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– ¿Sois cristianos o no sois cristianos?- esta vez el togado no se anda por las ramas.

– Creemos en Dios Padre Todopoderoso dice Severo.-

– Y en su Único Hijo Nuestro Señor- dice Severiano.

– Y en el Espíritu Santo dice- Carpóforo.

– Y nos cagamos en Palas Atenea y demás inquilinos del Olimpo- dice Victorino.

El presidente del tribunal entorna la mirada hacia la estatua de Minerva Zosteria que se encumbra a su espalda. Presiente el nacimiento del rayo exterminador que habrá de pulverizarlos a todos, acusados, acusadores y público. Pero Minerva permanece impávida ante la desafiante blasfemia, su amparadora diestra en alto, su casco a medio ganchete y sus ojos soñadores.

– ¿Eso significa- dice el juez- que os declaráis malos hijos de la Patria, destructores de la religión y de la familia, agentes de una teología extranjera, mancilladores de vuestro honor de militares?

– Nos declaramos- replica Severo los más auténticos hijos de la patria, pero cristianos, los más amantes vástagos de nuestra familia, pero cristianos, los más celosos guardianes de nuestro honor de militares, pero cristianos.

Y nunca agentes de una teología extranjera sino fieles siervos del único Dios verdadero que no es extranjero sino universal atiza Carpóforo.

Al juez, abandonado por el sarcasmo socrático que era el carcaj de su inteligencia, se le apaga la sonrisa. Le quedan pedradas aristotélicas de orador estoico romano:

Roma y sus dioses son una entidad indivisible, ergo, no podéis traicionar a los dioses sin traicionar a Roma. El Augusto Diocleciano es el instrumento de Júpiter, el emisario de Júpiter sobre la tierra, ergo, no podéis renegar de Júpiter sin renegar de Diocleciano. Y si traicionáis a Roma, si renegáis del emperador, ¿cómo pretendéis mantener la condición de probos soldados imperiales y no confesaros felones indignos del uniforme que lleváis encima?

– No es que lo pretendemos Severo da la espalda a los especiosos silogismos del juez, al mazo de madera y a la Minerva de mármol para arengar al populacho sino que lo hemos demostrado en los campos de batalla. Sin la impávida ferocidad de los soldados, centuriones, tribunos y generales cristianos, mal habría podido Roma salvar el pellejo, hacer huir en desbandada a los bárbaros que la acosaban. Sebastián, Pacomio, Víctor, Jorge, Mauricio, Exuperio, Cándido, Marcelo, a quienes Diocleciano degradó, arrestó o ajustició por cristianos contumaces, ¿qué eran sino heroicos paladines de Roma? Cometéis execrable injusticia cuando nos acusáis de desleales. Desleal ha sido, en tal caso, el propio Diocleciano que, cegado por su odio hacia la cristiandad, persigue y hostiga a quienes han

XXVIII. Un momentino, un momentino. Yo no persigo a los cristianos porque los odie sino porque les temo (les temo dije), porque los considero la única potencia (potencia dije) capaz de carcomer, destruir y, algo más grave, sustituir nuestro sistema. El cristianismo no es más aquel puñado de predicadores zarrapastrosos, no la hez que mentaba Celso, sino una maquinaria compaginada y recalcitrante, sectaria como los judíos, filosofante como los griegos, testaruda como los árabes, visionaria como los hindúes, sufridora como los chinos, colonialista como los romanos. Y virtuosos, los muy cabrones, para que más nos duela. Cuando ellos predican: no matarás, no robarás, no mentirás, no fornicarás, no te hartarás, no holgazanearás, no rascabuchearás la mujer ajena, le están echando en cara de retruque a la sociedad romana los vicios capitales que la corroen y que la llevarán al pudridero.

XXIX. Avizoré el peligro antes que nadie, cuando escuché decir que el cristianismo había comenzado a expulsar de sus filas a los ascetas dogmáticos y a los prometedores de utopías, doble lastre de histerismo que le entrababa las alas, con dogmáticos y utópicos no triunfa ninguna doctrina.

XXX. Les propuse primero un concordato, un entendimiento porque yo no soy Nerón ni me provocaba el cuerpo matar gente, me acogí como transacción a la fórmula monoteísta de Aureliano, ofrecí dejar de lado el gang de dioses griegos chismosos, concupiscentes y genocidas; ya no funcionaban como teogonia, habían degenerado en personajes grotescos del teatro cómico.

XXXI. Intenté unificar el imperio, fundir todas las sectas bajo el culto a un Dios exclusivo, el Sol o Júpiter, pero me estrellé ante el aferramiento de los cristianos; aceptaban con mucho gusto la idea del dios único, siempre que fuera el de ellos, no os digo que son una vaina muy seria.

XXXII. Me designaron un obispo suyo en la vecindad de cada prefecto mío, tramaron una red celular paralela a la ordenación administrativa del imperio, se dedicaron a catequizarme el ejército, amanecían bautizando soldados y confesando centuriones.

XXXIII. Cuando llegó a mis oídos que Sebastián, el tribuno de la primera cohorte pretoriana, situaba los sermones de su pontífice por encima de las órdenes de su emperador; que Mauricio, jefe de la Legión Tebea, se negaba a sacrificar a los dioses en desacato a las voces de mando de su superior en jerarquía militar; cuando vi a milicianos de pelo en pecho, ayer panteras para el combate, cada uno con cien cadáveres de bárbaros en su haber, cuando los vi sometidos a un catecismo bobalicón que les ordenaba: ama a tu enemigo, pon la otra mejilla, comprendí que mi obra de reconstrucción estaba a dos dedos del abismo, porque ejército sin disciplina ya no es ejército, ejército sin furia tampoco es ejército, y si Roma llega a perder su ejército, arrivederci Roma.

