– ¿No se puede evangelizar sin humillar?

– ¿Humillar? Sólo someter -se arrellanó-. Vea, Francisco, los hombres sensibles como usted tienden a confundir. Cuanto antes se los aplaste, mejor será para todos -me arrimó la copa vacía para que le escanciara vino-. Un potro domado recibe menos azotes que uno en proceso de doma. Cuando un araucano aún salvaje es conchavado en servicio, ¿sabe qué hacen algunos encomenderos para evitar que se escape y luego regrese armado, dispuesto a vengarse? Lo sujetan entre muchos, le ponen un cepo al tobillo y de un hachazo le rebanan todos los dedos del pie.

– Es atroz. Ya me he enterado.

– Corno usted sabe -prosiguió-, la hemorragia se detiene con un buen hierro al rojo, lo cual es un golpe de gracia adicional. En un mes este indio pierde las ganas de fugar, olvida su espíritu rebelde y está en óptimas condiciones para recibir los consuelos de la santa religión. Estas prevenciones no serían necesarias si todo el pueblo araucano fuera debidamente vencido;

– La guerra defensiva lleva una década de fracasos, pero el maltrato de los indios lleva una centuria. La estrategia inmisericorde también falla -dije.

– No estoy de acuerdo.

– En el Perú aún escuchan relatos sobre la remota expedición de Almagro [31] . Dicen que devastaba los campos y todo indígena que aparecía era forzado a enrolarse en sus huestes. Los amarraban por el cuello, como los negreros a los esclavos. Cargaban los bultos y llevaban sobre sus espaldas angarillas en las que viajaban sentados los conquistadores. Iban casi desnudos, no les daban de comer sino maíz, y cuando uno de ellos caía muerto, no perdían tiempo en desatarle las amarras: le cortaban la cabeza.

Don Cristóbal sonrió con indulgencia.

– Los indios que murieron con Almagro -dijo- son del Norte. Los araucanos son del Sur.

– También han sido objeto de atrocidades.

– ¿Los del Sur?, ¡vamos! No hay comparación con su ferocidad; todo lo que se les haga parece una caricia. Pregúntele al capitán Pedro de Valdivia cómo el cacique Lautaro mató a su padre. Pregúntele.

– ¿Y la represalia? ¿Cree que los araucanos olvidan cómo mataron a su cacique Caupolicán? -repliqué con indebida vehemencia [32] .

– Está bien, doctor -palmeó mi rodilla-. Por suerte usted no es militar ni pretende llegar a gobernador de Chile: sería un desastre. Pero admiro su sensibilidad de médico.

– No sólo de médico -persistía mi énfasis.

– De buen cristiano, entonces -sonrió.

Bajé los párpados.

– Cuando llegue el viejo octogenario -dijo-, podrá congraciarse con él asegurándole que es el único vecino del reino que aún apoya la guerra defensiva. Le caerá muy bien. Pero después de unos meses, le aseguro, ni querrá mencionar esas palabras. Convénzase: los indios deben ser primero derrotados, luego evangelizados. En ese orden.

– En el Perú han sido derrotados militarmente hace tiempo.

– Así es. Por eso hay paz. Y se los puede evangelizar.

– Pero el éxito no es satisfactorio.

– ¿Por qué dice eso?

– Muchos retornan a la idolatría.

– ¡Bah! Casos aislados. Algunos brujos ignorantes. Eso es por mala catequesis.

Don Cristóbal se paró:

– Gracias por alargar su visita. Nuestra charla distrajo mi pesadumbre… Tendré que ir acostumbrándome a no ser la máxima autoridad. Algo más, doctor -se acarició la puntiaguda barbita-. Tengo la impresión de que en algunas oportunidades ha querido entablar diálogo con mi ahijada Isabel… -sonrió permisivamente, casi alentadoramente.

Me turbó. Su develamiento frontal no dejaba espacio para una respuesta esquiva.

– Sí, Excelencia -tomé distancia-. Es una persona con la que me agradaría conversar.

– Pues bien, quería decirle que cuenta con mi autorización. Al fin de cuentas, usted es mi médico, ¿no?

Francisco lo escucha boquiabierto. El calificador inquisitorial Alonso de Almeida es enfático. Lo castiga como a un niño que ha desobedecido las generosas enseñanzas; le dice que Francisco devuelve escoria por oro, que produce decepción y luto. Dios, la Virgen, los Santos y la Iglesia le derramaron bendiciones y él, tras disfrutarlas, se ha convertido en un traidor miserable. Le exige que reflexione, que se doblegue y se arrepienta; le exige que baje la cabeza, que llore, que tiemble, que se achicharre.

102

Paseé con Isabel Otañez a plena luz de la tarde, como merecía una ahijada de familia decente. Nos seguían dos sirvientas negras como garantía formal de nuestro recato. Bordeamos -a prudente distancia- una porción del cerro Santa Lucía. Por los caminos que abrían las cabras se podían alcanzar sus alcobas silvestres, de las cuales no se hablaba en las conversaciones honorables porque cobijaban los abrazos adúlteros de la severa Santiago de Chile. El entramado verde de las laderas ocultaba nombres y cuerpos. Los púlpitos denunciaban los pecados que florecían en los laberintos del cerro, pero nadie concretaba su destrucción.

Ella había nacido en Sevilla. Quedó huérfana a los siete años y fue adoptada por don Cristóbal y doña Sebastiana, por los que sentía mucha gratitud. Después se ensombreció. Con pena contó el asalto de los bucaneros en el mar Caribe. El relato la estremecía. Pero hasta su conmoción la hacía fascinante.

Yo le narré mi infancia en Ibatín, mi adolescencia en Córdoba, mi juventud en Lima. Nuestros recorridos parecían torrentes que se buscaban. El suyo nació en España y el mío en las Indias. El mío, a su vez, también había nacido en España (generaciones antes), se encaminó a Portugal y luego a Brasil. Serpentearon por naturalezas encrespadas. Hicimos muchos kilómetros para coincidir.

Las conversaciones a plena luz solían llevarnos hasta los márgenes del río Mapocho cuyas aguas provenían de las nieves que blanquean la cercana cordillera. Los reparos de madera en la época de deshielo no fueron siempre eficaces, de ahí el costoso tajamar que mandó construir don Cristóbal cuando era gobernador. De sus márgenes salían canales que regaban las chacras de los alrededores. A veces alejábamos hasta la apacible vega donde los franciscanos edificaron su amplio convento. Pasábamos junto a huertas pobladas de frutales donde alternaban los cipreses y los limoneros. Por los campos se extendían lirios, azucenas y grandes frutillares. Si no se hacía demasiado tarde. Isabel me invitaba a beber chocolate en el salón de su residencia, acompañada por su madre adoptiva y, a veces también, por don Cristóbal. Mis encuentros con Isabel se tornaron una deliciosa rutina.

103

Un criado entró en el hospital y me entregó la esquela. Estaba escrita con apuro y la firmaba Marcos Brizuela. Pedía que fuera en seguida a su casa porque su madre había perdido la conciencia.

Me recibieron dos negras que parecían hacer guardia y señalaron mi camino. Apareció una mujer con un niño en los brazos que podía ser su esposa. Estaba asustada. Saludó con un tímido movimiento y apuntó con su índice hacia la tercera habitación. En la penumbra distinguí la cama. El hombre sentado a su vera vino a mi encuentro.

– Mi madre está mal -dijo Marcos roncamente-. Tal vez puedas hacer algo.

Alcé un blandón y lo apoyé junto a la cabecera. Se iluminó el cuerpo cadavérico de una anciana. Tenía los párpados cerrados y la piel lustrosa; respiraba entrecortadamente. Le tomé el pulso, examiné sus pupilas. El cuadro parecía terminal. Su brazo derecho estaba contraído. Reconocí la secuela de una hemiplejía antigua. Con dulzura procuré extender el rígido y atrofiado miembro. El aire que expulsaba de la boca le levantaba la mejilla derecha. Esta mujer repetía su ataque sobre un terreno gravemente afectado ya.

– ¿Qué ha pasado? -empecé mi anamnesis.

Marcos se paró tras de mí. Enfrente se instaló su esposa.

– Hace mucho que quedó paralítica y casi muda -contó Marcos con esfuerzo.

– ¿Cuántos años?

Oí que se hinchaba su tórax. Empezó a caminar lentamente por la alcoba.

– Dieciocho -respondió su mujer.

¿Tanto tiempo? Hice el cálculo. Ocurrió a poco de instalarme en Chile. Lo dije.

Marcos se detuvo, desdibujado por las sombras. Volvió a hinchar su tórax.

– Fue un poco después.

Traté de abrir la mano deformada. Luego continué con otros gestos médicos mientras pensaba. Froté sus sienes, palpé las arterias carótidas, le moví suavemente la cabeza, calculaba la temperatura.

El lento paseo de Marcos se parecía al de un tigre encerrado en una jaula. Se me ocurrió que saltaría sobre mi nuca. La enfermedad de la madre no sólo le producía pesadumbre, sino resentimiento. ¿Por qué me llamó? Podía haberse dirigido a Juan Flamenco Rodríguez. O a los médicos sin título. Su voz hostil se abrió camino entre espinas.

– Quería que la vieras -musitó.

Giré en mi silla. Estaba parado detrás de mí nuevamente. Apoyó sus manos con fuerza sobre mis hombros. Descargó su peso. El salto del puma, me azoré. Sus dedos comprimieron mi carne.

– Así quedó cuando arrestaron a mi padre.

Intenté ponerme de pie. Su fuerza era superior a la mía. Le crecía el furor, pretendía dañarme.

– Así quedó -volvió a decir con las mandíbulas crispadas.

– Fue una apoplejía -con mi derecha palmeé su brazo izquierdo convertido en la garra que mordía mi hombro.

– Fue consecuencia de la denuncia que hizo el cabrón de tu padre, Francisco -me soltó de golpe y se alejó unos pasos.

– Marcos… -exclamó su esposa.

Mi cabeza trepidó ante la increíble imputación. Me di vuelta para mirarlo. «No puede ser», me decía.

– Tras el espantoso arresto tuvo un ataque -siguió hablando-. Apoplejía. O ataque cerebral. O golpe de presión. Como gustan decir ustedes, los médicos… Palabras, palabras -movía las manos para espantadas como si fueran moscas-. Estuvo inconsciente una semana. Le hicieron varias sangrías. Pero quedó inválida. Hemipléjica y muda. Dieciocho años. Consiguió, sí, moverse con ayuda, hablar como un bebé… Mi padre arrestado en Lima y nosotros con mamá destruida, aquí -se le anudó la garganta y cesó de hablar.

Su mujer se acercó para tranquilizado, pero él la mantuvo separada con un gesto.

– Siento de veras lo que dices, Marcos -murmuré con la boca seca, confundido, avergonzado-. Mi madre también fue destruida por el arresto. No tuvo un ataque de presión: tuvo una tristeza que la llevó a la muerte en sólo tres años.

[31] Diego de Almagro fue compañero del Francisco y realizó la primera expedición española a Chile en 1535.


[32] El temible cacique Caupolicán cayó prisionero del capitán Alonso Reinoso, quien le preparó en Cañafe una muerte horrible. Levantó un tablado en la plaza y colocó en el medio un poste terminado en punta. Mandó traer la víctima, que llegó cargada de cadenas y una soga al cuello. En medio de gran expectativa lo sentó sobre la punta, de tal forma que el madero penetró por su ano y llegó hasta la garganta. Mientras se convulsionaba, varios indígenas prisioneros eran obligados a disparar flechas sobre el cuerpo destrozado.