– Aprecio su sinceridad, doctor; ya lo sabía -comentó seriamente.

– ¿Ha puesto a prueba mi sinceridad entonces? -sonreí.

– Siempre estamos ante el examen del Señor.

– Aún no tuve la respuesta de su padre, sin embargo.

– El gobernador no es su padre carnal, sino adoptivo

– Pero actúa como si fuera el verdadero padre.

– Sí. Infiero que no hará objeciones. Le agradará que usted se incorpore a su familia -levantó el índice-: una vez, claro, que se arreglen las negociaciones por la dote.

– No tengo mucho para ofrecer.

– ¡No sea avaro! -empezó a encenderse-. Es usted un buen médico y ganará mucho. Desde fin de mes comenzará a oblar su limosna, como todo el mundo -ordenó-. Quiero que su mano sea tan generosa con el dinero como es hábil con las enfermedades. La caridad iluminará su inteligencia.

– Trataré, Eminencia, trataré -me picó otra chinche. La aplasté con una sonora palmada.

– ¡No sea el asesino de una santa! -protestó con imperturbable seriedad.

– Son virulentas.

– Maravillosas. Rompen mis sueños.

– No le entiendo.

Torció la boca, muy extrañado. Y formuló una interpretación asombrosa.

– Rompen mis sueños… ¿No entiende? El sueño es como una cáscara en cuyo interior somos víctimas del demonio. Esto es sabido. Rodamos en su concavidad sin punto de apoyo. Nuestra voz no llega a nadie y nuestra fuerza es menor que el soplo del aliento. Dentro de la cáscara impermeable del sueño, el demonio hace con nosotros su capricho.

– No siempre el sueño es pesadilla.

– ¿Se refiere a los sueños placenteros?

– Por ejemplo.

– ¡Son los peores! -sus ojos blancos refulgieron como proyectiles de metal.

Guardé silencio.

– Son los peores. El demonio nos engaña. Y consigue hacernos incurrir en pecado mientras dormimos. Dentro de la cáscara nos convertimos en esclavos de la tentación… Intervienen, entonces, mis únicas amigas, las únicas que no saben de lujuria: las chinches. Pellizcan mi carne y quiebran la cáscara, rompen el sueño. Me devuelven a la vigilia armada.

– Pueden despertarlo en un momento en que no sueña -asombrado, me escuché porfiarle.

Movió sus labios en busca de respuesta.

– ¡Siempre se sueña! -exclamó-. El demonio aprovecha nuestro descanso. Cuando aflojamos los músculos y cambiamos las tensiones de defensa por el relajamiento horizontal, entonces nos encierra en esa cáscara impermeable y nos corrompe. Otra de sus perversiones es hacernos olvidar lo ocurrido para que no tengamos la posibilidad de expiar el pecado. ¿No tiene la sensación, al despertar, de que muchas imágenes que fueron intensas se fugaron como los vapores del amanecer? Ahí tiene, pues. Ahí tiene la prueba de su perversidad. A menudo no queda ni el vapor. Nada. Uno se ha revolcado en la concupiscencia durante la noche y luego se levanta para cumplir la jornada como si estuviese limpio.

– ¿Somos culpables de un pecado ajeno a nuestra voluntad?

Sus manos huesudas plegaron el borde de la sábana. El tajo vertical del entrecejo se pronunció.

– Somos culpables de permitir que sobreviva, en nuestro espíritu, la tentación. Y el demonio se aprovecha. Nuestra culpa reside en no combatirla con la debida constancia. Somos pecadores, hijo. La carne es débil-apretó mi mano-. Por eso usted debe casarse pronto.

– Gracias, Eminencia.

– Los sacerdotes, en cambio, tenemos que proseguir nuestra lucha. El voto de castidad no sólo se cumple con la abstinencia, sino impidiendo que la mujer invada nuestros sentidos.

– ¿Es posible?

– El Señor me ha bendecido con la ceguera: por lo menos no las veo más. Pero el demonio las lleva a mis sueños -se interrumpió; contrajo la cara, después tanteó mi mano-: Quiero levantarme, doctor. Ya me siento en condiciones.

Antes de que le pudiese responder, su pensamiento retornó al tema obsesivo.

– ¡Son peores que los judíos y los herejes! -chasqueó los labios y paró la oreja: quería percibir mi reacción.

