarcias, cuando pareció que el monstruo marino iba a cargar contra la nave. Yusuf ibn Sarray rió con los brazos en jarras, rodeado por sus hombres.

Están tan asustados como los turcos , comprendió Lisán, pero son demasiado orgullosos para demostrarlo.

De repente fue sobresaltado por el violento remolino que había aparecido junto a la nave. Se volvió en aquella dirección, a tiempo para ver cómo la ballena surgía de las profundidades. Dio un salto impresionante, sacando casi todo su cuerpo fuera del agua, y al caer chocó con violencia contra la superficie del mar, produciendo un tremendo ruido. Se sumergió y empezó a nadar alrededor de la carraca. Todos corrieron de una borda a otra para observarla y uno de los turcos le lanzó un palo que la bestia atrapó con los dientes y partió en dos.