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Prólogo cristiano con abominables interrupciones de un emperador romano

"El historiador perfecto, al propio tiempo que debe poseer suficiente imaginación para dar a sus narraciones interés y colorido, debe asimismo dominar de tal modo su arte que sepa contentarse con los materiales acopiados por él y defenderse de la tentación de suplir los vacíos con añadiduras de su propia cosecha".

Lord Macauly

Cuatro soldados, Severo Severiano Carpóforo Victorino, surcan los vericuetos del mercado, a conciencia de que van a ser detenidos. Sus cuatro cascos emplumados gaviotean airosamente por entre el humo de los sahumerios y los pregones de los vendedores ambulantes, llévate esta cinta azul para los tobillos del efebo por quien suspiras, higos más dulces que la leche de Venus madre, refrescantes tisanas de avena para el gaznate de los sedientos, redondas y espesas tortas de miel amparadas bajo el apelativo maternal de placentas, el perfil de Diana papando moscas desde un camafeo color ladrillo. Al martilleo redundante de sus sandalias gruñen los perros de Roma, se mean los gatos de Roma, una vieja romana les endilga una procacidad colectiva sin desabrochar la mirada veterana de las cuatro braguetas exuberantes que transitan al nivel de su cacharrería. Los cuatro hermanos, Severo Severiano Carpóforo Victorino, caminan de frente, ajenos a la policromía primaveral de los tenderetes, sin oler la adolescencia de las manzanas ni el berrenchín de los traspatios, agria certeza a cuestas de que no dormirán esta noche en sus camas, ni tampoco en cubículo de mujer mercenaria. Son cristianos, y ensalmados por esos nombres de mártires que les encasquetó su madre, ni el alfanje del Ángel de los Santos Amores los librará de figurar con aureola en el elenco del almanaque.

Severo Severino Carpóforo Victorino son soldados del ejército imperial, indómitos para la pelea como jabalíes, roqueños para el sufrimiento como columnas del Circo Máximo, disciplinados para la maniobra como fluir de acueductos, soldados dijimos. Son cristianos, de la misma secta delirante de Pablo y Orígenes, pero el cristianismo ha dejado de ser en Roma un espectáculo truculento, comilona de fieras y empurpurador de espadas, para apuntalarse en el espíritu público como religión prestigiadora, cuasi señorial. El senador Cornelio Savino, nieto del tribuno del mismo nombre que contribuyó al despachurramiento de Calígula con una cívica estocada en el hipogastrio del déspota, ha limpiado su mansión de discóbolos en lanzamiento, Martes en reposo, Venus pechugonas, sátiros rijosos, hermafroditas dormidos y otras chucherías grecoromanas, para transformarla en iglesia del culto a Jesucristo. Doroteo, chambelán mayor del palacio de Diocleciano, hasta ayer no más epicúreo practicante, ya no se embriaga con mostos de Sabina y Falerno sino con la palabra sagrada y capitosa de los Evangelios. Mauricio, denodado caudillo de la legión Tebea, garrapatea en su frente apresurados signos esotéricos antes de entrar en combate. Se avecina a ojos vistas el Ímplantamiento ad eternum de la nueva religión, la derrota inexorable de los 300 tipos promiscuos de adoración, la desbandada de los 32.516 dioses que en Roma convivían y que ahora patalean acorralados por un solo Dios verdadero. Nubes implacablemente preñadas anuncian el naufragio ético y filosófico y material del paganismo, cuando de repente el emperador Diocleciano, soberano de avanzadas luces y generosas entretelas sucumbe a las prédicas siniestras de su conmilitón y yerno Galerio y decreta

I. Se estremece uno en su sarcófago refunfuña Diocleciano.

II. Galerio era apenas un hirsuto becerrero búlgaro, yo lo hice remojar sesenta mañanas consecutivas en mis ternas hasta despojarlo del hedor a chivo, ya enjuagado lo casé con mi hija Valeria, ya casado lo convertí en César, vale decir mi sucesor, ya César lo expedí a matar yacigios, carpos, bastarnos, a gépinos y sármatas, actividad más de su agrado que acostarse con la Valeria, bachillera que todo lo discutía, sin excluir las posiciones en el triclinio.

III. La cristianofobia de Galerio tuvo génesis, no en ofuscaciones raciales y religiosas, no en pelambre de corazón y ruines instintos, sino en el justificable prurito de llevarle la contraria a su onerosa cónyuge, cualquiera te soporta, hija mía, Valeria besuqueando crucifijos, Valeria huroneando catacumbas en compañía de su madre: mi esposa Prisca, execrable tarasca estotra de perfil y emperramientos etruscos.

IV. Ante mi impresionante política de conferirme por decreto estatura y atributos de Júpiter, la mentada Prisca decidió encarnar al pie de la letra una cargosa personificación de Juno con el olímpico designio de amargarme la vida y el gobierno, estoy hasta la diadema.

V. Galerio, a mayor abundamiento, era hijo de una bruja o sacerdotisa de los montes Dacios, ya se me había olvidado, tetas lo amamantaron con leche de hechicerías, canciones de cuna le inculcaron con sonsonete que los cristianos traían mala sombra, como en efecto la traen.

VI. En uno y otro caso, feminan quaerite, cherchez la femme balbucean en su media lengua las tribus de la Galia, enturbiando con sus belfos los límpidos manatiales de Virgilio.

VII. Galerio carecía, empero, dé cacumen dialéctico para convencer a nadie, y a Diocleciano menos que a nadie, presencia mía ante la cual se quedaba mudo y tieso como el falo de Priapo, apabullado por mi preeminencia en todos los campos, inclusive en el militar que es tu oficio y tu idionsicrasia, Galerio. No olvidarás nunca aquellas calendas de septiembre en que me vi precisado a salir en campaña para impedir que Narsé, rey de Persia, desenvainara la cimitarra y te dejara eunuco de ambas, como habían hecho antes esos mismos beduinos con el pobre Valeriano.

VIII. La encubridora leyenda que intenta desplomar sobre los hombros de mi yerno Galerio la responsabilidad de mis occisos cristianos, urdida fue por el joven poeta Lactancio, papista hasta la cal de los huesos, beato camandulero de ora pro nobis y demás exorcismos, Lactancio pretendió conciliar sus convicciones religiosas con los vínculos familiares que conmigo lo ligaban (no era africano como cuentan, sino hijo mío y de una honorable dama romana, eso sí, putísima, llamada Petronia Vacuna, esposa de Cornelio Máximo, ya no les ocasiono la más mínima mancilla a ninguno de los tres cuando lo reseño públicamente, diecisiete siglos después del parto), Lactancio se dio a pregonar en sus filiales libracos impostores que yo era un anciano bondadoso y que solamente la perversidad desenfrenada de Galerio y su insistencia, que te tumban Diocleciano, que te andan buscando la vuelta, me inclinaron a desatar aquellas galopantes persecuciones contra la cristiandad, a saquearles sus iglesias, confiscarles sus propiedades, quemarles sus pergaminos, obligarlos a sacrificar ante nuestros dioses que era lo más jodido para ellos.

IX. Si no lograron atraparme en sus redes los zorrunos socráticos ni los platónicos palabreros, si se estrellaron Polibio con su elocuencia, Cornelío Labeo con su sabiduría, el pitigriego Hierocles con su sutil ferocidad, si de nada valieron los enjambres de persuasivos silogismos aristotélicos, de entimemas estoicos, toda esa morralla que derramaron sobre mi rústica cabeza dálmata con la finalidad de demostrarme que tales cristianos eran plaga más afrentosa y requerida de destrucción que el mismísimo Cartago, ¿de dónde iba a sacar sesos el palurdo Galerio, mi salvaje Galeriote, para emponzoñarme la bilis y precipitar mis ímpetus a tan exterminadoras puniciones?

X. Ni Galerio, ni sofistas, ni pitonisas, ni arúspices, ni entrañas de gallos negros, ni revelaciones sísmicas de los dioses, sino decisión que salió de mis jupiterianos testículos, y si dimanó de tan majestuoso recinto fue porque perentoriamente lo exigía la salvación de un imperio que llegó a mis manos putrefacto, gusarapiento, hediondo a muerto y asediado por el mosquero.

Severo Severiano Carpóforo Victorino se han alejado de los mármoles impúdicos, de las trompetas disonantes y de los tufos aceitosos, y peregrinan ahora a campo traviesa, Vía Apia arriba. A sus espaldas zumban como moscardones las discrepancias seculares entre los árabes y los judíos de la Porta Capena. Los cuatro cornicularios marchan marcialmente, y no hacia el Rin, ni hacia el Danubio, ni hacia el Eufrates. Nada le preguntan al muchacho que trae las cabras y que viene al encuentro de ellos entre anhelante y asustado, ya lo han violado cinco o seis veces por andar pastoreando rumiantes en las afueras libertinas de Roma con esos crespos dorados y esa mirada de antílope. No atisban a derecha ni a izquierda, no vacilan ante las barrancas ni ante los zarzales, no los desorienta el aturdido revoloteo de las palomas ni el flechazo sin destino de las golondrinas. Al dedillo conocen la ruta: más allá de los olivares de Mandraco Germánico, más allá del encinar de Pomponio Afrodisio, pasado el arroyo de aguas grises, a cincuenta pasos de una roca con ancas de paquidermo, está el brocal de la catacumba. Trabajo les cuesta introducir los escudos, las espadas, los cascos, las lanzas, los petos escamosos, las rodillas, las botas tobilleras, las cabezas, los codos y las señales de la cruz en aquel agujero incómodo, propicio si acaso para ser penetrado por artesanos y pastores de túnica corta, esa plebe que va sin mangas y descalza por los caminos.

Entran a duras penas los cuatro hermanos, descienden como lagartijas por una rampa húmeda y resbalosa, caen en un relleno de dura arcilla apisonada, Severiano a gatas encuentra una lámpara acurrucada en el sitio preciso donde debía estar, la enciende según el procedimiento empleado para encender lámparas al despuntar el siglo IV (¡vaya usted a saber!) e inician un devoto recorrido a través de un laberinto de lóbregos pasadizos. Desde las paredes los atisban los nichos de los enterrados, algunos muy recientemente, tal la pestilencia que de su carroña echa a volar. Su encarrilamiento de baqueanos los guía tinieblas adentro hasta el parpadeo de las antorchas, hasta las resonancias atonales de las oraciones, hasta el rupestre socavón donde le están dando sepultura a alguien.

Este muerto debe ser un cristiano de primera clase. Basta observar el cortejo de romanos de alto coturno y romanas de barrocos peinados que lo lloran, le encienden velas y le rezongan misereres. Victorino no tiene ojos para el difunto sino para su sobrina Filomena, el nombre lo supo una hora más tarde, guedejas derramadas sobre ambos hombros, alba frente comprimida por una doble cinta claveteada de zafiros, torcaces en el busto realzadas por un cordón de púrpura que en su base las aprisiona, rosadas colinas (se presienten) bajo los pliegues de la estola. El coro de mujeres que la rodea, cristianas como ella, son en este mundo desigual sus solícitas esclavas. La primera le ondula los rizos, la segunda le ennegrece las pestañas, la tercera es fiadora de la blancura de sus dientes, la cuarta le depila las axilas, la quinta le macera los senos