Marcos levantó el blandón e iluminó nuestras caras. Sus ojos estaban llenos de sangre. El resplandor sacudía brochazos negros y dorados sobre su piel tensa.

– ¡Te he maldecido, Francisco! -asomaron sus dientes-. A ti y a tu padre delator. Nosotros los recibimos en Córdoba con los brazos abiertos, les dejamos nuestra casa… Pero tu padre, tu miserable padre…

– ¡Marcos! -le apreté las muñecas-. ¡Ambos fueron víctimas!

– Él lo denunció.

– Nunca me lo dijo -sacudí sus muñecas; yo estaba al borde del llanto.

– ¿Te iba a confesar semejante crimen? Los hechos son bastante elocuentes: poco después que arrestaron al delator de tu padre, firmaron la orden de arrestar al mío. ¿Quién, si no él, proporcionó su nombre?

– Mi padre ha muerto ya -me dolía la garganta-. Las torturas lo dejaron baldado. No puedes aferrarte a una presunción, por Dios.

– Suéltame -liberó sus manos y se fue al extremo de la alcoba-. A ver si haces algo por mamá

Pedí a su mujer que me ayudara a cambiada de posición. El decúbito lateral mejora la respiración de los enfermos inconscientes. Con un trapo húmedo le limpié la boca. Ya sentía un malestar espeso, demoledor.

Marcos llamó al esclavo que me buscó en el hospital. Le tendió un papel enrollado.

– Entrégalo al visitador Ureta. Recuerda: fray Juan Bautista Ureta. En el convento de La Merced. Dile que venga en seguida para darle la extremaunción a mi madre.

Abrí una vena del pie y dejé salir unos centímetros cúbicos de sangre oscura. Luego comprimí la incisión con un apósito. Lavé el bisturí y la cánula. Cerré mi petaca. Volví a limpiarle la boca; su respiración se había regularizado.

Marcos recibió en el patio al visitador Ureta. Le agradeció la deferencia de llegar tan pronto. Era un sacerdote con ojeras profundas. También ingresaron a la alcoba unos vecinos. El sacerdote depositó un pequeño maletín y acercó su rostro a la enferma. Luego miró sucesivamente a Marcos, a su esposa y a mí. Su mirada tenebrosa se demoró en mí.

– Soy el médico -aclaré.

– ¿Está consciente? -preguntó a mi oreja.

Marcos y su mujer bajaron los párpados. La asordinada crítica del sacerdote resultaba abrumadora. Se había cometido una terrible negligencia: el alma de esta anciana no podía descargarse en una confesión, no podía comulgar, no podía recibir la preparación adecuada para el viaje eterno. Partiría desamparada. Yo debía denunciar que la encontré desvanecida y que han pedido tarde el auxilio de la religión. Pero decidí mentir para proteger a Marcos.

– Perdió el conocimiento mientras la sangraba. Cuando mandaron por usted, padre, aún hablaba con lucidez.

– ¿ Hablaba?

Advertí mi grosero error.

– Balbuceaba sonidos, padre, como en los últimos años -agregué-. Estaba consciente.

Extrajo los artículos sagrados y los acomodó sobre una silla, junto a la cama. Calzó la estola en su nuca abrió el devocionario y empezó a rezar. Los vecinos lo imitaron. En los muros resonó la plegaria.

– Te absuelvo de tus pecados -untó el pulgar en el óleo y trazó una cruz sobre la frente pálida-. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

– Amén -repetimos.

Recogió sus elementos, cerró el maletín y volvió a mirarme. Había una mezcla de curiosidad y desafío.

– ¿No es usted el doctor Francisco Maldonado da Silva?

– Sí, padre.

Su rostro se ablandó algo.

– ¿Me conoce? -pregunté.

– Ahora personalmente. Antes lo conocía por referencias.

