Y entonces, cuando las cosas ya estaban tan mal que parecía imposible que pudieran ir peor, los objetos empezaron a borrarse. Un día desapareció de golpe el árbol más añoso del Camino Real, otro día se volatilizó un lienzo de la muralla, una mañana se borró la escalera de piedra del campanario y para poder subir tuvieron que colgar escalas de cuerda. Era como si la falta de veracidad y solidez de las palabras hubiera contagiado a la materia. Había escudillas que desaparecían con su contenido de guisantes cuando el comensal iba a hundir la cuchara en el guiso, borceguíes que se desvanecían dejando los pies desnudos, espadas que se borraban en el aire justo cuando el guerrero se disponía a descargar un mandoble mortal. Grande fue el susto de las gentes ante estos prodigios, pero aún se asustaron mucho más cuando advirtieron que e! Rey empezaba a transparentarse. Poco a poco, día tras día, el monarca parecía ir perdiendo su sustancia y afinando la masa de su ser, de tal modo que, sin adelgazar propiamente en sus carnes, sin embargo se hacía más ligero, se difuminaba, se iba clareando de través como una urdimbre demasiado raída por el uso, o como e! humo que la brisa disuelve.

Al principio, el Rey no advirtió las mudanzas que acontecían en su cuerpo, que en los comienzos eran sobre todo visibles con cierta perspectiva y a contraluz; y, como hacía tiempo que se había instaurado entre sus súbditos la costumbre de mentir, nadie osó decirle lo que sucedía. Cuando el monarca descubrió su estado, el proceso se encontraba ya tan avanzado que una mañana de deslumbrante sol, en el jardín de palacio, un mirlo aturullado se estrelló volando contra el pecho real, creyendo que el paso estaba expedito.

Aterrorizado, el Rey corrió a visitar a la Dama de la Noche, que le recibió burlona y divertida. «Hada Margot, tenéis que socorrerme. Cuando me contemplo en el espejo, veo a través de mis mejillas el tapiz que cubre el muro a mis espaldas. Si sigo así, desapareceré muy pronto», gimió el monarca. «Yo no he sido la causante de tu estado actual, Rey; te lo aclaro por si vienes a mí con esa sospecha -contestó la Dama -: El único responsable de tu ruina y de la de tu Reino eres tú mismo, y a decir verdad, yo ignoro cómo ayudarte. Te aconsejo que vayas a consultar con el Dragón; es la criatura más sabia del mundo y tal vez conozca algún remedio para tu mal. Y date prisa, porque sin duda morirás muy pronto».

Aún más empavorecido tras las palabras del hada, el Rey ensilló sus mejores caballos y galopó sin pausa a través de su Reino medio borrado, hasta que llegó al confín rocoso donde habitaba el antiquísimo Dragón, el ser vivo más viejo de la Tierra. Y ¡legó a la guarida de la criatura, que era una caverna monumental erizada de largas lágrimas de piedra, y desmontó de su bridón y entró a pie, amedrentado y titubeante. Y a los pocos pasos se topó en efecto con el monstruo, que era tan grande como una catedral tumbada de medio lado. El Dragón dormitaba, produciendo con sus resoplidos un estruendo semejante a un derrumbe de rocas. Era de color verdoso negruzco, y las enormes y endurecidas escamas que erizaban su piel guardaban en sus repliegues una suciedad milenaria, lodo petrificado del Diluvio. Bajo los belfos babosos, unas puntiagudas barbas blancas. Exhalaba un olor fortísimo, una peste punzante, como a orina de cabra y a hierro frío.

«Mi Señor Dragón -llamó el Rey con vocecilla temblorosa-. Perdonadme la molestia, mi Señor…». Tuvo que repetir el llamado varias veces hasta que al fin la criatura se estremeció ligeramente y abrió un ojo, sólo uno, sin alzar la cabezota ni mover nada más de su corpachón. El ojo, amarillo y rasgado como el de un gato pero de tamaño descomunal, vagó adormilado por la cueva, buscando el origen del ruido. «Aquí, mi Señor Dragón…, soy yo, el rey Helios…», dijo el monarca, agitando los brazos y colocándose contra el fondo Uso de una gran roca, para que su figura transparente resaltara más. «Ya te veo -dijo el Dragón con su vozarrón de vendaval-: Aunque eres poca cosa». «Por eso me he atrevido a molestaros, sabio Dragón. Sólo vos podéis conocer el remedio a mi mal. Mi Reino y yo estamos desapareciendo, y si no me ayudáis, moriremos muy pronto», imploró el monarca. El monstruo alzó con esfuerzo y cansancio su enorme testuz y abrió el otro ojo.

Contempló con gesto pensativo y cierta curiosidad lo que quedaba del Rey y al cabo dijo: «Qué incomprensibles criaturas sois los humanos. No entiendo por qué os espanta tanto morir hoy, por qué hacéis lo posible y lo imposible por seguir viviendo un día más, cuando todos vosotros desapareceréis mañana irremisiblemente, en un tiempo tan breve que es inapreciable. ¿Qué importa morir antes o después, si sois mortales? Claro que tampoco entiendo cómo podéis levantaros todas las mañanas, y comer, y moveros, y luchar, y vivir, como si no estuvierais todos condenados». Dicho lo cual, el Dragón, fatigado, dejó caer la cabeza y volvió a quedarse instantáneamente dormido. Sus resoplidos retumbaron de nuevo en la caverna.

«¡Señor Dragón! ¡Señor Dragón! ¡Tened misericordia, no me dejéis así…!», suplicó el Rey; y, tras mucho insistir, consiguió despertar otra vez a la criatura. «Así que sigues todavía ahí, brizna de humano -masculló el Dragón-: Empiezas a fastidiarme con tus gritos. Además, tú solo te has labrado tu desgracia, y no veo por qué tengo que ayudarte… Aun así, haré algo por ti. Voy a plantearte una adivinanza cuya respuesta correcta te revelará el destino que te espera. Quién sabe, puede que, si conoces tu futuro, consigas cambiarlo. ¿Estás dispuesto a jugar?». El Rey pensó que tenía poco que ganar, pero tampoco nada que perder, y asintió agitando vigorosamente su cabeza translúcida. Entonces el Dragón entrecerró los ojos y declaró: «Este es el acertijo: cuando tú me nombras, ya no estoy». El monarca se quedó perplejo. Dio vueltas al enigma en la cabeza durante un buen rato como quien hace rodar un hueso de aceituna dentro de la boca, y casi iba ya a declararse vencido cuando, de pronto, la solución se iluminó dentro de su mente. Se estremeció, asustado de lo que había entrevisto. Y luego aclaró la temblorosa voz, miró al Dragón y dijo: «La respuesta es

FIN DE LA HISTORIA DEL REY TRANSPARENTE