XXXIV. Persigo a los cristianos sin mucha fe, es cierto, porque nací sin fe; y sin ninguna esperanza porque crecí sin ella; la esperanza es lo primero que se pierde. Sé perfectamente que las ideas, incluso las religiosas que son las más rudimentarias, no se ahogan con sangre ni se matan con muerte, y que cuando un sistema apela a la tortura física para someter a sus impugnadores es porque ese sistema se siente incapaz de argumentar, de subsistir. Sé más aún. Sé que Roma está boqueando su papel histórico, ya creó y difundió la lengua y las leyes, latín y derecho, sermo atque jus, que eran la razón de su existencia, ya ninguna otra dádiva puede ofrecerle a la humanidad salvo la contemplación de sus ruinas, cuando ruinas sea. Y sé también que estos cristianos aguantadores, fanáticos, onanistas, envidiosos, sombríos y desaseados cumplirán a cabalidad la misión de enterradores.

XXXV. Pero un emperador romano, si lo es, no acude jamás al recurso de rendirse sin combatir. Otro príncipe vendrá, más dúctil o pragmático que yo, desprovisto de escrúpulos que le impidan pactar con los cristianos a dictado de ellos, ése enlodará su frente augusta con el agua sucia del bautismo, ése vencido se proclamará vencedor, ése entreverá en las nubes el signo de la cruz para salvarse él y salvar de paso los detritus de Roma. Pero ése no se llamará Diocleciano, amigos míos.

XXXVI. Este que veis aquí no hará tal cosa sino invalidar por un tiempo a los cristianos a hierro y látigo, no hay otra manera, abdicar luego el trono como ha prometido, despojarse públicamente del manto de púrpura y de las insignias imperiales, refugiarse en el albatros octogonal de piedra que ha construido entre los acantilados del Adriático, consagrarse a la custodia de las coles y lechugas que alegran el mantel de su huerto, y echarse finalmente a dormir varios siglos sobre las dos hileras de granito rojo que mantendrán en alto su sepulcro.

XXXVII. Y si por ventura llega a nacer otro Tácito, maravilla que en duda pongo, él escribirá sencillamente: "Diocleciano fue el último emperador romano digno de tal nombre". Con eso me basta, coño.

Severo Severiano Carpóforo Victorino atraviesan la sala de torturas con la cabeza en alto, el caminar resuelto, disimulando el nudo que les endurece la garganta y el mínimo goteo que les humedece las ingles. Para volverlo recinto de suplicios han acondicionado un templo de Esculapio, las aguas del Tíber lamen los cimientos, un oleaje de césped y florecillas cabrillea hasta el nacimiento del alto podio, el aroma de los pinares apacigua la severidad de las columnas. Esculapio, hijo de Apolo, Esculapio que dedicó sus facultades divinas al difícil empeño de librar a los hombres de los dolores de la muerte, está aquí sin su aquiescencia, patrocinando dolor y muerte, quejidos y estertores. Su corazón desaprueba tanta sevicia pero ninguna mediación le es posible desde su rigidez de mármol, de mármol su serpiente, de mármol su voluntad, de mármol su bastón.

Severo Severiano Carpóforo Victorino rebasan el costado del acúleo cuyas uñas de hierro están manchadas de sangre cristiana, pasan junto a los torniquetes del potro que ha descoyuntado huesos cristianos, aún flota en el aire un tufo grisáceo de cadáver, un vaho de visceras chamuscadas que el aletazo de la noche no borra, que la respiración de los pinares no borra, que el perfume del incienso desfigura pero no borra.

Severo Severiano Carpóforo Victorino cruzan la cela del templo y son atados al vientre de las cuatro columnas corintias que se yerguen en la sombra. Los han desnudado totalmente como a Prometeo sobre el risco. Los brazos se juntan allá arriba enlazados al nivel de las muñecas, los rostros jadean adheridos a la blanca neutralidad de la piedra, curtidas ligaduras les entrecruzan las espaldas, recios cordeles les inmovilizan las piernas. Seis esbirros del prefecto examinan los largos látigos de pesadas canicas en los extremos. Entre los esbirros hay uno tuerto que destila por el ojo sano una crueldad viscosa, ése sopesa las plomadas con meticulosa voluptuosidad, comprueba profesionalmente el temple de las correas, calcula el espacio y la distancia favorables al mayor sufrimiento de los sentenciados.

– Os brindaremos una última oportunidad- dice el jefe de los verdugos, hijo de puta como todo torturador.

Pero se le atraganta el discurso. Una oleada de voces remonta la avenida de álamos que conduce al templo, se encrespa cuando desemboca en las escalinatas, acentúase en clamoreo, irrumpe en el pórtico con estruendosa heterofonía. Es Diocleciano en persona, Jovius Diocleciano, Júpiter reencarnado, el primero de la tetrarquía, que ha venido desde Nicomedia, que ha descendido desde su trono babilónico para asistir al interrogatorio final de los cornicularios, llamemos las cosas por su nombre, para salvarles la vida in artículo mortis a esos cuatro cachorros de su invencible ejército.

– Numen imperatoris.

A su paso los subditos romanos, civiles y militares, mujeres y niños, caen de rodillas en adoración desenfrenada, besan golosamente los pliegues de su manto. Diocleciano es un individuo de largos huesos y extendidos hombros, tiene cuello de potro y peina una barba lineal que le rodea los maxilares, le chorrean los bigotes como a los filósofos asiáticos, sus ojos miran asombrados aunque penetrantes, esquemáticos pliegues le cruzan la frente, sus grandes orejas se equivalen como asas de una cabeza geométrica (así aparece en monedas y medallones de la época), es un hombre correcto en sus modales y paciente en sus coloquios (así lo describe Chateaubriand en una novelita inaguantable).