– No puede ser… Ya no queda nada del Golian… ¡Pero mira! Aquel grupo de rocas deben de ser el viejo manantial…
Corremos hacia allí. Desprovistas de la vegetación qué las protegía y que convertía el lugar en un bello y umbroso rincón de la espesura, las rocas del manantial me parecen mucho más bajas y pequeñas de lo que yo recordaba. Están blanqueadas por el sol y recubiertas de polvo; incrustado en la piedra, un caño metálico roñoso deja caer el agua sobre un pilón de madera que sin duda sirve de abrevadero para los animales. Y la pequeña poza y el riachuelo que antes formaba el manantial ya no existen. En lugar de la poza hay un lodazal pisoteado por pezuñas, y el agua sobrante del pilón está canalizada con acequias, a la manera de los sarracenos. Nyneve se deja caer sobre una piedra, desalentada. No termino de entender por qué le conmueve tanto la pérdida del bosque, después de tantas otras cosas como hemos perdido, pero voy hacia ella intentando encontrar algunas palabras de consuelo. Sin embargo, antes de llegar junto a Nyneve me detengo de golpe: por detrás de las rocas del antiguo manantial, ahora domesticado en fuente, acaba de aparecer una vieja monja. Lo cual es un peligro: la monja puede extrañarse de nuestra presencia, puede sospechar que somos fugitivos, puede interrogarnos. Aunque las Buenas Mujeres han consentido en ponerse ropas de colores, en vez de las vestimentas negras habituales de los religiosos albigenses, ninguna de ellas está dispuesta a renegar de su fe. Si alguien les pregunta, dirán que son cataras. El pulso se me acelera, y más cuando veo que la mujer se dirige en derechura hacia nosotros:
– ¿No me reconoces, vieja chocha? -ríe la monja mientras mira a Nyneve.
MÍ amiga la escudriña estupefacta:
– Pero… Eres tú. ¡Eres tú! ¡Eres la Vieja de la Fuente!
– Eso es -dice la religiosa, haciendo una pequeña cabriola sobre el suelo enfangado.
Lo absurdo de su comportamiento enciende ciertos ecos en mi memoria. Contemplo la redonda barriga de la monja, su nariz bulbosa y. sobre todo, sus ojos inquietantes y disparejos, el uno de color marrón y el otro azul. La Vieja de la Fuente, sí…, la antigua bruja que, supuestamente, había encantado a Nyneve, colgándola del árbol donde la encontré.
– Os he visto llegar y me he escondido… porque en estos tiempos nunca se sabe. Pero te he reconocido enseguida, Nyneve. Estás bastante mayor y mucho más fea, pero todavía se ve que tú eres tú -sigue diciendo la monja, con una sonrisa llena de amarillentos y retorcidos dientes.
– Pero ¿qué ha sucedido aquí? ¿Qué han hecho con tu manantial?
– Es cosa de los frailes…, de los benedictinos. Tienen un monasterio por aquí cerca. Un monasterio inmenso, con un poder casi tan grande como el del Rey de Francia… Y se están quedando con todos los pueblos y las tierras de los alrededores. Talan los árboles, para que paste su ganado. Y también para que desaparezca el mundo antiguo. Sabes bien que los antiguos dioses y sus seguidores nos habíamos refugiado en los bosques salvajes y recónditos… Pero ahora los cristianos están destruyendo la floresta y acabando con el misterio, y de ese modo nos están echando definitivamente. Como es natural, también han cegado y canalizado los manantiales, que siempre fueron lugares sagrados en el viejo orden. A mí me han quitado mi casa, ya lo ves. Sigo viniendo por aquí todos los días, pero debo confesarte que he perdido todos mis poderes…
La Vieja de la Fuente ha dicho todo esto con rostro apesadumbrado y hondo sentimiento, pero ahora, de repente, vuelve a dar una cabriola y golpea con los nudillos a Nyneve en todo lo alto de la cabeza.
