Los Buenos Hombres y las Buenas Mujeres han destacado por su alegría y su serenidad. No les asusta terminar en el atroz abrazo de las llamas. Hace dos días, es decir, tres jornadas antes de acabarse la tregua, una veintena de personas pidieron recibir el consolament, el único sacramento albigense, de manos de los obispos cátaros de Tolosa y de Razés. Se convirtieron de este modo en religiosos de la secta y se condenaron al martirio, del que podrían haberse salvado. La mayoría de los nuevos Buenos Cristianos son guerreros; algunos están acompañados de sus mujeres. Corba, la anciana dama de Montségur, esposa del señor de Pereille, recibió también el consolament, así como su hija Esclarmonde, joven y muy enferma por la dureza y las fatigas del asedio.
Asistí junto con los demás a la administración del sacramento. Es una ceremonia sencilla, una simple imposición de manos; pero, dadas las circunstancias, fue un gesto de enorme trascendencia. Ahí estaban esos caballeros, esos escuderos, esas damas, entregándose a la muerte y al suplicio sólo sostenidos por la coherencia de su voluntad y su fe. Hacía una fría y transparente mañana de marzo y a nuestro alrededor el castro ofrecía el desolado paisaje de sus ruinas. En el aire flotaba una vaga promesa de primavera, pero los guijarros del suelo estaban escarchados y las sombras eran densas y azules. Todos los habitantes de Montségur, todos los que no estaban demasiado heridos o demasiado enfermos, nos habíamos congregado en la estrecha plaza, bien para recibir el consolament, bien para asistir a la imposición. En el conmovedor silencio de la ceremonia recordé el refinado mundo de la reina Leonor y cómo me emocionaban aquellos maravillosos paladines del Gran Torneo de Poitiers, aquellos guerreros cortesanos en quienes yo veía la máxima representación de la nobleza. Pero la verdadera nobleza, ahora lo sé, es esto. Es caminar toda tu vida con pasos atinados, con pasos que te salen del corazón; es que tus actos estén de acuerdo con tus ideas, aunque el precio sea alto. Y no imponer esas ideas a nadie, y ser modesto y compasivo en tu grandeza. Mi viejo amigo San Caballero tenía razón: tus últimos días sobre la Tierra son el momento de la gran verdad. Un final decoroso confiere dignidad y sentido a una existencia entera.
Yo no tengo la fe de los Perfectos y, aunque sus pensamientos me parecen hermosos y sensatos, ni siquiera sé si creo verdaderamente en el Dios de los cátaros. Por eso no me siento impelida a inmolarme con ellos, un sacrificio que por otra parte nadie me pide. Sin embargo, sí me han pedido algo: que escolte y ponga a salvo a una decena de Buenos Cristianos a los que los albigenses quieren evitar la muerte.
– Que seamos gente de paz no quiere decir que debamos dejarnos exterminar como corderos -nos explicó Bertrand Marty, el obispo de Tolosa, cuando nos mandó llamar-. Hemos escogido a diez Perfectos y Perfectas de entre los más jóvenes de la comunidad, los más fuertes y los más sanos, para que salgan de Montségur y puedan seguir transmitiendo la palabra de Dios, además de dar testimonio délo que aquí ha ocurrido… Queríamos pediros que les ayudarais a escapar. Que les ayudarais a llegar con bien al Reino de Navarra o tal vez a Cremona, lugares donde los nuestros siguen encontrando cobijo y apoyo.
Nyneve, León y yo aceptamos el encargo inmediatamente. ¿Cómo no hacerlo, si eso supone salvar de las llamas a un puñado de jóvenes? Y a Violante, que también vendría con nosotros. Alina y Filippo podrían quedarse para la rendición; al no ser guerreros o albigenses, sin duda les dejarían con vida. Pero ni la muchacha ni el eunuco consienten en separarse de nosotros. En cuanto a Guy, soy yo quien no quiere dejarle solo y atrás: también nos lo llevaremos. De manera que seremos nosotros seis, más Violante y los diez Perfectos.
Cuando Pierre Roger negoció la tregua, también tenía en mente esta posible huida. Necesitábamos ganar tiempo para intentar encontrar un túnel que, según una antigua leyenda, conectaba el castro de Montségur con la base del farallón de roca sobre el que está construido. El señor de Pereille había oído decir en su familia que la entrada del túnel se encontraba en uno de los pozos de Montségur, de manera que comenzamos a explorarlos. La intrépida y menuda Violante se hizo atar por debajo de los brazos con una larga soga, y León la bajó a pulso por los oscuros pozos. En uno de ellos, en el más estrecho y más limoso, pocos palmos por encima del agua negra y quieta, Violante halló una piedra plana y horizontal incrustada en el muro, y sobre ella una abertura suficiente como para permitir el paso de una persona. Se construyó un trinquete sobre el brocal y un arnés de cuero sujeto por cadenas con el que subir y bajar a las personas hasta el agujero. Como los lugares angostos me desasosiegan, decidimos que la exploración la hicieran León, Nyneve y Violante, y a esa labor han estado dedicando los últimos días. Al parecer el pasadizo comunica con un laberinto de grutas naturales; la enana, atada a una larguísima soga para no extraviarse, fue probando caminos hasta atinar con el verdadero. Anteayer consiguió salir a la superficie; la boca del túnel, cuentan, asoma al píe de la roca, a las espaldas de Montségur, y está perfectamente escondida por matojos. Un fácil salto de la altura de un hombre separa la salida de una estrecha plataforma que se asoma al abismo más vertiginoso; pero por ambos lados de la plataforma hay pequeños senderos desdibujados que recorren la ladera. Tras encontrar el camino, clavaron la soga a la pared del pasadizo para marcar la ruta de manera inequívoca, y luego León ha abierto con su maza aquellos lugares del túnel que le parecieron demasiado estrechos no sólo para su propia envergadura, sino, sobre todo, para el corpachón de Guy. Han terminado el trabajo justo a tiempo, porque mañana expira la tregua. Dentro de unas horas, en cuanto anochezca, nos escaparemos.
De manera que ahora es el tiempo de las despedidas. Y de las lágrimas. Lo tenemos todo preparado, pero de cuando en cuando el ánimo flaquea.
– Recemos, hija mía. Recemos, mis amigos. El amor de Dios y el Padrenuestro nos darán fuerzas y nos regocijarán… -dice la señora de Lumiére, atrozmente tranquila.
Comenzamos todos a rezar, pero yo, que Dios me perdone, necesito otro amor, otro milagro. Me muevo cautelosamente a través del grupo de personas hasta situarme a las espaldas de León, que no se ha dado cuenta de mi proximidad y sigue ensimismado en sus oraciones. Estiro el brazo y meto mi mano mutilada dentro de su cálida manaza, como un ratón herido que busca la protección de la madriguera. León da un pequeño respingo, pero no me mira. Sin embargo, cierra sus dedos en torno a los míos. Qué bien se está ahí dentro… Me arrimo al herrero. Pego mis piernas a su pierna, mí pecho a su costado. Apoyo mi cabeza en la parte trasera de su hombro. Mi nariz está a la altura de su axila. Carne mullida y olorosa, aroma a bosque y humo. León sigue sin volverse, pero advierto que echa su cuerpo hacia atrás, apretándolo contra el mío.
– Vamonos -le susurro en la oreja.
Salimos discretamente del círculo de fieles y echamos a andar sin soltarnos de la mano y sin saber muy bien hacia dónde ir. Nuestra casa, en el piso bajo de la torre Sur, se mantiene intacta, porque sus muros son demasiado sólidos como para ser derribados por las catapultas. Pero, al ser uno de los pocos lugares que aún quedan enteros en el castro, la torre está siendo usada como cobijo para los que se han quedado sin hogar. Ahora compartimos vivienda con un puñado de personas, y sin duda buena parte de ellas estarán allí en estos momentos.
De manera que caminamos de la mano y sin hablar por entre las rotas callejas de Montségur, intuyendo el vértigo de la próxima huida. Hinchadas nubes de atormentadas formas cubren el cielo y parecen pesar sobre nuestras cabezas como si fueran de piedra. Está atardeciendo rápidamente y hay una luz húmeda y gris, una lúgubre luz que ensucia cuanto toca. Sin decirnos nada, acompasamos nuestros pasos y nos dirigimos al sector Noroeste de Montségur, el más castigado por las catapultas. Aquí las casuchas están todas destripadas y con las techumbres hundidas, y el castro es un abigarramiento de escombros y ruinas. No se ve ni un alma entre tanto destrozo. Pasamos por encima de un montón de cascotes que antaño debieron de constituir una morada y nos guarecemos en una esquina de argamasa que, aunque sin techado, aún permanece en pie. Pienso en adecentar un poco el suelo, en retirar las piedras para poder tumbarnos, pero no tengo tiempo para hacerlo: León me toma entre sus brazos y me sienta en el muro medio derrumbado. Alza mis piernas felizmente cubiertas por las fáciles sayas y las coloca en torno a su cintura, y luego mete su abrasadora lengua entre mis dientes. Arde todo él, arde como si tuviera fiebre, y su calor seco y delicioso me protege del viento y la intemperie. Recostada contra el precario muro de una ruina, bajo las nubes negras, a horcajadas sobre las caderas de mi amante, noto cómo me busca, cómo me atraviesa y me hace suya. Y yo me dejo quemar en esta hoguera. Yo también me hago cenizas y subo al Cielo.
Hemos decidido que en primer lugar irán León y Violante, ya que conocen el camino, junto con Filippo, Alina y cinco Perfectos. Luego iré yo con Guy, los otros cinco jóvenes albigenses y Nyneve cerrando el cortejo. Nos atamos al arnés y vamos siendo bajados al pozo de uno en uno en el orden acordado. Como en el pasadizo no hay lugar para congregarse, tenemos que ir avanzando por el túnel a medida que entramos. Chirrían las poleas, tintinean las cadenas del arnés, chisporrotean los hachones avivados por las ráfagas de viento. Nadie dice nada. Cuando Nyneve haya entrado, los guerreros desmontarán el trinquete, desharán el arnés y borrarán todo vestigio de nuestra fuga. No habrá manera de volver hacia atrás, por consiguiente. No tendremos más remedio que salir por la abertura que hay al pie de la roca.
Ha llegado mi turno.
– Ya sabes, Guy, ahora me toca a mi, y luego vas tú y yo te espero abajo… Estará muy oscuro, pero no tengas miedo. Esto es como un juego… ¿Te portarás bien? -exhorto por última vez a mi gigante.
Guy, muy serio y responsable, sacude afirmativamente su cabezota.
– De acuerdo. Vamos allá.
De pie sobre el brocal, atada a las correas, doy un pequeño pero angustioso paso hacia la negra boca. Llevo un fanal con una bujía encendida y, a su bailoteante resplandor, voy viendo las paredes del pozo mientras me bajan: muros húmedos y viscosos, largas barbas verdosas, olor a sepulcro. Es un descenso estrecho y opresivo. Estancado entre estos muros curvos y macizos, el aire resulta casi irrespirable. Debajo de mis pies empiezo a atisbar ya el siniestro reflejo de las aguas profundas. Siento que me asfixio, que me atenaza el pánico: ¿y si no me detienen a tiempo, y si caigo en el agua, y si me ahogo en esta tumba líquida? Estoy a punto de empezar a gritar y patalear cuando advierto que el chirrido de la cadena se ha detenido. Giro sobre mí misma, colgando en el vacío, y veo abrirse a mi derecha la boca del túnel. Me doy impulso en la pared y pongo un pie sobre la laja de piedra horizontal. Ya estoy en suelo firme… La entrada es bastante amplia, auque Guy tendrá sin duda que agacharse. Me suelto rápidamente del arnés y doy un par de tirones para avisar. El cátaro que iba delante de mí hace una señal con la mano y se interna en el pasadizo. Estaba esperándome para comprobar que todo va bien. Yo aguardo la bajada de Guy mientras intento calmar mi desbocado corazón. Al poco escucho un gruñir furioso, un patear de toro al ser estabulado. Me asomo al pozo: