– As-salamu alaykum , Lisán al-Aysar, y los que te acompañan. -Su rostro parecía dividido en dos por aquel impresionante bigote-. Me alegra volver a verte, faquih.

– Alaykum salam , Baba ibn Abdullah. Quiero presentarte a mi hermano, Ahmed al-Sagir ibn Yusuf ibn Nadîm.

Si la presencia de éste disgustó de alguna forma al mameluco, no lo demostró en modo alguno. Repitió su bienvenida para Ahmed, con igual cortesía y sin dejar de sonreír. Vestía como un hombre rico; usaba una loriga oscura que le llegaba a las rodillas y sobre ella un peto de cuero hervido, adornado con el relieve de un dragón. Una cadena de oro colgaba de su cuello, pero lo que fuera que sujetaba quedaba oculto bajo sus ropas. Iba tocado con un ostentoso turbante mameluco, que lucía una pluma de faisán sujeta por un broche. Su mimsa y su alfanje colgaban de su cinto y, al advertir la mirada que Ahmed dirigía a las armas, explicó:

– Hay una razia de piratas infieles por la comarca.

– Estamos enterados… -dijo Lisán-. Pero pensé que la llegada de la carraca podría haber confundido a los lugareños.

– No. Una nave de infieles anda rondando la costa -dijo Baba-. Dragut fue advertido cuando acudió a comprar provisiones a una aldea cercana y luego la hemos divisado nosotros mismos.

Dragut era el hombre con el rostro picado de viruelas.

– No es fácil entenderse con la gente de aquí -masculló-, parlotean en el dialecto más ridículo que he oído nunca.

Su vocabulario no era menos extraño, consideró Lisán, pues las palabras en árabe las mezclaba con expresiones en osmanlí y persa.

– Ahora es tarde -dijo Baba-, os propongo que vayáis a descansar. Mañana os mostraré la carraca.

– Me parece bien -dijo Lisán, pues se sentía agotado por el viaje y los ojos de su amigo le indicaban que él también lo estaba.

Lisán y Ahmed tuvieron que esperar un momento frente a su tienda, hasta que Jamîl terminó de improvisar sus lechos con varias mantas que les dejaron los turcos. En el interior los esperaba un jarro de agua no muy fresca y dátiles. Pero estaban tan cansados y hambrientos que comieron y bebieron como si se tratara del más exquisito adiafa.

Más tarde, Ahmed se tumbó sobre las mantas con un puñado de dátiles en la mano y dijo a su amigo:

– Esto no me gusta nada, hermano.

– Me lo estaba imaginando. Pero ¿a qué te refieres exactamente…?

– Son muchas cosas… ¿No hubiera sido mejor atracar esas dos naves en el puerto de Salawbiniya y evitarnos todas estas incomodidades? ¿Por qué nos hemos arriesgado a continuar el viaje, rechazando la ayuda de la ronda?

– Si hubiéramos atracado en Salawbiniya, tendríamos que haber informado al alcaide sobre nuestro destino.

– ¿Y qué? -se extrañó Ahmed.

– Él podría dar cuenta de nuestra presencia en el puerto, y esto llegar a oídos de Abu al-Qasim Bannigas.

– ¿De verdad piensas que el Gran Visir intentaría retenerte?

– Quizá. Si tuviéramos éxito esto supondría una amenaza para los genoveses, ¿no crees? Y si de verdad al-Qasim está aliado con ellos…

– Hermano, las cosas están cambiando… Si los portugueses persisten en su empeño de ir más allá de Guinea, acabarán por romper el monopolio de Venecia. Los genoveses serán entonces los más interesados en encontrar una ruta alternativa que puedan explotar. Piénsalo, no tienen motivo alguno para impedirlo. Más bien al contrario.

– Pero me hicieron prisionero cuando acudí a pedirles ayuda. Lo más probable es que de no ser por la intervención de Baba ahora estaría muerto.

Ahmed al-Sagir se rascó la barbilla.