– Claro que, incluso sin poderes, siempre puedo atizarte un buen capón -dice entre risotadas.
– ¡Estás loca, Vieja! Sigues igual de insoportable -gruñe mi amiga, echándose para atrás y frotándose la coronilla-. Y, además, ¿qué haces vestida de monja?
– Ah, eso… Es que me he metido en un convento, cerca de aquí. Es más seguro. Ya sabes, si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.
– Es un pensamiento repugnante -dice Nyneve.
– Es posible… Pero es mucho más provechoso para la salud, te lo aseguro. En fin, veo que tú también sigues igual… De acuerdo, tú por tu camino y yo por el mío. Espero que tengas suerte y que no te quemen junto con tus amigas cataras, porque se ve que son herejes desde veinte leguas de distancia… Yo, mientras tanto, me conformaré con seguir siendo una bruja repugnante… pero viva.
Dicho lo cual, la Vieja de la Fuente nos hace una reverencia burlesca y se despide. La vemos alejarse, dando pequeños saltos y locos respingos, por el manso vacío que el bosque ha dejado.
Aunque llevo la espada y la daga al cinto, ocultas bajo la capa, voy ataviada de mujer. Vestir de caballero pero ir sin caballo y acompañado de media docena de mujeres y un gigante imbécil habría resultado raro y llamativo en estos momentos tan turbulentos. Así podemos decir que somos viudas, madres o huérfanas de guerreros muertos en la batalla; y que, pobres féminas desamparadas y solas, vamos a reunimos con nuestros familiares varones más cercanos, para ponernos bajo su protección. Por los caminos se ven muchos grupos de mujeres semejantes; tras la carnicería de la guerra, llega el tiempo de las hembras que lloran.
Hace horas que hemos entrado en las tierras del señor de Abuny. Mi antiguo amo. Aunque quizá ya no le pertenezcan. Voy buscando con mis pies el rastro que dejé en los antiguos senderos y con mis ojos el paisaje que conformó mi anterior vida, y no los encuentro. Memoria: juego de la imaginación, cuento de juglar, ensueño de un pasado que vivió otra persona a quien crees conocer, pero que ya no existe. Los montes parecen distintos, el río es menos caudaloso, hay un puente nuevo. Todo es más pequeño, más pobre, más feo que la imagen que guardo en mi cabeza. Hemos pasado junto al castillo de Abuny, que aún muestra las renegridas huellas del antiguo incendio y que, ahora lo veo, no es más que una deslucida y triste mansión fortificada. Y nos hemos acercado hasta mi antigua casa. Me ha costado encontrar el lugar, porque no queda nada. Espigas de centeno crecen en el rincón del mundo en que nací; y, sin embargo, allí me acunó mi madre entre sus brazos, y allí murieron después mi hermana y ella. Allí crecí junto a mi pobre padre y a mi hermano, a quienes no he vuelto a ver, de quienes no sé nada. Cómo siento ahora, súbitamente, el dolor irremediable de su ausencia. Tanta vida acumulada en ese pedazo de tierra, pero hoy no es más que un monótono sembrado, semejante en todo a cualquier otro.
Estamos detenidos en un recodo del camino, simulando descansar. Pero, en realidad, observo la modesta choza de techo de paja que acabamos de dejar atrás.
– Bueno, qué, ¿piensas ir? -pregunta Nyneve con cierta impaciencia.
– Pobre Leola, deja que se tome su tiempo para pensarlo -interviene Wilmelinda-. Es una decisión difícil…
En la parte de atrás han añadido una nueva habitación de adobe, una tosca joroba pegada a la cabaña. A un lado, un corral hecho de tablas, Un niño pequeño juega sentado en el suelo, ante la puerta abierta.
– Venga, ve… -me azuza Nyneve.
– Está bien.
Camino por el sendero hacia la cabaña. Voy despacio, como paseando. Como haciendo tiempo mientras mis amigas reponen sus fuerzas. Cuando llego lo suficientemente cerca el olor me golpea: humo de leña, potaje recalentado, rancio sebo quemado, el tufo poderoso del puerco que hoza en su pocilga. El antiguo olor del mundo antiguo. El niño levanta la cara y me mira. Está medio desnudo, descalzo, muy sucio.
– Hola, pequeño. ¿Cómo te llamas?
No me contesta. Debe de tener unos dos años. Con sólo tres más, comenzará a trabajar para ayudar en casa. Pero por ahora está jugando con algo que no alcanzo a ver…, sí, con un palo y un escarabajo.
– Buen día nos dé Dios…
Doy un respingo. En la puerta de la choza ha aparecido un hombre.
– Buen día…
La voz me tiembla. Y también las manos. Me las agarro con fuerza, para que no se note. El tipo es algo más bajo que yo y está bastante calvo. Su cráneo, requemado por el sol, está moteado de manchas. Tiene la espalda cargada y la cabeza encogida entre los hombros, lo que íe da un aspecto de perpetua humillación. Parece un anciano, pero yo sé que no lo es.
– ¿Puedo ayudaros en algo, mi Señora?
Y ese tono modesto y servil. Me estremezco. Le miro a los ojos y él me devuelve la mirada con cierta extrañeza. Ya no hay en él ese chisporroteo vital que había antaño, la alegría animal. Pero sigue siendo una mirada sencilla y honesta. Este Jacques ya no es mi Jacques, pero estoy segura de que es un buen hombre.
– En realidad, sí. ¿Podrías decirme de quién son estas tierras?
– De Su Majestad el Rey de Francia, mi Señora…
Lo ha dicho ahuecando un poco la voz, hinchando el pecho. Al pobre Jacques le enorgullece patéticamente ser siervo del Rey. Tal vez le parezca que supone un progreso desde su servidumbre con el señor de Abuny.
– ¿De veras? ¿Del Rey directamente?
– Bueno, Su Majestad no ha venido nunca por aquí. De cuando en cuando viene su administrador, el barón de Raspail, y se aloja en el castillo del Rey Transparente…
Me quedo estupefacta:
– ¿Cómo has dicho? ¿En dónde?
– En el castillo del Rey Transparente. ¿Venís del Sur? Entonces seguramente habréis pasado por él… Es esa fortaleza cuadrada con…
– Sí, sí, lo he visto, pero… ese nombre tan raro, ¿de dónde sale?
– No sé, mi Señora. Antes, hace tiempo, era el castillo del señor de Abuny, el antiguo amo de estas tierras. Pero Abuny perdió la guerra y lo perdió todo, incluso la vida. Después empezaron a llamar así a la fortaleza. Ignoro por qué, mi Señora.
Su actitud hacia mí es tan deferente que me siento turbada. O, más bien, entristecida. ¿Y si le dijera la verdad? ¿Y si me diera a conocer? Pero la distancia que nos separa es demasiado grande… De repente, me horroriza que me vea transmutada en una dama. La sombra ominosa del Rey Transparente nos cubre con sus alas. Es un mal agüero y me estremezco.
– Y, dime, ¿sabes qué fue de un buen hombre que vivía allí, en el hondón, al otro lado de la colina? Ayudó a mi padre en un momento de necesidad, hace muchos años, y desearía poder agradecérselo… Se llamaba Pierre. He pasado por allí, pero hoy sólo hay un campo de cebada…
– Oh, sí… Era muy buena gente. Nuestro antiguo amo, el señor de Abuny, nos llevó a la guerra, pero el Señor nos protegió y pudimos volver todos con vida, aunque el hijo de Pierre, Antoíne, perdió un ojo. Luego, hace ya bastantes años, Pierre enfermó y murió, y Antoine se marchó un buen día y no regresó. Entonces el barón de Raspail mandó derruir la cabaña y sembrar para el Rey. Es uno de los campos que yo atiendo.