El invierno se acerca con veloces pies helados y la Tierra entera se prepara para la llegada de los días oscuros. Las ardillas hacen acopio de provisiones, las marmotas se entierran a dormir, los árboles sueltan las hojas y se disfrazan de leña seca y muerta, a la espera del renacimiento de la primavera. Nosotros también tomamos nuestras medidas. Cosemos vestimentas abrigadas, cortamos leña, ahumamos carne, hacemos salazones y compotas. Ahora mismo me encuentro en la cocina, al amor de la lumbre, fabricando velas en compañía de tres cataras. Las religiosas rezan y yo pienso en silencio, mientras mis dedos calientan y derriten el sebo de carnero, cuelan la grasa para purificaría y sumergen una y otra vez la mecha, un tallo de carrizo o de junquillo, en el sebo licuado, añadiendo capa tras capa a medida que se va endureciendo. Pese al tufo y el pringue de la grasa y a las abundantes quemaduras que suele ocasionar esta labor, me gusta esta calma, el chisporroteo del fuego, trabajar con las manos mientras deja que mi cabeza vague de puntillas por los pensamientos. En los últimos meses han ido llegando a la torre, de manera desperdigada, seis Buenas Cristianas más, alguna de ellas de edad ya avanzada. Estamos felices de acogerlas con nosotros, pero si ellas han podido tener noticia de la existencia de nuestro refugio, entonces el enemigo también acabará por enterarse. Tenemos que salir de aquí, aunque ahora que somos más resulta difícil. Ahora bien, no voy a dejar abandonadas a su suerte a estas pobres mujeres. Ya lo he hecho demasiadas veces; ya me he marchado de muchas ciudades, en el transcurso de esta guerra, sin implicarme de verdad en el conflicto. Ahora han confiado a las Buenas Cristianas a mi cuidado, y las sacaré de aquí o moriré con ellas. Según nuestras informaciones, los caminos siguen estando en manos de los cruzados. Sin embargo, es necesario que nos vayamos. Pasaremos aquí el invierno, pero partiremos hacia Cremona en cuanto despunte la primavera.

– No sé si llegaremos… Las cosas están cada vez peor -dice Wilmelinda.

Tiene razón. La maquinaria de la represión va arrasando la Tierra. Después de doblegarnos en la guerra con la fuerza de la espada, llegó la Inquisición y su limpieza social; y ahora el siniestro mundo de los vencedores está siendo consolidado con leyes feroces. Y así, se han disuelto por decreto todas las asociaciones, ligas y coaliciones existentes, y se ha prohibido la creación de nuevas. Han empezado a perseguir a los judíos, y de ahora en adelante se les obligará a llevar un círculo amarillo cosido a sus ropas. Se están taponando todos los subterráneos, para acabar con los lugares clandestinos de reunión y también para extinguir los viejos cultos a la Tierra. Después de todo, la Vieja de la Fuente tenía razón. Pero lo más increíble y desfachatado es que las sediciones de los vasallos contra los señores serán consideradas, a partir de ahora, un sacrilegio… Al Poder Eclesiástico y el Poder Terrenal les ha ido tan bien luchando juntos en la cruzada contra la nobleza provenzal, que han decidido aliarse sin tapujos… De ahora en adelante, serán reos de excomunión no sólo aquellos que cometan delitos religiosos, sino también aquellos que atenten contra las tierras y las propiedades del Rey y de la Iglesia.

Y no sólo eso: han quedado fuera de la Ley, por supuesto, las traducciones que los albígenses hicieron de los Libros Sagrados a las lenguas populares, y por añadidura han prohibido la circulación de los Evangelios enteros, incluso en latín: su contenido es juzgado tan peligroso que sólo los clérigos pueden abordarlo. Es el silencio, el gran silencio de la palabra humillada y encadenada, es el clamoroso silencio que siempre se produce cuando la única voz autorizada es ¡a de quien detenta todo el poder. Están construyendo un mundo sofocante. A decir verdad, no me extraña que Nyneve ande alicaída. Aunque ayer se encerró en la alcoba que usa como laboratorio y se dedicó a sus raíces, sus hervores y sus experimentos, cosa que llevaba mucho tiempo sin hacer. Que yo sepa, ahí sigue metida: no sé si es que anoche no se acostó, o si se ha levantado con el alba, pero esta repentina actividad debe de ser un buen síntoma.

– Ah… Hola, Leola, ¿estás aquí?

– ¡Nyneve! Justamente estaba pensando en ti ahora…

Mi amiga ha aparecido en el umbral de la cocina. Está muy pálida y unas profundas sombras azuladas rubrican sus ojos. Parece cansada, pero su expresión es, por otra parte, extrañamente serena.

– Yo también. Te estaba buscando. ¿Podrías venir conmigo un momento? Quisiera hablarte de algo.

Dejo el pequeño cazo donde derrito el sebo sobre el poyo de piedra del hogar, me limpio las grasientas manos con un paño y salgo detrás de Nyneve. Fuera de la cocina y de su alegre fuego, la torre está helada. Un viento afilado se cuela por el hueco circular de la escalera. Siento un escalofrío mientras sigo a Nyneve, que camina a buen paso delante de mí. Subimos unos cuantos escalones desgastados y llegamos a su laboratorio. Dentro, el aire es algo más tibio y huele a moho, y a algo picante pero no del todo desagradable que no acierto a identificar. Nyneve cierra la puerta detrás de nosotras.

– Tengo una cosa que decirte…

No sé por qué, su tranquilidad me inquieta.

– ¿Qué sucede?

– No ha sucedido nada… todavía. ¿Te he hablado alguna vez del Elixir Ambarino? Probablemente no… Es uno de los saberes más ocultos. He pasado toda la tarde de ayer, y toda la noche, y toda la mañana, confeccionando el elixir según una fórmula antiquísima que no puede escribirse y que debe guardarse sólo en la memoria. Y he conseguido llenar todo este pomo.

Levanta una pieza de terciopelo oscuro que hay sobre la mesa y deja al descubierto una pequeña botella panzuda de vidrio opalino y translúcido. Desde dentro del lechoso recipiente lanza destellos un líquido anaranjado que parece fuego.

– Qué color y qué brillo tan extraordinarios… -me admiro-. ¿Y para qué sirve esta pócima?

Nyneve sonríe:

– Es la salvación. Es el camino que lleva a Avalon.

Y señala con la mano hacia el castillo dibujado en la pared, porque es aquí, en la estancia en la que ha instalado su laboratorio, donde Nyneve pintó los trampantojos.

– ¿Qué quieres decir? No entiendo…

MÍ amiga suspira.

– Sí, mi Leola, sí. Hay una manera de llegar a Avalon.

– Sigo sin comprender.

– Es fácil. Basta con beber un trago, un pequeño trago de este brebaje, y caerás sumida en un sueño… Un sueño tan profundo que semeja la muerte. Pero en realidad lo que queda de ti aquí es sólo un espejismo, una mera representación de ti misma, una cáscara vacía o aún menos que eso, un simple reflejo de lo que tú eres. Porque tu espíritu y tu verdadero ser atraviesan el éter hasta Avalon, hasta ese otro mundo latente y mágico donde la vida es justa y es hermosa.

Frunzo el ceño, intentando entender lo que me está diciendo. Y, al mismo tiempo, temerosa de entenderlo.

– Pero entonces… desapareces de este mundo, ¿no es así? Desapareces para siempre…

– Siempre es una palabra demasiado grande, mi querida Leola… Todo acaba volviendo, y tú, que naciste campesina, deberías saberlo. Deberías saber que la tierra endurecida y abrasada por el frío vuelve a romperse todas las primaveras por el empuje de las pequeñas hierbas.

Siento un espasmo de pena tan desordenado y tan agudo que casi roza el pánico:

– ¿Por qué me cuentas todo esto…? ¿Por qué has fabricado la poción…? Piensas irte, ¿no es así?

Nyneve se frota la cara con expresión fatigada. Luego me mira:

– Sólo quiero librarme de la era invernal que se nos avecina. Quiero huir de las noches ventosas y las mentes sin luz. Estoy demasiado cansada y soy demasiado mayor; carezco del aliento suficiente para seguir luchando. Prefiero refugiarme en Avalon hasta que terminen estos años de plomo y las cosas mejoren… porque mejorarán, lo sé, de esto estoy segura. Ven aquí, mira por la tronera… Mira esas ramas secas y quebradizas, esos árboles que parecen muertos para siempre, estrangulados por el frío aliento del otoño. Y, sin embargo, dentro de unos meses la vida empezará a hinchar otra vez esas cortezas tiesas, y los enrojecidos botones de las hojas nuevas empujarán la madera hasta hacerla estallar. Así sucederá también entre los hombres, puedes estar segura; es inevitable, es la ley de la vida.

– No te vayas… Por favor, no te vayas…

– Vente conmigo… Hay bebedizo suficiente para todos nosotros. Para ti, para Guy, para las Perfectas.

No puedo hacerlo. No estoy preparada. No quiero marcharme sin León. Muevo la cabeza negativamente. La barbilla me tiembla.

– ¿De verdad que no quieres? No insistiré… La decisión debe ser tuya. Pero no te preocupes, mi Leola…, en realidad no me voy muy lejos. El mundo de Avalon está aquí, muy cerca, incluso dentro de nosotros. ¿No has sentido alguna vez un escalofrío en una tórrida tarde de verano, como si alguien soplara suavemente sobre tu cuello sudoroso? Es el aliento de los otros, de los habitantes de Avalon. ¿Y no has tenido en algún momento la sensación de que algo se movía en el rabillo de tus ojos, como si hubiera una presencia que luego, al volver la cabeza, no has podido encontrar? Es el paso juguetón y fugaz de los otros, de los bienaventurados de Avalon. Escucha atentamente dentro de tu cabeza, escucha en el silencio de tus oídos, allí dentro, muy dentro: oirás un zumbido. Es el latir del otro mundo, es el murmullo paralelo de las conversaciones de Avalon, de todas las palabras libres que allí se pronuncian.

Las lágrimas caen por mis mejillas.

– No te vayas, Nyneve.

– No llores, Leola… La Cabala, que es un saber profundo y antiguo, dice que el mundo es una isla de infelicidad en un mar de gozo. Sólo estoy escapando de esta isla de infelicidad en la que ahora mismo estamos atrapados… Pero el gozo existe y es mucho más fuerte y más abundante. Regresaremos y seremos millones.

Le acaricio la mano. Está fría y un poco rígida. He visto muchos muertos en mi vida, y en verdad Nyneve parece estar muerta. Salvo, quizá, por el color de su piel, pálido pero luminoso. O por la expresión, tan limpia y tan serena. Tiene puesto su traje de gruesa lana azul. Eligió vestir ropas de mujer para marcharse. Se levantó muy temprano esta mañana, se despidió de Guy y de las Buenas Mujeres y luego ella y yo dimos una vuelta por los alrededores de la torre. Lo miraba todo: los ateridos gorriones en sus ramas, las hierbas quemadas por la escarcha, las nubes fugitivas en el cielo sombrío. Regresamos a su laboratorio y me abrazó: