El saltimbanqui se rasca la cabeza:

– ¿Te lo quieres quedar? ¿Quieres llevártelo? ¿Para siempre?

– Eso es.

Guy sorbe sus mocos estruendosamente y vuelve a balbucear:

– Leola…

– Pues, no sé… -dice el hombre-. La verdad es que es un número muy bueno… La gente paga por ver al gigantón. No hay otro hombre más grande en toda la Cristiandad, te lo aseguro… Y, además, ¡levo manteniéndolo muchísimos años. Y come como un buey… He gastado una fortuna en él.

Miro de nuevo a León. Me quito las agujas del pelo y las trenzas caen sobre mi espalda.

– Te doy estas perlas a cambio. Son buenas y costosas. Cuatro grandes perlas. Y, además, Guy ya está muy viejo, mírale…

El hombre coge las agujas y las examina con ojo suspicaz. Luego contempla al gigantón, que sigue gimoteando:

– A ver, chico, ¿tú quieres irte con esta mujer?

Guy arrecia en sus lloros y asiente frenéticamente con la cabeza:

– Síííííííí…

El titiritero se encoge de hombros:

– Bueno, muy bien, pues trato hecho… Quédatelo… -gruñe con una brusquedad que me parece en cierro modo fingida-. Total, ya te he dicho que come lo mismo que una fiera y acabará arruinándome. Llévatelo antes de que me arrepienta.

Agarro la áspera y deforme manaza de Guy y tiro suavemente de él, para que se levante:

– Venga, Guy. Vas a vivir con nosotros. Nos vamos a casa.

El inocente se pone en pie con dificultad, como si tuviera las piernas agarrotadas. Ha echado tripa y renquea al caminar, igual que un viejo. Pero ya ha dejado de llorar. Sigue aferrado a mi mano: yo troto a su lado y casi cuelgo de él. Murmura algo, pero no le entiendo.

– ¡Qué dices?

– Guy está contento… -repite débilmente.

– Y yo también lo estoy, querido. Yo también.

Durante unas pocas semanas hemos vivido un sueño. La hermosa virtud de la esperanza puede también ser, paradójicamente, la madre de la más punzante pesadumbre, cuando esa esperanza te llena la cabeza de ilusiones que luego, al incumplirse, se transmutan en hiel y sufrimiento. Debería añadir esta reflexión a la definición de la palabra en mi enciclopedia.

Durante unas pocas semanas hemos vivido un sueño del que, por desgracia, ya hemos despertado. Un día, Nyneve llegó a casa sin aliento y nimbada de luz, con el rojo pelo alborotado, toda ella palpitante y encendida:

– Ha habido una revuelta… El conde de Tolosa se ha unido al Rey de Inglaterra… Están combatiendo a los cruzados.

La hija mayor del señor de Montségur, Philippa, está casada con un guerrero, el caballero Fierre Roger de Mirepoix. Siguiendo órdenes del conde de Tolosa, y mientras éste consumaba su alianza con Inglaterra, Fierre Roger y sus faydits se dirigieron a Avignonet, donde se encontraba a la sazón el Tribuna! de la Inquisición itinerante, y mataron a dos inquisidores y destruyeron los archivos que guardaban los documentos procesales contra los herejes. Al conocer la nueva, toda la región se levantó en armas contra el Papa, el Rey de Francia y la Inquisición. La guerra se reabría y los vencidos enseñaban los dientes, y durante algún tiempo nos pareció que todavía podríamos salvarnos.

Pero el espejismo ha durado muy poco. Los ejércitos rebeldes han sido aplastados con rápida eficiencia. Me lo confirmó pocos días después una Nyneve envejecida y mortecina, acongojado el gesto y eclipsado su brillo:

– No sólo hemos sufrido una derrota total; además, consideran que Montségur es la cabeza de la hidra, puesto que de aquí salió la partida de faydits que acabó con los inquisidores. Han formado un gran ejército cruzado, dirigido por el senescal real de Carcasonaf y vienen hacia aquí para borrarnos del mundo.

Podríamos intentar huir de nuevo, pero ¿hacia dónde? Ya no quedan refugios en la Tierra. El señor de Pereille está dispuesto a resistir. Tiene confianza en la posición inexpugnable de su castro, en el valor de sus caballeros.

Y piensa que si consigue entretener a los cruzados y aguantar lo suficiente, el conde de Tolosa podrá recuperarse y venir en su ayuda. El señor de Pereille no se rinde: quiere seguir luchando por sus ideas, y yo quiero creerle, puesto que no hay nada mejor en lo que creer. Por eso nos hemos quedado aquí. Somos unas quinientas personas, doscientas de las cuales son Buenos Cristianos. Sin contarnos a Nyneve y a mí, sólo hay quince caballeros y cincuenta escuderos. Apenas sesenta y cinco guerreros contra un ejército compuesto, al parecer, por varios miles de hombres. Pero luego están, a nuestro favor, las laderas escarpadas, las cumbres nevadas, las ventiscas, el frío, la vecindad de las plumosas águilas, el terreno imposible que nos circunda. Y nuestro feroz deseo de vivir.

Todos los días nos subimos a las atalayas y nos asomamos al vasto paisaje montañoso, para ver si llegan. Son tan hermosos y serenos los cerros azulados, las enormes rocas que dora el sol poniente, estas masas de piedra que Dios creó en el principio de los tiempos y que seguirán aquí aunque los cruzados arrasen Montségur. Todos los días nos subimos a las atalayas para ver si llegan, y la paz de las montañas es tan absoluta y abrumadora que resulta difícil imaginar la inminente invasión de los guerreros, el rechinar de los hierros afilados, el paroxismo de la violencia bélica.

Mientras tanto, existimos. Y qué bella es la vida cuando está amenazada. Leo, escribo, hago el amor con León, converso con Nyneve, me río con las bromas de Filippo y Alina, que juegan con Guy como si fueran niños. Somos un clan, somos una horda. Somos una familia. Juntos somos más fuertes, o por lo menos nos sentimos más fuertes, y eso basta. Ahora entiendo a Nyneve cuando decidió sumar su destino al mío: a medida que envejeces se va haciendo más dura la soledad. Vas necesitando cada vez más ser necesitada por los otros. Ahora Guy depende de mí, y eso me conmueve. Cuido del gigante inocente de la misma manera que cuidaría de un hijo. En realidad es mi niño, un niño monstruoso, el único bebé que podría parir la monstruosa doncella revestida de hierro que yo he sido. Le hemos preguntado sobre su padre, pero cada vez que tocamos el tema se echa a llorar: desazona imaginar cuál puede haber sido el destino de mi Maestro. Sólo nos falta él. Ojalá estuviera Roland entre nosotros. Sobre todo por Nyneve. Porque hace mucho que mi amiga parece haber abandonado su gusto por los hombres. Ella, que antaño fue un trueno, lleva demasiado tiempo en la sequía.

Con Guy, con Filippo y Alina, con la leve y pizpireta Violante trepada a los hombros de León, con Nyneve, suelo pasear por los alrededores de Monrségur, disfrutando del paisaje, todavía todo nuestro, y recolectando plantas medicinales, pequeños y raros vegetales que se aferran a las rocas en lugares inverosímiles y que son capaces de sobrevivir en el rigor escarchado de estas alturas. Son como nosotros, como los habitantes de Montségur, estas pequeñas plantas obstinadas y duras. No he conocido días más hermosos que éstos: es la culminación de mi existencia. Esto es ciertamente la plenitud. El esplendor de la flor, toda abierta, radiante y temblorosa, justo un instante antes de marchitarse.

También colaboramos en el acopio de víveres, en la reparación de las defensas y en la puesta a punto de las armas, Nyneve y yo nos hemos presentado al señor de Pereille; le hemos hablado de nuestro pasado; le he explicado que soy, que he sido, Mercader de Sangre y señor de Zarco; le hemos ofrecido nuestros brazos y nuestras espadas. Como es natural, dada su escasez de recursos, las ha aceptado con alegría y sin aspavientos. Asimismo, hemos ayudado a seleccionar a los mozos más capaces y decididos de entre los plebeyos, y les hemos armado como hemos podido. León ha martilleado muchos hierros al rojo y les ha extraído su filo más mortífero. Y hemos fabricado innumerables flechas. Los arcos son esenciales para defender una plaza sitiada.

Hace un par de días llegó a Montségur un buhonero… Venía con noticias que pensaba que podrían interesarnos y por las que esperaba recibir una recompensa y, en efecto, Pereille le pagó bien. Nos dijo que el ejército del senescal estaba como mucho a una semana de distancia; y él fue quien nos informó de que eran varios miles de soldados. Yo luego le ofrecí una cerveza; nos sentamos delante de nuestra casa, en los poyos de piedra de la calle, y charlamos un rato; me habló de lo que le ha sucedido a la Dama Negra, y de las piras que llenan de columnas de humo el horizonte, y de lo mucho que el mundo está cambiando. En un momento determinado, su sobrino, un joven esmirriado y con antiguas marcas de viruela, empezó a contar la historia del Rey Transparente. Y yo no le hice callar. No sé qué me pasó; tal vez fuera el deseo de terminar de una vez, de saber qué ocurría en esa historia. Quizá preferí enfrentarme directamente a la desgracia, en lugar de seguir esperándola agónicamente. El caso es que el tipo comenzó a narrar, y yo aguanté la respiración y escuché atentamente:

– La historia del Rey Transparente sucedió hace muchos, muchos años, en un reino ni grande ni pequeño, ni rico ni pobre, ni del todo feliz ni completamente desgraciado. El monarca del lugar estaba envejeciendo y no conseguía tener hijos. Había repudiado a diez esposas porque ninguna le paría un descendiente y empezaba a estar desesperado. Entonces decidió secuestrar a Margot, la Da ma de la Noche, que era el hada más poderosa de su Reino, y obligarla a cumplir sus deseos. Para ello ideó un ingenioso truco…

Éstas fueron las últimas palabras que le oí. Una piedra llegó volando de la nada y se estrelló en la mitad de su frente, derribándole por tierra; y detrás de la piedra apareció a todo correr uno de los mozos a quienes estamos entrenando, consternado y pidiendo perdón por su mala puntería con la honda. El joven alfeñique no parecía estar gravemente herido; recuperó pronto la conciencia, pero se le veía desorientado. El buhonero lo montó en una muía y se lo llevó, junto con las demás palabras no dichas de la historia maldita. Luego pensé que habíamos salido todos bastante bien librados, como si la desgracia nos estuviera guardando para un dolor mayor.

Melancolía: aguda conciencia del latir de la vida en su carrera veloz hada la muerte, turbadora emoción ante la belleza que se nos acaba. Si el buhonero está en lo cierro, apenas nos deben de quedar cuatro días hasta la llegada de los cruzados. Contemplo ahora las montañas impasibles desde el punto más alto del adarve. Qué absoluta quietud, qué aire tan transparente. Vuelan los buitres en lo alto, con sus grandes alas doradas, vibrantes y extendidas. Me pregunto si ellos podrán ver, desde allá arriba, el oscuro y refulgente avance del ejército. Me pregunto si se relamerán anticipando la sangre. Pero mientras tanto, mientras llega el final y el miedo y el sufrimiento, este hermoso mundo roza lo perfecto.