Me recorrió un estremecimiento: ¿referencia?, ¿qué decían las referencias? Marcos lo acompañó hasta la puerta de calle con un par de vecinos. Después regresó a la alcoba y me dijo:

– Gracias.

– Está bien, Marcos. He pasado por situaciones parecidas: es muy doloroso.

– Dime cuánto son tus honorarios.

– No hablemos de eso ahora.

– Como quieras -se sentó cerca del lecho-. ¿Qué más podemos hacer? -la miró mordiéndose los labios.

Meneé la cabeza.

– Acompañarla.

– Entiendo. Gracias de nuevo -se tapó el rostro con las manos-. ¡Cuánto ha sufrido! ¡Pobre madre mía!

Me acerqué, le puse la mano en el hombro. Permaneció duro. Después se apartó.

– Puedes irte, Francisco. Ya has cumplido.

Fui en busca de otra silla y me senté a su lado. Le asombró, pero no dijo nada. Los sirvientes renovaron las candelas. Algunos vecinos se iban, otros entraban, siempre silenciosos. Al anochecer nos trajeron cazuelas con guisado caliente. Sólo cruzamos palabras que se referían a la enferma: cambiarla de posición, limpiarle la flema de la boca, renovar los paños fríos en su frente. Nos fuimos dormitando. Me sobresaltó un ronco estertor. La alcoba estaba más oscura, habían pasado varias horas. La paciente fue desplazándose en el lecho hacia la posición boca arriba y se ahogaba. Hizo un paro respiratorio. Acomodé su cabeza de lado y comprimí su tórax hasta restablecer el ritmo. Después volví a ponerla de decúbito lateral. Los sirvientes renovaron nuevamente las candelas. Dormí sentado un tiempo impreciso hasta que me sacudieron el brazo. Entre globos de agua vi a Marcos. Me conecté. Fui hasta ella. Otra vez boca arriba, pero inmóvil y silenciosa. Palpé su pulso y miré sus pupilas. Se había acabado. Extendí respetuosamente su brazo izquierdo. Enfrente, confuso, estaba Marcos. Se movieron nuestros dedos y nuestros labios en forma automática y nos abrazamos.

Recién entonces pudo llorar.

Le dice, finalmente, que el Santo Oficio de la Inquisición es benigno. Que debe solicitar su misericordia porque se la va a conceder.

Fray Alonso de Almeida se seca la espuma de la boca detiene la torrentada, pero sin sacar los ojos del prisionero que sigue inmóvil, sentado en su estrecha cama y apoyado contra la pared. Las aceradas frases tienen que haberle perforado el corazón.

Francisco traga saliva, parpadea. Es su turno.

104

La revelación de Marcos me conmovió profundamente. Había tenido la mortificante sospecha de que mi padre fue más quebrado por las torturas de lo que él mismo se atrevió a reconocer. Era inevitable que le arrancasen nombres: había nacido y estudiado en Lisboa, conocía a muchos connacionales y los inquisidores no iban a ser tan ingenuos de aceptar que no tenía información sobre sus prácticas judías. Me dolió que, entre esos nombres, hubiera proporcionado el de su amigo Juan José Brizuela, aunque haya silenciado heroicamente los de Gaspar Chávez, Diego López de Lisboa, Juan José Sevilla y tantos otros. Tuve que asumir lo que ya sabía: papá fue un hombre noble, no un santo. Y este nivel un poco más bajo de admiración no empañaba mi estima por sus enseñanzas. Mi respeto por el sábado, por ejemplo, implicaba también un homenaje a su memoria y sacrificio.

En el Callao y en Lima me las arreglaba para esquivar trabajos y vestir ropas limpias en esa jornada, sin ser advertido. Era un delito tan grave que cualquiera estaba obligado a efectuar la denuncia en seguida; se lo considera un atentado contra la religión verdadera. Por consiguiente, la ropa limpia debe disimularse con arrugas y el descanso con ausencias. No me era posible faltar al hospital, porque se notaba demasiado. Pero podía evitar que en ese día se efectuasen intervenciones quirúrgicas mayores. De todas formas, el mandamiento que ordena guardar el sábado tiene la necesaria sabiduría para permitir que se transgreda el reposo para atender a los enfermos.

Amo la fiesta del sábado. Con ella Dios consolidó la impresionante creación del tiempo. Asentó su obra en una de las dos dimensiones cardinales. La otra es el espacio, a la que dedicó seis días. El sábado nos recuerda la segmentación del devenir. Papá me explicó que en hebreo los días de la semana se nombran con números: el domingo es el día uno, el lunes el dos, y así sucesivamente; después del día seis llega la culminación: el ámbito cualitativamente distinto del Shabat . El misterio de que Dios mismo descansó expresa, tal vez, su alegría por el sistema binario de la tensión y la relajación, el agonismo y el antagonismo. La vida se desarrolla así: inspiración y expiración, sístole y diástole.

Para vivenciar algo distinto a los demás días y regodearme con el contraste, solía hacer largas caminatas por los alrededores de Santiago. Me extraviaba entre viñedos y olivares. Llevaba siempre la petaca de urgencias, aunque sin los instrumentos pesados: los reemplazaba por el ejemplar de la Biblia que me regaló en Córdoba fray Santiago de la Cruz. Si me descubría algún familiar o clérigo o simple vecino y sospechaba mi modesta celebración, podía mostrarle que llevaba herramientas de trabajo. Un marrano como yo no debía hesitar en demoler una sospecha: había que hacerlo en seguida y sin tapujos. Que varias personas testimoniasen haberme visto holgazanear un sábado podía conducirme raudamente a las cárceles de la Inquisición. Por eso también debía modificar mis itinerarios. A veces marchaba hacia el Este murmurando los Salmos que exaltan las maravillas de la Creación: tenía delante el murallón azul de la cordillera y la capa de armiño que se extiende por sus cumbres. Otras veces marchaba hacia el Norte, cruzaba las frías aguas del Mapocho, me internaba en bosquecillos de nogales; escogía un tronco caído y me ponía a leer la Sagrada Palabra. En ocasiones elegía la ruta del Oeste, que lleva hacia el mar. También marchaba hacia el inquietante Sur donde los araucanos cuestionaban los derechos de la conquista: era una buena ocasión para leer y meditar sobre la las numerosas guerras de Israel contra tantos pueblos que no aceptaban su derecho a la singularidad.

Dos sábados evité esas caminatas: podía llamar la atención que cada siete días me fuese tan lejos. Decidí explorar el cerro de Santa Lucía. Era un sitio que la antigua cultura griega hubiese exaltado: allí correteaban ninfas perseguidas por faunos, el dios Pan tocaba su flauta y Zeus practicaba travesuras. En los meandros de la floresta navegaban besos, caricias y promesas llenas de falsedad. Reinaba una alegría prohibida, invisible e inextirpable. La ventaja de ser allí descubierto consistía en que no se podía acusar sin reconocerse culpable.

Trepé la cuesta. Nadie aparecía entre los arbustos descansaba bajo los árboles. Podía creerse que el sitio estaba encantado y sus eróticos habitantes se transformaban en follaje ante intrusos como yo. Ascendí por los vericuetos que recorría una dispersa manada y llegué a la cumbre. Ante mis ojos se extendió la ciudad de Santiago y sus cultivadas tierras. El aire limpio me llenó de bienestar. Reconocí la cuadrada y espaciosa plaza central con el vistoso Ayuntamiento y la catedral de piedra. Ubiqué iglesias, conventos, monasterios, el colegio jesuita, el hospital donde debía estar trabajando, la casa de Marcos Brizuela, la del capitán Pedro de Valdivia y la residencia de Isabel. Era una buena atalaya. Permanecí en ambas ocasiones varias horas. Pensaba con optimismo y agradecía a Dios que allanase mi vida.