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Como si fuera poco, la novela tiene una parte introductoria llamada prólogo, que se desarrolla en la época romana y en el tiempo en que los cristianos eran perseguidos y martirizados. Entre ellos hay un Victorino, que será el nombre común de los tres jóvenes protagonistas. Acerca del significado de esta parte de Cuando quiero llorar no lloro han corrido ríos de interpretaciones. Una de las más comunes dice que se trata de una alegoría y un alegato político contra el gobierno de Rómulo Betancourt. Desde luego, este capítulo está lleno de trampas y equívocos pues hechos y lenguaje no son precisamente fíeles al ambiente antiguo que dice reconstruir.

Para que el lector tenga acceso a los hechos del resto de la obra, se suministran ciertas necesarias informaciones contextúales, pero lo de más peso es que el contacto ocurre a través del lenguaje, del modo de hablar del malandro, el izquierdista de los sesenta, el patotero rico. Numerosos lectores y críticos han opinado y hasta han luchado entre sí por saber cuál de estos tres tipos de lenguaje resulta más convincente en la novela y, lógicamente, cuál de los tres personajes está mejor hecho, fue mejor captado por el autor, es más representativo, etc. Lo esencial pareciera ser sin embargo que por momentos, en circunstancias indispensables para el desarrollo de la obra, las frases de la novela se interrumpen y no concluyen, son dejadas mochas de una manera deliberada, se cambia el punto de vista de lo que se venía exponiendo, se altera el orden del discurso y su discurrir por lo que viene a ser más interesante lo que se insinúa que lo que se dice directamente. Este intento de reproducir hablas y lenguajes, de edificar un universo mental, oral, puede llegar a tener su momento cumbre y antológico en la reconstrucción que se hace en la novela de una conversación telefónica entre dos pavas.

Leída a luz de en una sola perspectiva podría resultar que superficialmente la obra seduzca al lector, primero que todo por su aspecto evidentemente jocoso e ingenioso cuando ataca a la clase alta especialmente, aunque la palabra sea también portadora de ideas, mensajes, convicciones, intenciones. Cuando quiero llorar no lloro, sin dejar de ser dramática pues el desenlace es la muerte y la muerte prematura y hasta injusta, es una novela que se aprovecha de la otra gran experiencia de Otero Silva, la de humorista. Por ella se adscribe también a una tradición cultural venezolana muy vinculada a la lucha antigomecista y a todos los esfuerzos que hubo y habrá que hacer siempre en Venezuela por imponer la libertad de expresión y el derecho a contrariar a los gobernantes. El humorismo, en Inglaterra o en Paraguay, es un instrumento de lucha política. El humor era, por otra parte, en los años 70 del siglo XX, una especie de adquisición más o menos reciente de la literatura latinoamericana que había aprendido a decir lo importante apartándose de la solemnidad discurseadora.

Pero si la palabra sobrevalora el enfoque, el humor es mucho más que sí mismo en su mero aspecto chistoso y paródico para ser crítica. Desde los antiguos griegos y romanos la sátira es un vigoroso instrumento de estudio de la realidad. Lo agudo, lo picante y mordaz censura los defectos, las ridiculeces, los errores y crímenes humanos. Burla efectiva que penetra la realidad dejándola en los huesos, a la intemperie, despojándola de su empacadura de cosa seria. La deja desnuda en medio de la calle y la expone al desprecio público.

A la sátira se une otro factor que es imposible no tomar igualmente en cuenta: la novela se ofrece como una parodia de otra cosa. La literatura moderna suele presentarse como imitación jocosa de otros libros y autores, su representación burlesca. Esto corresponde también a una vieja tradición de la cultura occidental que en los tiempos presentes se ha renovado porque desacraliza las enormes capas de falsa seriedad que se han acumulado sobre la cultura y los productos culturales. No ha faltado quien piense que Otero Silva, en esta obra de invención lingüística, en el fondo, no dejaba de hacer burla y parodia de la literatura contemporánea entendida como acontecimiento principalmente artístico. Es la travesura y venganza de un insobornable escritor de la escuela realista. Sea lo que sea, el experimento le resultó satisfactorio. Al leer Cuando quiero llorar no lloro no se debe perder de vista que el escritor parece haberse liberado de las ataduras que lo amarraban a una sola posición, sacudida que le permitió dar el paso cuando ya era un hombre de setenta años para conseguir su mejor propuesta literaria con la novela Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, el año 1979. Ahora sí, sin ninguna vacilación, se coloca entre los "modernos" y los maestros modernos de la literatura latinoamericana.

Oscar Rodríguez Ortiz