– ¿Con qué os perfumáis, andalusíes? -gritó Dragut entre carcajadas-. Debe de ser una esencia muy cara, pues hasta los peces salen del agua para oleros.

– Me pregunto qué se ponen sus mujeres -dijo otro de los turcos.

– Sí -rió Dragut-. No me imagino que puedan oler mejor que ellos.

Yusuf ibn Sarray había saltado en busca de su arco. Colocó una flecha en él y lo tensó. Apuntó a la bestia. Disparó. El dardo se clavó en el lomo de la ballena. Ésta no pareció darse cuenta de la herida, pero los Sarray vitorearon entusiasmados a su capitán. Yusuf volvió a tensar el arco y disparó una nueva flecha que también se clavó en la criatura, que se alejó entonces del barco con los dos dardos sobresaliendo de la superficie del agua.

– ¡Menudo monstruo! -exclamó Lisán admirado.

El mameluco, que estaba junto a él, lo miró y dijo:

– Pensé que no creías en los monstruos, faquih.

Bajo su mostacho asomaba una sonrisa cínica. Lisán recordó su conversación en el alcázar, antes de que Ahmed regresara con los Sarray. No habían vuelto a tocar el tema desde entonces, pero la alusión de Baba era una clara invitación a hablar.

– Bueno -dijo Lisán-, de esas cosas quizá tengas mayor conocimiento que yo.

– Es posible, faquih.

– Muy bien. -Lisán se cruzó de brazos y lo miró desafiante-. En ese caso, dime si sabes algo de la tierra a la que nos dirigimos que yo ignore.

– Creo que sí.

– ¿Me hablarás de ello ahora?

Baba se atusó el mostacho y preguntó a su vez:

– ¿Me permitirás ver tus cartas de navegación?

Lisán estuvo a punto de negarse, pero reconsideró su postura. Había tenido buen cuidado de no traducir las anotaciones que contenían las cartas, así que eran incomprensibles para todos excepto para él, que era el único hombre a bordo capaz de leer los caracteres tirios.

Pero Baba le había asegurado que podía leer los símbolos egipcios…

Claro que, en ese caso, ¿por qué se preocupaba? Cuando estuvo en la playa, solo con el mameluco y los turcos, bien podrían haberse apoderado de sus documentos sin ninguna dificultad. No tenía sentido que Baba hubiera esperado a estar en alta mar para hacerlo. ¿O sí?

Necesitaba tiempo para pensar en todo aquello.

– Mañana temprano -le dijo al mameluco-. Ahora hace demasiado calor dentro de la toldilla.

– Cuando gustes -dijo antes de dar media vuelta y regresar con sus hombres.

15

Como cada mañana, Lisán se levantó una hora antes de la primera oración y atravesó la cubierta sorteando a los durmientes. Parecía atestada, a pesar de que un tercio de la tripulación debía permanecer en pie, de guardia nocturna. Pero, al tenderse, el cuerpo humano ocupa más espacio, y la superficie disponible sobre la Taqwa era escasa.

En la caña del timón, iluminado por la luz de un candil de aceite de oliva, montaba guardia uno de los turcos. La ampolleta situada junto a él era un reloj de arena destinado a controlar la duración de la guardia y, más importante aún, a calcular el tiempo para la estima de la navegación, pero el faquih le había añadido un ingenioso mecanismo que le permitía contar las vueltas que la ampolleta había dado. Las anotó con cuidado y devolvió el contador a su posición inicial.

La noche era fresca y el aire muy agradable, pero pronto amanecería. Hacía varios días que soportaban tanto calor que el alquitrán hervía en las junturas de la cubierta. El sol calentaba implacable, el mar estaba tranquilo y ni el viento más frío hubiera podido disipar por completo la calina que reflejaban las aguas. Era una delicia cuando al fin llegaba la noche y la nave se deslizaba en silencio por aquellas aguas negras.

Pero algo en el cielo nocturno preocupaba a Lisán. Se trataba de la estrella que había visto por primera vez en la playa; en el transcurso de los días su brillo había ido creciendo en intensidad y había desarrollado una larga cola plumosa. Un cometa, lo que para todo el mundo a bordo tenía un significado siniestro y establecía un mal augurio para la travesía. Los sabios Aristóteles y Ptolomeo creyeron que aquellas luces eran simples irregularidades de la atmósfera terrestre. Su paisano Séneca, en cambio, pensaba que eran cuerpos celestes independientes, como las estrellas o los planetas y que viajaban como éstos por la bóveda celeste. Y no hacía mucho que había leído el opúsculo de un tal Regiomontano, que confirmaba esta opinión e incluso aseguraba haber logrado medir su diámetro angular.

Pero en el texto de las planchas plúmbeas se hacía referencia a un cometa que había anunciado la venganza de los dioses, y eso significó la desaparición del más poderoso imperio de su tiempo. Se preguntaba qué relación podía tener aquella presencia en el cielo con todos los acontecimientos que se habían producido en su vida durante los últimos años. No lo sabía, y toda su ciencia no era suficiente para dar respuesta a esa pregunta.

Alejando esos temores de su mente, decidió seguir con su trabajo de cada mañana. Usó un kamal , también de fabricación propia, para medir la altura de la estrella Polar. El instrumento era un sencillo rectángulo de madera, de un par de pulgadas de longitud y una pulgada de ancho, con un cordel fijado en el centro del mismo, con nueve nudos situados a determinadas distancias unos de otros. Para medir la altura de la Polar, Lisán sujetó la cuerda con los dientes y colocó la tabla perpendicular a sus ojos, haciendo que su borde inferior coincidiera con el horizonte. La fue alejando, extendiendo el brazo, hasta que el borde superior coincidió con la estrella. El nudo que quedó entonces entre sus dientes le daba la latitud que buscaba medida en isbas , dato que el faquih anotó de inmediato en el papel que siempre guardaba entre los pliegues de su ropa.

– Se diría que nos sigue en nuestro viaje…

Era Baba. Había surgido de la oscuridad, envuelto en su manta de dormir.

– ¿A qué te refieres?

– El cometa. -El mameluco señaló el arco de luz en el cielo-. ¿Tú también piensas que es el anuncio de nuestra desgracia?

Lisán se preguntó si llevaría mucho tiempo observándolo trabajar.

– No tiene por qué ser un signo infausto -le respondió.

– Pero sin duda señala algo. Los cometas siempre son el anuncio de algún acontecimiento importante. Se dice que hubo un gran cometa sobre el cielo de Constantinopla la noche en que la ciudad cayó.

– Pero ¿qué significa eso? Lo que fue una gran desgracia para las gentes de Constantinopla, resultó, en cambio, un acontecimiento feliz para las del ejército otomano.

– Así es -dijo Baba-. En cualquier caso fue una jornada en la que se derramó mucha sangre. Muchas mujeres de ambos bandos lloraron la pérdida de sus hijos o esposos.

Lisán hubiera querido poder leer sus pensamientos.

– Eso es cierto -dijo.

Baba miró hacia lo lejos. Justo antes del amanecer el mar era una inmensa extensión negra con algunas fantasmales fosforescencias escabulléndose alrededor de la carraca.

– ¿Cómo puedes orientarte en medio de esta inmensidad?

– Se trata de aplicar las ciencias de la astronomía, la trigonometría y la geometría.

– Parece cosa de magia.

– Es sólo ciencia. Y muchas de estas técnicas ya eran conocidas por los antiguos griegos, aunque los navegantes del Mediterráneo las hayan olvidado. Lo único que hay que hacer es calcular la altura de la estrella Polar, aplicar las tablas y realizar un cálculo que nos diga nuestra posición. No es demasiado complicado.

– Asombroso -admitió Baba con tranquilidad-. Pero de esa forma sólo tienes el punto de altura, ¿cómo obtienes el punto leste-oeste ? [10]

El faquih alzó la vista hacia el mameluco y lo miró durante un rato sin decir nada. Aquel hombre le había demostrado de nuevo que sabía mucho más de lo que dejaba entrever. Esto ya se había convertido en algo habitual, pero cada vez le preocupaba más.

– ¿Cómo sabes que conozco el punto leste-oeste ?

– Tengo esa sensación, por la seguridad que demuestras en la estima de la navegación. Y no creo que sea sólo por la precisión de esa ampolla de vidrio que has colocado en el cuarto del timón. ¿Me equivoco?

– No te equivocas.

– Pero calcular con exactitud el punto leste-oeste es imposible, ¿no?

– Al parecer no lo es. Y ésa fue la clave que me demostró el verdadero valor de los textos tirios que traduje. Sabes de lo que estamos hablando, ¿no? A diferencia de la altura, vinculada al círculo máximo de la Tierra, el punto leste-oeste se mide con relación a un punto fijado arbitrariamente. Se suele usar Bagdad o Jerusalén. Se requieren dos mediciones: una del tiempo local y otra del tiempo en el lugar de referencia. La diferencia entre ambos puntos nos daría de inmediato la diferencia del «punto fijo», a razón de trescientos sesenta grados cada veinticuatro horas, pero en la práctica es imposible saber la hora local y la hora de referencia simultáneamente, porque no tenemos relojes tan buenos.

– ¿Y los antiguos tirios sí los tenían?

– Así es. Se trata de un reloj de gran precisión que está en los cielos, una estrella que varía cada dos días y veinte horas. Su brillo disminuye para luego volver a brillar con su intensidad habitual. Y, además, hay otros astros a su alrededor para poder comparar estos cambios. Es bien conocida por los astrónomos de Bagdad, aunque no imaginaron que era posible usarla como referencia para calcular el punto leste-oeste.

– ¿Qué estrella es ésa?

– Ra's al Ghul . [11] -La señaló en el cielo. Era un astro insignificante, un punto de luz rojiza que jamás hubiera llamado la atención de Baba.

– Fascinante -dijo, con una expresión extraña en su rostro-. Se podría pensar que es otro signo nefasto.

Lisán se encogió de hombros y volvió a su trabajo.

– La verdad -dijo- es que siempre es posible hallar signos nefastos allá donde mires. Sorprende ver cómo esa estrella va apagándose poco a poco para luego volver a brillar, como si resucitara de entre los muertos. Los eruditos tirios dejaron registradas sus variaciones… durante centenares de años.

Baba asintió, admirado.

– Me descubro ante tu sabiduría, Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan.

– Hazlo ante la sabiduría de esos hombres del pasado.

Lo cierto es que le costaba trabajo admitir que aquellos paganos, capaces de adorar a demonios y hacer sacrificios humanos, poseyeran más conocimientos que los sabios más adelantados de su tiempo. Pero así era. Para medir la variación de la luminosidad de aquella estrella, Lisán utilizó un instrumento muy sencillo, que había encontrado descrito en las planchas plúmbeas, junto a las tablas de variaciones. Se trataba de un disco de cobre con varios agujeros de diferente calibre taladrados en su superficie. No era difícil de usar. Bastaba hacer coincidir la estrella con varias de aquellas perforaciones para precisar los cambios en su luz.

[10] Se refiere a la longitud.


[11] El no muerto.