– Tú mismo lo dijiste -señaló al cabo de un rato-, estaban investigando la posibilidad de que tu propuesta no fuera una locura. No podían dejarte ir, sin más, y que buscaras auxilio en los venecianos.

– Pero Baba afirmó que…

– ¿Te das cuenta de que todas tus sospechas se basan en lo que te ha dicho ese hombre? De acuerdo, los eruditos del albergo no se lanzaron a tus pies alabando tu ingenio al descifrar esos textos. De acuerdo, te retuvieron contra tu voluntad. Pero te trataron con corrección, dentro de lo que cabe, hasta que descubrieron que el hombre que te acompañaba era un traidor que iba a vender esa información a terceros. Por eso limitaron tu libertad.

– Me encerraron.

– Sólo después de que te reunieras con ese Baba ibn Abdullah, un pirata que te propuso escapar de Génova.

– Nadie nos vio. No podían saber que me había encontrado con Baba.

Ahmed separó las manos y miró hacia arriba, como implorando la ayuda del cielo ante la ingenuidad de su amigo.

– ¿Es que no sabes que Génova es un nido de espías e informadores? ¿Cómo crees si no que Baba dio contigo? -Suspiró-. ¿Viajaste hasta aquí en la carraca?

– No. -Lisán meditó un instante antes de continuar-. El mameluco no disponía en ese momento de una nave adecuada, pero me aseguró que la conseguiría. Llegamos en el jabeque que viste atracado junto a ella.

– ¿Cómo consiguió la nave? De lejos me pareció de construcción genovesa o veneciana.

– La alquiló, según me dijo.

– Arrendar una carraca completamente pertrechada cuesta de doce mil a quince mil dinares por mes. Es mucho dinero.

Lisán hizo un gesto vago.

– Al parecer es un hombre muy rico.

– ¿Sabes lo que pienso, hermano?

– Creo que puedo imaginarlo.

– Esa nave ha sido robada a los genoveses.

– No tienes pruebas de eso.

– No, pero eso explicaría su insistencia en mantener en secreto vuestras actividades.

El faquih asintió.

– Cabe dentro de lo posible, sí.

– Hermano, hermano… -se lamentó Ahmed-. ¿No ves que te estás mezclando en un asunto de piratería? ¿Qué fue de los guardias del albergo? Dijiste que había sangre en las espadas de los turcos que te rescataron…

– Sí. Lo más probable es que los mataran -dijo Lisán con fatalidad.

– ¡Debemos salir de aquí de inmediato! -exclamó Ahmed llevándose las manos a la cabeza-. Mataron a dos guardias del albergo, robaron la carraca y… quién sabe qué otros crímenes han cometido esos hombres malvados.

Lisán alzó las manos pidiendo paciencia a su amigo.

– Si es así, hermano, entonces mi camino ya está trazado.

Ahmed sacudió la cabeza.

– Como tú me dijiste: hay algo en ese hombre… algo muy extraño…

– Hermano, no deseo implicarte en todo esto. Lo mejor es que regreses a Granada y te hagas cargo de las planchas de plomo.

– ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer tú?

– He elegido un camino. Ahora es ese camino el que me conduce.

– Pero yo no voy a abandonarte en este momento. Juntos hasta el final, ¿recuerdas?

– Sí, hermano -suspiró Lisán-. Entonces te propongo que esperemos hasta mañana, veamos en qué condiciones está la carraca, antes de seguir elaborando más teorías.

Su amigo asintió.

– Que así sea entonces, si Allah quiere. Pero mañana me escucharás.

En la lona de la tienda se proyectaban, retorcidas, las sombras de los hombres de Baba que montaban guardia. El sonido de las olas del mar, al alcanzar la playa y remover la arena y las piedras de la orilla, llegaba tan claro y acompasado como una melodía.

Ahmed se había dado la vuelta y había empezado a roncar casi al instante. Lisán envidió su facilidad para entrar en el mundo de los sueños. Salió afuera para contemplar las estrellas, algo que siempre relajaba su mente. Pero ni siquiera en ellas iba a encontrar la paz.

El manâzil , el cielo de las estrellas fijas que está contenido en la esfera de las doce Torres del Zodiaco, es inmutable y eterno. Lisán conocía la disposición de los astros con la misma certeza con la que un hombre sabría situar los lunares sobre el cuerpo de su amada. Sin embargo, algo había cambiado allá en lo alto. Una nueva luminaria, bastante brillante, había aparecido en el Trono de Géminis. Se estremeció. ¿Cuál sería el significado de ese acontecimiento? El vértigo se apoderó de él cuando intentó imaginar qué senderos tomaría su futuro. Atravesar un mar inmenso y peligroso… Lleno de leyendas y monstruos… Para llegar a… ¿Adónde? ¿Qué era lo que lo empujaba hacia lo desconocido?

Recordó aquel momento en que desistió de traducir el texto de las planchas de plomo y se concentró en otra cosa. No era la primera vez que hacía algo así. De hecho, era habitual en él eso de ir revoloteando de un empeño a otro, sin terminar nunca nada, sin centrarse en nada. Así había transcurrido su vida, como un largo y aburrido juego sin sentido.

Ya había alcanzado la edad de la madurez. Según las enseñanzas sufíes, antes de los cuarenta años no podía aflorar el estado espiritual necesario para el encuentro con la propia senda. Pero no había sido una decisión suya, inspirada por la acumulación de conocimientos a lo largo de los años, lo que lo había puesto en el camino, sino un golpe de suerte. La fortuna de que aquellos obreros encontraran las planchas de plomo enterradas en su jardín… La sorprendente coincidencia de que el cherif Alí al-Hacam pusiera a la venta aquel libro…

Los hombres van descubriendo su destino a cada paso, pero sólo Dios sabe adónde conducen todos los senderos… Lo único que él ya no podía hacer era echarse atrás.

10

Baba ibn Abdullah no era un hombre de mar. La tarea de patronear la nave se la había adjudicado al capitán del jabeque, un turco llamado Piri Muhyi. Y fue éste quien, a la mañana siguiente, les mostró la carraca.

– Gorda y vieja como mi mujer -dijo Ignacio, con una mueca de desagrado, y apenas pisó la cubierta.

– Suficiente para nuestros propósitos -le aseguró Piri.

Era un hombre muy joven, con el cuerpo bien proporcionado, musculoso. Llevaba un elegante jubón de paño rojo, abierto sobre el torso desnudo; la cabeza rapada y las orejas llenas de tintineantes anillos de oro. Lisán se preguntaba cómo era posible que Baba hubiera confiado el mando de la carraca a un muchacho que aparentaba tener menos de veinte años. Más tarde averiguaría que la familia de Piri tenía una larga tradición marinera. Desde que era un niño había navegado con su tío, el famoso corsario Kemal Reis.

– Para llevar cebollas por el Mediterráneo, quizá sea buena -insistió Ignacio-. No voy a negarte eso. Pero no es buena para navegar por el mar Océano. La primera ola un poco fuerte nos ha de partir en dos. Eso te lo aseguro ahora.

La verdad, era una nave bastante antigua. Tenía el casco ligeramente redondeado de las viejas cocas, pero presentaba el aparejo típico de una carraca, como un híbrido entre ambas. El alcázar y el castillo estaban integrados en el casco, aunque sin la complejidad de otras naves más modernas. Los palos trinquete y mayor iban aparejados con velas cuadradas; el mesana, con vela latina. Los tres palos eran de pino de Balsaín. La quilla, roda, codaste, baos, fogonaduras y guindastes, eran de buena madera de Guinea. Disponía de una única cubierta corrida, aunque desde el palo mayor hasta el extremo de la popa se levantaba el alcázar. Y, sobre él, en la toldilla, se encontraba el único camarote cerrado de la nave. El mameluco se lo había ofrecido a Lisán, para que instalara allí sus mapas y los instrumentos de medición.