– Después de haber aguantado todo el invierno y el maldito asedio, no me gustaría perderme el espectáculo… -dice uno-. Subamos hasta aquel alto, aquí no hacemos nada…

Y se marchan. ¡Se marchan! Es nuestro momento. Lo haremos ahora, a plena luz del día.

– ¡Vamonos! -bisbiseo.

Salgo la primera y ayudo luego a Guy. Tiene que extender los brazos por delante y pasar a continuación la cabeza y los hombros. Cae boca abajo, pero no se atasca. Todos los demás, o, mejor dicho, todas las demás, porque son cinco cataras, abandonan la gruta sin problemas.

– Tomemos el sendero que va ladera arriba -susurro-. A la luz del día, el otro es visible desde el campamento cruzado…

– Yo me he criado en Montségur y conozco las montañas…, puedo guiaros -dice tímidamente una de las muchachas.

– ¡De acuerdo! Ve delante.

Subimos por la trocha de la derecha, que es áspera y dura y se desmiga en cantos sueltos bajo nuestros pies, amenazando una caída vertiginosa al abismo. Desde luego, jamás hubiéramos podido hacerlo a oscuras. Subimos y subimos, sin aliento, con el corazón reventando en el pecho, desollándonos las rodillas, los tobillos y las manos, trepando a cuatro patas en las zonas peores, intentando ayudar al pobre y torpe Guy, que está a punto de despeñarse un par de veces. Me desato el cinto y sujeto con él la jaula del basilisco a mí espalda. Porque, por supuesto, lo he traído conmigo. Cómo no iba a hacerlo. León no me lo habría perdonado.

La ruta es tan pina que en poco tiempo estamos muy arriba. Hemos cruzado por la cuerda entre las dos montañas y luego subido al risco que hay detrás de Montségur. Al doblar un recodo, el sendero nos coloca sorpresivamente encima del castro. Nos detenemos a mirar mientras los pulmones nos estallan. Desde aquí se abarca todo; los legos ya se han entregado y han salido, porque a la izquierda de la explanada se ve un puñado de gente prisionera. ¿Les liberarán de verdad, como prometieron? Pienso con melancolía en el pobre Alado, nuestro viejo tordo. Ojalá lo traten bien y caiga en buenas manos. Un contingente de soldados está entrando en estos momentos en el castigado castro a paso de marcha.

– Ahí están… -musita Nyneve.

Sí, ahí están. Que la Santísima Virgen ayude a nuestros amigos. Los cátaros están esperándoles de pie en la plaza de Montségur. Quietos, desarmados y aparentemente tranquilos. Desde aquí arriba se les ve apiñados como corderos. Los conté, antes de salir del castro. Si no ha habido añadidos o deserciones, son doscientas veinticinco personas. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes. Los cruzados desembocan ahora en la plaza y los ven. Se detienen, desconcertados quizá por la silenciosa y serena presencia de los albigenses.

– Hace mil seiscientos años, cuando los bárbaros galos avanzaron triunfantes sobre Roma, los aterrorizados romanos evacuaron de la ciudad a las mujeres, los viejos y los niños, y luego se fortificaron en el Capitolio -dice Nyneve-. Pero los ancianos del Senado se negaron a huir. Sacaron sus sillas de marfil a la plaza y se sentaron allí, en el duro silencio de la ciudad abandonada, con sus bastones de mando en la mano, a la espera de la llegada de los bárbaros.

– ¿Y qué pasó? -pregunto con la garganta apretada.

– Que los galos llegaron y los mataron a todos.

El efímero instante de duda ha terminado. Los cruzados se abalanzan sobre sus víctimas y las sacan del castro a empellones. Veo que los cátaros intentan ayudar a caminar a sus heridos y que se dirigen con docilidad hacia el exterior, desordenados en su manso avance por el nerviosismo de sus captores, que les empujan y arrean contradictoriamente. ¿Hacia dónde les llevan? Quiero irme, debo irme, no deseo seguir mirando. Pero las jóvenes Perfectas que nos acompañan han caído de rodillas y rezan sosegadamente el Padrenuestro. Detrás de Montségur, ahora me doy cuenta, hay una gran empalizada que antes no estaba. Han debido de levantarla esta madrugada. Hacia allí los dirigen. Alrededor de la empalizada y dentro del vallado, que Dios nos asista, grandes haces de leña. Ya están llegando allí los albigenses, pastoreados con rudeza por los soldados. Veo cómo los van metiendo a toda prisa en el cercado. Desde aquí no puedo distinguirlos, aunque esa personita que no puede caminar y que es medio arrastrada, medio llevada en brazos, debe de ser la pobre Esclarmonde, la hija enferma del señor de Pereille: reconozco su vestido amarillo. Escucha, se oyen cantos. El viento nos trae, entrecortadas, las voces musicales de las víctimas. Retazos de sus últimos rezos. Cuatro verdugos con teas en las manos están prendiendo la leña en los cuatro puntos cardinales de la empalizada. La hoguera arde con llamaradas feroces: deben de haber puesto mucha brea. El viento sigue transportando hasta nosotros fragmentos de los salmos, pero también las primeras bocanadas de picante humo. Muy pronto, el cercado entero se convierte en una pavorosa bola de fuego. ¡Y aún puedo oír las voces de los mártires! Una humareda espesa empieza a cubrir todo. Y el tufo nauseabundo, el olor indescriptible de la pira. El ejército cruzado se retira en desorden y desciende a toda prisa por la ladera, hasta situarse a una buena distancia de la hoguera: el calor y el humo deben de ser insoportables. Miro a las muchachas que nos acompañan: ya no rezan, al menos no en voz alta. De rodillas aún, observan las llamas en silencio. Pálidas pero dueñas de una calma terrible. Una bocanada de aire caliente y apestoso nos golpea la cara. Trae un olor dañino, un olor abominable y pegajoso que se te mete en las narices y en la boca, que te colma de náuseas la garganta. Pienso en la señora de Lumiére, en Esclarmonde, en Corba. Pienso en los jóvenes guerreros que combatieron con tanta bravura durante tantos meses, y que eligieron con impecable coraje esta muerte atroz. Les conozco bien a todos, fueron mis amigos. Son los últimos de una larga historia de lucha y resistencia, las víctimas finales de esta inacabable guerra de los cruzados. Aparte del pavoroso silbido de la inmensa hoguera, ya no se escucha nada. Extinguidos los cánticos, reina un silencio total, el pesado silencio de la represión. «Allí murió la hermosa juventud», decía Robert Wace en su Relato de Brut, llorando la carnicería de la batalla final del rey Arturo, que acabó con las vidas del Rey y de los Caballeros de la Mesa Re donda. Los ojos se me llenan de lágrimas.

– ¿Cuántas veces más tendrá que morir la hermosa juventud? -digo con una rabia seca que se me agarra a la garganta y casi me asfixia.

Nyneve me mira:

– También puedes contemplarlo desde el otro lado -contesta, los ojos enrojecidos, la expresión serena-. También puedes preguntarte cuántas veces más seguirá naciendo.

He perdido a León, al igual que antaño perdí a mi Jacques. Habíamos establecido un punto de encuentro en el manantial de Frontine, a una jornada de distancia de Montségur, por si nos desperdigábamos en la huida. Pero ni siquiera pudimos llegar al lugar de la cita, porque la zona estaba tomada por las fuerzas del senescal. Escapamos del castro sin haber elegido el derrotero: no sabíamos si dirigirnos hacia el Reino de Navarra o hacía la Lombardía, la comarca natal de León. Al herrero no le complacía demasiado regresar a su tierra, pero habíamos decidido amoldarnos al itinerario que, una vez fuera de Montségur, se nos mostrara más libre de enemigos, más fácil y expedito. Ignoro qué habrá sucedido con León y los suyos, y ni siquiera sé si siguen vivos. Ruego a Dios que así sea. En lo que respecta a nuestro grupo, hemos encontrado impracticable la ruta hacia Navarra y, con enormes riesgos y penosos esfuerzos, hemos ido avanzando hacia el Nordeste, más o menos en dirección a Cremona, escogiendo las zonas más despobladas, caminando por las noches, ocultándonos en los bosques durante el día. Nuestra situación es muy difícil; tras la caída de Montségur, el Papa y el Rey parecen decididos a someter la región definitivamente. Los cruzados peinan los caminos, ponen controles, detienen e interrogan, mientras el Tribunal de la Inquisición va de pueblo en pueblo, arrancando confesiones, sojuzgando voluntades y atormentando cuerpos. El gran silencio de la represión va acompañado de los susurros de las delaciones. Las malas palabras matan y nadie se encuentra a salvo de los Domini canes.

Hostigados por los cruzados y los inquisidores, durante algunos días nos subimos a los altos de la Montaña Negra y vivimos escondidos entre las rocas, sorbiendo huevos de pájaros y masticando bayas. Pero sabíamos que no podríamos continuar así por mucho tiempo. Entonces Wilmelinda, una de las Perfectas, nos propuso un plan:

– Mi familia posee una torre fortificada en una zona montañosa próxima al monte Lozére, no muy lejos de aquí. Es un lugar agreste y apartado. Podríamos refugiarnos allí y permanecer escondidos unos cuantos meses, hasta que las cosas se calmen y nos sea más fácil continuar el viaje.

No sé si hacemos bien, no sé si hubiéramos debido seguir huyendo, mientras aún podemos; temo que, en mi decisión, haya influido demasiado el deseo de no marcharme sin saber qué ha sucedido con León. Y la esperanza de volver a encontrarlo, si no me alejo. Sea como fuere, hemos aceptado la idea de Wilmelinda y ahora nos dirigimos hacia allá. Lo más sorprendente es que nuestro itinerario nos obliga a pasar por tierras conocidas. Sin quererlo, y sin siquiera desearlo, he vuelto a mi hogar.

– ¿Te acuerdas, Leola? Ese es el bosque de Golian, donde nos conocimos -dice Nyneve.

¿El bosque de Golian? No me lo puedo creer. Hace veinticinco años que no vengo por aquí. Mi vida peregrina y mis pies andariegos me han llevado por todos los confines, pero desde que huí del terruño donde nací no había vuelto a pisar estos viejos caminos. El destino es a menudo cruelmente simétrico: heme aquí de regreso, convertida de nuevo en fugitiva, con el fuego y la guerra a mis espaldas y el corazón partido por la pérdida insoportable del amado.

– Pero ¿dónde está el bosque, Nyneve? ¿Estás segura de que era por aquí?

– Sí…, seguro -contesta mí amiga, algo desconcertada-. Mira el perfil del horizonte… Y la roca aquella, que es como una gran nariz.

Avanzamos por las suaves lomas, pero, después de una primera línea de viejos y frondosos arces, ya no se ven más árboles. Donde antes se extendía una densa floresta, ahora hay campos y más campos ondulantes, algunos de labor, la mayoría de pasto. Pequeñas veredas recorren ordenadamente este territorio antaño salvaje, y un buen número de ovejas de abultadas lanas rumian en los prados. Nyneve lo contempla todo boquiabierta: