– Es como la Cohorte Sagrada tebana…, ya sabes, aquella cohorte militar del mundo antiguo… -dice Nyneve-. La que estaba formada por ciento cincuenta parejas de amantes. Como luchaban espalda contra espalda resultaban invencibles, porque no sólo combatían por sus propias vidas, sino también para salvaguardar la vida del amado.
Sí, recuerdo bien la Cohorte Sagrada. Y también recuerdo que, después de muchos años de victorias, perdieron una batalla. La primera y la última, porque fueron exterminados. Pero será mejor callar sobre ese punto. A veces no es bueno saber demasiado.
Hace tanto tiempo que no combato que no sé si estoy preparada para ello. No sé si estoy dispuesta a matar y a morir, dos hechos atroces que en realidad repugnan a la conciencia humana. Pero la experiencia me ha enseñado que, cuando la lucha comienza, todas estas consideraciones desaparecen, sepultadas bajo el repentino paroxismo de violencia. Sabré pelearme y venderé cara mi vida. Antes de subir a la atalaya, he comido y bebido, pues no sé cuándo podré volver a hacerlo, y he dado de comer y de beber a Alado, nuestro viejo bridón. Pero, al contrario que Janto, el caballo de Aquiles, Alado no me ha dicho si el día de mi muerte está cercano.
Crujen horriblemente los humildes techos al hundirse, restallan las reventadas vigas, gritan de pánico y dolor los numerosos heridos, mientras las grandes piedras atraviesan el cielo, ensombreciendo el sol como colosales pájaros de muerte. No hay nada que hacer frente al peligro aéreo, no hay modo de defenderse de la lluvia de rocas que vomitan sin cesar las catapultas. Hambrientos y ateridos, asistimos inermes a la destrucción de Montségur.
Al principio fue fácil rechazar al ejército enemigo. Pese a la enormidad de sus fuerzas, la aspereza del terreno les obligaba a atacar en menguadas columnas que los arqueros desbarataban cómodamente. Buenos estrategas, el señor de Pereille y su yerno, el fogoso Roger, instalaron un puesto avanzado en un ángulo de la montaña, una especie de nido de águila que, defendido por tan sólo diez hombres, conseguía crear un estrecho e inexpugnable paso por el que los enemigos tenían que deslizarse de uno en uno. En los primeros ataques frontales, los cruzados perdieron decenas de hombres y nosotros no sufrimos ninguna baja. Pronto aprendieron la lección y cambiaron de táctica: decidieron agotarnos por el mero asedio. De cuando en cuando amagaban un asalto al castro, nada verdaderamente serio, porque se retiraban antes de sufrir demasiados daños. Yo creo que lo hacían para mantenernos en tensión, para rompernos los nervios.
El sitio de Montségur comenzó a principios del verano y nosotros resistimos bien durante todo el estío, devorando nuestras provisiones y rezando para que empezara pronto el crudo invierno. Vino el otoño con sus lluvias y luego llegaron la escarcha, el granizo y la nieve. Los montes se pintaron de un blanco cegador y el aliento se nos empezó a congelar ante las narices, destellando en el aire como una pequeña nube de diminutos cristales. Pero los enemigos no se fueron. Ahí siguen, agazapados entre la nieve, como lobos hambrientos vigilando su presa. En los campamentos debía y aún debe de hacer mucho frío, pero en Montségur no estamos mucho mejor, sobre todo después de que se nos acabara la leña. Durante un tiempo seguimos alimentando las chimeneas con muebles, y luego con boñiga seca del ganado que guardábamos dentro del castro. Pero pronto empezamos a comernos las vacas, porque también se terminó el forraje para mantenerlas. Llevamos semanas con las lumbres apagadas y los mocos congelados como carámbanos. Y llevamos meses con la comida racionada. De guardia en las atalayas, la ventisca nos hiere el cuerpo con cuchillo de hielo.
Hace cosa de un mes, un ataque sorpresa hizo caer el puesto avanzado, el nido de águila en el pico de la montaña; los defensores lucharon con admirable bravura, pero fueron aniquilados. Expedito el paso, los cruzados accedieron a la explanada cercana y empezaron a montar sus catapultas. Desde hace varios días, esas máquinas infernales nos están destrozando.
– Y pensar que la catapulta fue inventada en Sira-cusa por el griego Arquímedes para luchar contra los romanos… -dice Nyneve.
– Me repugna que un gran sabio como él inventara este método cruel y cobarde para matar indiscriminadamente y en la distancia -digo, indignada, contemplando con lágrimas en los ojos los estragos producidos por los proyectiles, el cuerpo ensangrentado y exánime de un niño que ahora mismo están sacando de entre las ruinas de una casa, el dolor lacerante de su madre.
– Tienes razón -suspira Nyneve-. Y lo peor es que probablemente Arquímedes pensaba que estaba actuando bien. Quizá creyera que, con sus ingenios bélicos, conseguía tiempo y dinero para poder desarrollar sus otras ideas…, su Gran Obra, como decía Gastón. También nuestro alquimista estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de sacar adelante su trabajo…, con la diferencia de que el griego era un genio y Gastón, un cretino. Pero la vanidad y la ambición pueden igualar a sabios y necios. Por otra parte, también es posible que a Arquímedes le pareciera bien matar indiscriminadamente y en la distancia a los soldados romanos, que eran los enemigos de su patria. ¿Quién le iba a decir que su maldito artefacto estaría aplastando niños mil quinientos años después? Dios mío, Leola…, qué difícil, qué lento y qué costoso es el progreso del mundo…
Hay algo en el tono con el que Nyneve ha pronunciado las últimas palabras que me hace volver la cara a contemplarla: una vibración desesperada, un desaliento inhabitual en mi amiga, siempre tan combativa, siempre tan resistente y tan vital. Está sentada a mi lado, en el suelo, con la espalda apoyada contra el parapeto. La roja cabellera sucia y revuelta, entreverada de polvorientas canas. El cuerpo ensanchado y como rendido a su propio peso, con los hombros caídos hacia delante. Pálida y macilenta, bajo sus ojos han aparecido unas bolsas violáceas. Lleva puestos sus vidrios de ver y en sus manos, vendadas con trapos viejos para combatir el frío, tiene un libro sacado de la biblioteca de Pereille. Desde que empezó el asedio, Nyneve se ha sumergido en la lectura de un buen puñado de obras latinas antiguas que ha encontrado en casa del señor de Montségur. Va a todas partes con los pesados volúmenes, incluso se los trae a la muralla cuando le toca guardia. Dice que hay que aprender de los autores clásicos, que hay que leer y releer la historia, para saber que los humanos han atravesado por muchos otros momentos angustiosos, pero que la vida continúa, que las ideas retornan, que siempre hay esperanza. ¿Cree de verdad Nyneve en todo esto? Porque yo ahora la encuentro demasiado triste. La encuentro derrotada.
– ¿No vas a ir a ver cómo está ese niño al que acaban de sacar de entre los escombros? -le digo para aguijonearla, porque su pasividad me inquieta.
– ¿No has advertido lo descoyuntado de su cuerpo? Tiene roto el espinazo. Sé que está muerto -contesta lúgubremente.
Al menos las catapultas parecen haberse detenido por el momento. El aire está lleno del polvo de los derrumbes. Se oyen llantos y gritos. Hay muchos heridos, muchos enfermos, demasiados muertos. Nos encontramos debilitados y agotados, embrutecidos por tantos meses de ansiedad y privaciones. Nyneve, ayudada eficazmente por la señora de Lumiére, por Alina y Violante y algunas otras jóvenes cataras, se dedica a cuidar y curar los cuerpos lesionados. Pero las almas aterrorizadas y ateridas ¿quién puede curarlas? No podremos aguantar mucho más tiempo. Los meses pasan, la primavera se acerca, llevarnos casi un año de asedio y el conde de Tolosa no ha venido ni vendrá en nuestro auxilio. Estamos solos. Y estamos acabados.
– No te dejaré. No me marcharé sin ti -llora Violante, ocultando su rostro entre las negras faldas de su madre.
– Mi pequeña… -musita la señora de Lumiére, mientras se inclina para abrazar a la enana-. Por favor, no me lo hagas más difícil… Sé que podría irme con vosotros, pero… soy vieja, os entorpecería, y, además, no quiero huir, no quiero ocultar mis creencias, porque para mí sería lo mismo que renegar de ellas. Prefiero morir por mi fe y dar testimonio en el martirio. Sé que dentro de muchos siglos se hablará de nosotros. Se hablará de la caída de Montségur. Y de los Buenos Hombres y las Buenas Mujeres que supieron vivir y morir cristianamente. No me asusta la pira, querida mía. Es la puerta que me conducirá al seno de Dios. A su Eterno Amor y su Belleza Eterna. Sólo será un tránsito muy breve y luego podré alcanzar un gozo infinito. Pero tú debes marcharte, porque no estás preparada para la hoguera. Y eso sí que me resultaría insoportable. Me rompería el corazón verte sufrir.
Diminuta como es, apretada entre los brazos de la señora de Lumiére y hundida en las crujientes sedas del oscuro traje materno, Violante parece una niña pequeña. Pero en realidad es una mujer adulta y capaz. La enana se seca las lágrimas con sus puñitos deformes y su delicado rostro adquiere una expresión de sombría determinación.
– Está bien, madre. Haré como dices.
Todos nos enjugamos los ojos al unísono porque todos lloramos abiertamente. Incluso León, siempre tan rudo y tan contenido en apariencia, tiene las carnosas mejillas humedecidas.
Aunque sólo somos unas cuantas docenas de guerreros, hemos logrado defender la plaza durante diez meses contra todo un ejército. Pero ahora, derrotados y deshechos, verdaderamente al final de nuestras fuerzas, hemos decidido rendirnos. El joven Pierre Roger ha ido a negociar las condiciones con el senescal de Carcasona. Los cruzados dejarán con vida a todos los que abjuren del catarismo. Aquellos que persistan en su herejía serán conducidos de inmediato a la hoguera y quemados vivos. El castro de Montségur será completamente derruido hasta que no quede piedra sobre piedra. Todas las posesiones del señor de Pereille y de los demás caballeros implicados pasarán a ser propiedad del Rey de Francia.
Son unas estipulaciones muy duras, pero al menos Roger ha conseguido, no me imagino cómo, un pequeño aplazamiento de la condena: quince días de tregua antes de que se ejecute la rendición, con todo su acompañamiento de horror y de violencia. También ha logrado provisiones para estas dos semanas, de modo que durante medio mes hemos vivido en el mas hermoso y conmovedor de los paraísos terrenales, en esa dolorosa plenitud de los últimos días antes de la llegada del fin de las cosas. Durante este tiempo, los padres han mimado a sus hijos y los hijos han honrado a sus padres; los amigos se han acompañado y consolado; los amantes se han amado tiernamente.