– ¡Qué lástima! -exclamé.

– ¿Te decepciona? -volvió a escanciar el vino.

– Por supuesto.

– No exageres, Francisco. ¿Acaso en Lima no es peor?

– Quizá. Pero allí no tuve acceso al poder.

– Es el poder centralizador el que desemboca siempre en la corrupción. Aquí sobresale la figura del gobernador, allí la del virrey. Su rendición de cuentas es tan indirecta y tardía que se pueden permitir lo que quieran. Y el que no aprovecha estas ventajas no se considera honesto, sino imbécil. ¿Cómo no robar si te ofrecen la tentación en bandeja de oro y con garantías de impunidad prolongada?

– Pero las sanciones morales no esperan tanto.

– Francisco: en las Indias preocupan más las condenas de la sociedad que el peso de la conciencia.

Esas palabras me sacudieron. Ataba muchos cabos flotantes. Era un punto que me sacaba de quicio. Relacionaba mi vida, mi familia, las autoridades, la Inquisición, el aprendizaje, la conducta, mis reflejos. «El fallo de la conciencia…» El gran ausente. Juan tenía razón: no sólo en las Indias: posiblemente en todo el imperio español y más allá aún. Por eso el espectáculo y la hipocresía de los que hablé con Joaquín del Pilar y con mi padre. Aparentar , porque así se logra la única calificación que importa: la exterior, la social. Representar la justicia, la ética, la piedad. Los méritos son externos y ruidosos, para ganar fama (también externa) que incluso dure más allá de la muerte. De ahí tanto discurso floripóndico, títulos falsos y hazañas ficticias. Una costumbre consolidada perversa, perversa. Se critica el apego al dinero, pero se lo busca violentamente. Quien critica es un santo, pero quien lo gana es un héroe. Los santos no destrozan a los héroes ni éstos a los santos: formalizan una secreta alianza mediante la cual cada uno deja crecer al otro; ni el santo malogra la codicia (pese a sus sermones) ni el codicioso descalifica al santo (pese a sus actos). Don Cristóbal de la Cerda puede ser reprochado por el obispo, pero este mismo prelado lo apoya para que sea gobernador efectivo. Y lo deben apoyar muchos que dicen escandalizarse por sus transgresiones, porque las transgresiones del gobernador son las ventajas de los vecinos. Cuando esta mecánica funciona, se prefiere a un corrupto que se guarda las coimas y regala beneficios que al hombre honesto. En una sociedad viciada el hombre honesto no es conocido como el guardián de la virtud, sino como el asqueroso perro del hortelano que no come ni deja comer.

– ¿Has visto de nuevo a su hija? -Juan se frotó las manos en actitud cómplice.

– A medias…

– Deberías casarte. El matrimonio te hará sonreír con más frecuencia.

– Ya que eres tan chismoso y te sobra información, dime si ella me aceptaría como marido.

– ¡Claro que te aceptaría! -se cubrió un eructo con el puño-. Bueno; no sé si ella… Sí, su padre.

– ¿Por qué?

– Veamos -arrimó el candelabro-. En primer lugar, Isabel Otañez no es hija de don Cristóbal, sino su ahijada. Esto tiene puntos en favor y en contra. En favor: no hereda su codicia ni su fogosidad. En contra: no hereda su fortuna ni su incondicional protección. Te casarías con una mujer pobre.

– Eso no entra en mi evaluación.

– En segundo lugar, don Cristóbal te aceptaría. ¿Las razones? Son visibles: es tu paciente y valora tu cultura. La presencia de un buen médico en su familia le brindaría beneficios adicionales.

– No se me ocurren.

– Yo, por ejemplo, hubiera sido un yerno ideal -estiró los labios-: le hubiera provisto de todos los chismes de la ciudad, de toda la información soterránea. A través mío, él podría canalizar consejos a mis pacientes sobre qué obsequiarle para conseguir su favor. También yo le serviría para convencer a funcionarios reales y eclesiásticos de que conviene otorgarle el máximo poder.

– Exageras. Eso ya ni es falso: es grotesco.

– Te mezquinará la dote de su ahijada y hará que pongas más de lo que tienes.

– Para eso falta mucho. Primero deberé conseguir su mano.

– Puedes darla por concedida.

Fray Alonso de Almeida toma varios minutos para contemplar al prisionero. Le cuesta reconocer en este hombre sucio y cubierto por una desordenada melena al médico que honraron las autoridades y cuya atención profesional habían solicitado el gobernador y el obispo de Santiago. Se había elogiado incluso su cultura sacra y profana. Pero seguramente el exceso de lecturas profanas (y algunas heréticas) le trastornaron la razón. Es necesario, en consecuencia, arrancarle de sus sofismas y hacerle ver lo evidente.

Este calificador del Santo Oficio tiene experiencia: cuando se enfrenta a un pecador, nada es más efectivo que una amonestación severísima. Se dispone, pues, a descargarle un atronador discurso. Ordena cerrar la puerta de la celda, mira los ojos de Francisco y le lanza el primer reproche.

101

Después de que le efectué el examen clínico de rutina por dolores en el pecho, don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor me invitó a su despacho para catar el vino que le regaló un encomendero. Nos sentamos en butacones enfrentados; una negra depositó sobre la mesita de nogal dos copas de vidrio grueso y una botija de cerámica.

– Me han traicionado, doctor -dijo intempestivamente.

Lo miré sorprendido.

– ¿Me haría el favor de llenar las copas? -agregó-. Este golpe es la causa de mi recaída, lo sé.

Destapé la esbelta botija y se elevó el perfume del vino.

– El virrey, instigado por los jesuitas, ha designado gobernador a un ridículo viejo octagenario.

– Pero de aquí salieron fuertes apoyos para que usted continuara en el cargo.

– Sí -recibió la copa, miró el vino reluciente, inspiró su aroma-. Todos me apoyaron: los cabildos de Santiago, de Concepción, de Chillán, los jefes del ejército, el prior de los franciscanos, mercedarios, dominicos y agustinos, y hasta nuestro colérico obispo. Pero no sirvió de nada.

– No me explico, entonces.

– Fácil, mi amigo: más fuerza que dignas autoridades y que la razón, tienen Luis de Valdivia y su Compañía de Jesús.

Bebimos un sorbo. Era noble producto de excelente vid.

– Me hizo un buen regalo este encomendero -sonrió don Cristóbal-. Es un pícaro: ahora vendrá a pedirme favores en trueque.

Lo miré fijo, Volvió a su tema.

– ¿Sabe qué le importa al virrey? -se frotó la nariz-. Que continúe la guerra defensiva. ¿Por qué, si es desastrosa? Porque es barata… Yo he informado la verdad y éste fue mi error. No importa la verdad, sino los intereses. Falló mi percepción política. El virrey no quiere desviar fondos para llevar adelante una ofensiva que controle de una santa vez a los araucanos; a sus arcas fiscales les conviene esta situación fluctuante, de interminables negociaciones. El virrey sabe, además, que el jesuita Luis de Valdivia tiene muchos y ardorosos protectores en Madrid.

– ¿Y lo reemplazarán a usted por un octogenario?

– Tal cual. No es otra cosa que un viejo cascarrabias que vive en Lima desde hace medio siglo y a quien el marqués de Montesclaros descalificó a menudo. Pero como está de acuerdo con la guerra defensiva, el nuevo virrey le ha confiado nada menos que la conducción de este empelotado reino: una locura.

– ¿Qué será de usted, don Cristóbal?

– Seguiré en mi cargo de oidor; la Audiencia tiene mucho para hacer. Además, quiero reírme del nuevo gobernador. Veremos cuánto le dura el entusiasmo por la guerra defensiva. Le aconsejaré darse una vueltita por el Sur, recorrer los fuertes desvastados y conversar con los vecinos de Concepción, Valdivia, Imperial, Villarrica. Se meará de contento… Nadie, excepto Luis de Valdivia, que es un obcecado, se engaña más. Los araucanos sólo se inclinarán bajo el yugo de una derrota. Los jesuitas, por más que les prediquen en su lengua, no los convencerán de armar reducciones como en el Paraguay.

– El enfoque de los jesuitas, sin embargo, no me parece incorrecto -opiné.

El gobernador interino elevó las cejas.

– Los indígenas han sido objeto de abusos inenarrables, cualquiera sabe que están resentidos y furiosos -añadí-. Una evangelización que no les quite sus tierras ni los reduzca a servidumbre puede cambiar el concepto que ellos tienen de los españoles.

– Me extraña que piense de esa forma.

– ¿Por qué?

– Usted es un hombre ilustrado. No sea ingenuo, pues. Los indígenas son salvajes, no nos quieren ni como ángeles. Sencillamente, no nos quieren. Somos intrusos. Prefieren seguir revolcándose en su promiscuidad y su mierda.

– No se sienten promiscuos ni ven su realidad como mierda, don Cristóbal. Ésa es nuestra opinión.

– ¿También la suya?

– En todo caso, no la de ellos. Son puntos

– Pero hay una sola verdad. ¿O no?

– Tal vez haya más de una… -en el acto me arrepentí de lo dicho y quise arreglar mi peligrosa afirmación-. Ellos no reconocen nuestro punto de vista como verdadero.

– ¡Ah! -se rascó la rubicunda papada-. Entonces necesitan aprender.

– Por eso decía que los jesuitas, predicándoles en su idioma, suprimiendo la servidumbre forzada, impidiendo las ofensivas militares, tal vez consigan hacerles cambiar de postura. Si se les demuestra que el rey de España quiere la paz, ellos terminarán aceptándola. También les conviene. Pero hasta ahora los indios sólo han recibido desprecio y explotación.

– Habla usted como el padre Valdivia. Suena convincente, pero es falso. Hace una década que empezó esta infantil estrategia. Hubo parlamentos, devolución de prisioneros, pactos, desmantelamiento de nuestras posiciones de avanzada. ¿Qué pasó? Entraron a saco en nuestras ciudades e incendiaron varios fuertes. ¡Son unos ladinos! Son más astutos que nosotros y aprovechan nuestros desacuerdos estratégicos para quebrarnos el espinazo.

– Pero ¿qué pretenden?, ¿la guerra eterna?

– Expulsarnos de Chile, hacernos desaparecer. Nada más que eso.

(Pensé que lo mismo deseaba la Inquisición de los judíos.)

– ¿No hay un punto de encuentro, de armonía?

– Si usted se refiere a un punto equidistante, le digo que no. O triunfamos nosotros o seguiremos padeciendo el conflicto.

– Ellos no pueden vencernos ni hacernos desaparecer -dije.

– Por supuesto. Entonces optan por desangrarnos. Confían que, a la larga, nos harán desaparecer. Para que eso no ocurra hace falta derrotarlos y someterlos como a los animales chúcaros en la doma. De lo contrario no habrá evangelización. Primero aplastarlos, después enseñarles.