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con leche de yegua castaña, la sexta le embetuna de ungüentos la espalda, la séptima le frota la piel del vientre con una esponja perfumada, la octava le vierte esencia de jazmines en los muslos, la novena cuida de sus pies como de dos pichones, ¡ay, Victorino, que te condenas!, la décima le recita al amanecer epigramas de Marcial para que sonría y la undécima le lee por las noches la Tebaida de Estacio para que se duerma.

Marcelino, el Sumo Pontífice, aligera la ceremonia, réquiem aeternam, ¿qué buscarán esos cuatro cornicularios aquí, a esta hora? Dona eis Domine, con la cantidad de rumores que están corriendo en Roma, Domine exaudí vocem meam, anoche soñé que me devoraba un horrendo león de Numidia, et lux perpetua luceat eis, y estas hemorroides que no me dejan en paz, amén.

– ¿Qué sucede, hijos míos?- le temblequea el algodón de la barba, Marcelino es docto benévolo piadoso pero medio cagueta.

Severo, el mayor de los cuatro hermanos, lleva la voz cantante. Ha entrado en vigor el edicto de Diocleciano. Más de cuarenta cristianos fueron sometidos a tortura esta misma mañana. Casi todos, ¡Dios sea loado!, permanecieron impávidos bajo el dolor y las cumplidas amenazas. Se negaron a sacrificar a los dioses paganos, murieron proclamando su fe en Jesucristo, iluminados por el júbilo de subir a los cielos.

– Una verdadera apoteosis, padre, una reconfortante fiesta del espíritu.

– ¿Y todos ganaron el paraíso? ¿Todos sin excepción?

Severo cabecea sombríamente. A tres o cuatro, entre cincuenta, no los acompañó el corazón, se quebraron como cristales bajo los latigazos, sacrificaron a los falsos dioses para salvar el pellejo. Y uno solo, ¡mal rayo lo parta!, habló lo que no debía.

– ¿Qué dijo?- la barba del Sumo Pontífice es una ijada de coneja.

– Colgado por los pies de la bóveda de un pórtico, enloquecido por el cauterio de un tizón que le chamuscaba las nalgas, el acólito Sapino Cabronio abjuró de sus creencias, Satanás comenzó a cantar por su boca, dio una lista interminable de nombres, el miserable tiene una magnífica memoria, ubicó nuestros templos, se ofreció a conducirlos por entre el enredijo de las catacumbas, ya deben venir por ahí, y si no extendió su denuncia a nosotros cuatro fue porque estábamos presentes en calidad de militares galardonados, pero nos denunciará en la segunda palinodia, ya verá usted.

Victorino no aparta los sentidos de la hermosa romana que llora a su tío. La hermosa romana deja un instante de llorar a su tío para preguntarse quién será aquel apuesto miliciano que en cripta tan sagrada se ha lanzado a morir por sus pedazos. El carcaj de Cupido, hijo de Venus y Vulcano (o tal vez Marte), el carcaj de Cupido no respeta ni las recónditas cavernas de la nueva religión.

– ¡Diocleciano, oh funesto Diocleciano! clama Marcelino melodramático y zurrado. No contento con haber fragmentado el imperio romano en cuatro tajadas, desmembrando de ese modo torpemente la poderosa patria de César y de Augusto, no contento con haber inventado esa absurda y descabellada tetrarquía que

XI. ¡Por Júpiter! brama Diocleciano. ¿Cómo se atreve un vejete judío, sin patria y sin prepucio, a invocar la grandeza y la integridad del imperio romano para enjuiciar mi sistema tetrárquico de gobierno que es, modestia al carajo, el más prodigioso hallazgo político que ha realizado hombre de estado alguno, de Licurgo a nuestros días?

XII. Yo no nací para emperador, al menos así se desprendía de las apariencias, sino para cultivador de hortalizas, capador de cerdos o soldado muerto en combate; no tuve padre cónsul, ni abuelo senador, ni madre ligera de cascos, circunstancias que tanto ayudan en los ascensos, sino que me engendró en mujer labriega un liberto del senador Anulino, liberto y padre mío que en su niñez rastreaba moluscos por entre los peñascos de Salona.

XIII. Pero desde muy joven me indicaron los presagios que en mis manos germinaría la salvación de Roma: la estatua de Marte enarbolaba el escudo cuantas veces pasaba yo a su lado, una noche se me apareció el propio Júpiter disfrazado de toro berrendo bajo la luz de un relámpago; comprometido por tales auspicios me hice soldado sin amar la carrera de las armas; me esforcé en razonar como los filósofos cuando mi inclinación natural era berrear palabrotas elementales en las casas de lenocinio; me volví simulador y palaciego, yo a quien tanto agradaba sacar la lengua a las obesas matronas y acusar en público de pedorros a los más nobles patricios; obtuve la jefatura de la guardia pretoriana no obstante el asco Que me causa el oficio de policía; y finalmente le sepulté la espada hasta los gavilanes al Prefecto del Pretorio, Menda que no podía ver una codorniz herida sin que se me partiera el alma.

XIV. Y cuando ascendí por riguroso escalafón de homicidios a emperador de Roma, ¿qué restaba del imponente imperio de Octavio y Marco Aurelio? Quedaba un inmenso territorio erosionado por el roce de todos los vicios, amenazado desde el exterior por los bárbaros de más diversos bufidos y pelajes, minado en el interior por los nietos y biznietos de los bárbaros que se habían infiltrado en la vida pública a horcajadas sobre el caballo de Troya de las matronas cachondas, una nación exprimida y depauperada por los agiotistas, una república de cornudos y bujarrones donde ya nadie cultivaba la apetencia de sentarse en el trono, porque sentarse en el trono constituía experimento más mortífero que echarse al coleto una jicara de cicuta.

XV. Así las cosas, subí yo al gobierno con dos miras precisas: reconstruir el devastado imperio y morir en mi cama con los coturnos puestos, esta última empresa más difícil de sacar a flote que la otra, si uno se atenía a los antecedentes inmediatos. Oído al tambor en los postreros cincuenta años:

al óptimo soberano y ejemplar hijo de familia Alejandro Severo se lo echaron al pico sus soldados, acompañado de su admirable madre Mammea, que también obtuvo su mortaja;

le correspondía el trono a Gordiano I, mas Gordiano I se dio bollo a sí mismo al tener la noticia de cómo el exorbitante Maximino (un metro noventa centímetros de altura) se había cargado a su hijo Gordiano II;

en cuanto a Maximino, y de igual modo a Máximo, a quien el gigantón había designado como César, fueron tostados por la tropa;

le tocaba el turno a Balbino, y lo peinaron alegremente los pretorianos;

venía en la cola Gordiano III que, al par de su tutor y regente Misisteo, recibió matarili de Felipe el Árabe;

un lustro más tarde los oficiales de Decio madrugaron a dicho Felipe el Árabe, durante la conmemoración de la batalla de Verona, en tanto que a su hijo Felipe el Arabito le llenaban la boca de hormigas en Roma, doce años no más tenía el pobrecito;

Decio a su vez fue traicionado por sus generales y entregado a los godos para que esos bárbaros le dieran la puntilla;

Galo al bate, lo rasparon sus milicianos y, después del consumatum est, se pasaron a las filas de Emiliano;

los mismos destripadores le extendieron pasaporte a Emiliano, a los pocos meses, por consejos de Valeriano;

el sufrido y progresista Valeriano cayó en manos del persa Sassanide Sapore, lo torturaron aquellos asiáticos, lo castraron sin compasión, lo volvieron loco a cosquillas, lo enjaularon como bestia y, de postre, le arrancaron el pellejo en tiritas, ¡caníbales!;

a Galieno, poeta inspirado e hijo de Valeriano, lo siquitrillaron unos conjurados, inducidos a la degollina por un general de nombre Aureolo;

Claudio II, que vino luego, le cosió el culo a Aureolo, en justiciera represalia;

la peste, o un veneno con síndrome de peste, ayudó a bien morir a Claudio II;

apareció entonces un tal Quintilio, hízose pasar por hermano del difunto, pero no tardó en suicidarse, lo cepillaron es la verdad histórica, a los 17 días de vestir púrpura imperial;

surgió inesperadamente Aureliano, mano de hierro, el único en el pay roll con categoría de emperador romano, lo cual no impidió que el liberto Mnesteo, asesorado en el de profundis por el general Macapur, le cantara la marcha fúnebre;

llamaron a Tácito, un venerable anciano de 75 años que ninguna aspiración de mando albergaba en su arrugado pecho, lo coronaron contra su voluntad y al poco rato le cortaron el resuello;

y como Floriano, hermano y heredero de Tácito, pretendió el muy ingenuo gobernar sin el respaldo del ejército y sin la aquiescencia del senado, no transcurrieron tres meses sin que le doblaran la servilleta;

entró en escena Probo, un tío inteligente y precavido que logró mantenerse seis años sobre el caballo, creyó entonces haber llegado al momento de hacer trabajar a los soldados en la agricultura, le fabricaron en el acto su traje de madera;

un año después fue limpiado Caro misteriosamente, unos dicen que fue un rayo y otros dicen que su suegro;

quedaba Numeriano, hijo de Caro, mas el prefecto Arrio Apro lo puso patas arriba;

y en ese instante me adelanté yo al proscenium y, para no ser el de menos, descabellé a Apro y le compré su nicho, mientras Carino, legítimo aspirante a la corona, era borrado del mapa por la mano de un tribuno a quien el mentado Carino le barrenaba la esposa;

¿es éste un imperio honorable o una trilogía de Esquilo?

XVI. Único salidero para escapar del magnicidio era la aplicación de la teoría euclidiana de las proporcionalidades y proporciones, y conste que estas tímidas inmersiones en las linfas de la cultura griega son consecuencia de las prédicas de Ateyo Flaco, erudito esclavo corintio que me llevaba las frutas secas del jentáculum (desayuno, caballeros) a la cama. El cálculo aritmético señalaba que, si existían cuatro emperadores en vez de uno, las posibilidades de degollar a un emperador se reducían a un veinticinco por ciento. Y si ninguno de los cuatro príncipes tenía su asiento en Roma, cuando los ciudadanos capitolinos, que eran los más tenebrosos, decidieran sacarles los tuétanos y arrojar sus cadáveres al Tíber, veríanse compelidos a sobrellevar agotadoras expediciones hasta remotas comarcas para transportar los cuatro fiambres, acortándose así el veinticinco a un reconfortante cinco por ciento, menos del cinco si alojaba a Maximino en Milán, colocaba a Constancio Cloro en Germania, establecía a Galerio en la futura Yugoslavia y yo me largaba a Nicomedia, en el Asia menor, lo más lejos posible de estos lombrosianos.

XVII. Otrosí. La razón más usual de morir los emperadores romanos se originaba de esta guisa: a los generales triunfantes se les subían los humos a la cabeza y decidían asesinar a sus soberanos con el propósito de sustituirlos en el solio máximo. Y como los generales triunfantes eran imprescindibles para mantener a raya a los francos, británicos, germánicos, alamanes, borgoñeses, iberos, lusitanos, yacigios, carpos, bastarnos, sármatas, godos, ostrogodos, gépidos, hérulos, batrianos, volscos, samnitas, sarracenos, sirios, armenios, persas y demás vecinos que aspiraban a recuperar sus regiones tan honestamente adquiridas por nosotros, ocurrióseme la idea de seleccionar tres generales, los tres generales más verracos del imperio (mi mejor y más obediente amigo, un segundo a quien convertí en mi yerno y un tercero a quien convertí en yerno de mi mejor y más obediente amigo) y otorgarles tanto rango de emperadores como el que yo disfrutaba, con igual ración de púrpura que yo, aunque la verdad era que no mandaba sino el suscrito.