– ¿Las quiere excluir del mundo? -completé su idea con indisimulable malestar. Este hombre durísimo ¿me estaba sometiendo a una hábil investigación? ¿Sospechaba mi origen?, ¿había advertido mi judaísmo? Su abrupta pregunta sobre mi casamiento y su no menos intempestiva referencia a los judíos y herejes me preocupó.

98

Vi a Isabel Otañez en la misa del domingo. Estaba en primera fila, junto a sus padres adoptivos. La vi comulgar con devoción. Al finalizar el servicio me paré junto al pasillo central. Los dignatarios salían con paso lento y solemne, lucían sus mejores ropas y en sus rostros se combinaba el sacralizante aroma del incienso con el luciferino anhelo de exhibición. Ella pasó cerca y nuestros ojos se tocaron. Los suyos tenían el nostálgico color de la miel. La seguí sin darme cuenta de que estaba mezclándome con los funcionarios. La delicadeza de su figura me pareció extraordinaria. El codo de un regidor me sacó de la mayestática fila; entonces caminé hacia la nave lateral y traté de alcanzarla en la calle. Estaba rodeada por su familia y varios soberbios cortesanos. Me parecía la mujer más hermosa de Chile. Quería mirar otra vez sus ojos. Estaba enloquecido como una abeja en las cercanías del néctar. Arreglé mi camisa, capa y sombrero, alisé mi breve barbita y ordené los cabellos de mi nuca. Caminé hacia el colorido grupo. El sol se refractaba en los bordados y las pedrerías. Un alabardero me cerró el paso; su movimiento brusco hizo girar varias cabezas y ella me miró otra vez. Me alejé con esperanza.

Dos semanas más tarde apareció un mensajero en el hospital. Traía una esquela de don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor, gobernador interino, que se había convertido en mi paciente. Me invitaba a su residencia para una tertulia. Hice girar el grueso papel entre mis dedos con cierta incredulidad. Mi nombre estaba bien escrito y el abultado sello identificaba a la más alta autoridad del país. Si bien yo lo había empezado a asistir por sus crónicas dolencias, esta invitación implicaba un acercamiento a Isabel.

El gobernador interino había asumido sus funciones pocos meses atrás. Era un hombre de carácter que deseaba acumular títulos, méritos y fortuna para convertirse en gobernador efectivo. Ya llevaba diez años de servicios en la magistratura y consideraba que aún no había acaparado el poder ni las riquezas que su talento y sacrificio merecían. Sus antepasados integraron las primeras y gloriosas legiones que conquistaron Nueva España. Había estudiado jurisprudencia civil y canónica en la Universidad de Salamanca, donde fue galardonado con el título de Doctor en ambos Derechos. Llegó al agitado reino de Chile en mayo de 1619 (yo aguardaba mi designación en el hospital de Santiago). Encontró que la Real Audiencia, donde debía asumir como oidor, había dejado de funcionar por muerte de casi todos los restantes miembros. Sin tardanza, acompañándose de algunos abogados, reinstaló el tribunal. Estaba decidido a hacerse notar: advirtió que estaba muy difundida la costumbre de hacer promesas y regalos a familiares o criados de los jueces para conseguir beneficios y, sin pensarlo mucho, mandó pregonar un bando en el que apercibía con multas e inhabilitaciones a quienes usaran esos métodos corruptos para conseguir sus pretensiones. El obispo lo felicitó públicamente por tan oportuno y saludable decreto.

Tanta aceleración conmocionaba el tradicional ritmo de los asuntos públicos. Podría decirse que este hombre fue un ataque por sorpresa a todo Chile. En efecto, por hallarse el entonces gobernador López de Ulloa ocupado en la guerra del Sur contra los indómitos araucanos, asumió intempestivamente el gobierno civil de Santiago y se dedicó a las construcciones y otras obras públicas que hicieran campanillar su nombre y le proveyesen (indirectamente, con hábiles garabatos contables) un importante ingreso extra. Pensaba que si era el autor de las iniciativas y quien se esforzaba por hacerlas realidad, era justo que una parte del gasto se convirtiera en su ganancia privada. Esto no agradó al obispo.

En diciembre de 1620 llegó a Santiago la noticia de que en la ciudad austral de Concepción había muerto López de Ulloa. El mensajero traía dos documentos en sus manos fatigadas: la certificación del deceso y ¡la designación de Cristóbal de la Cerda y Sotomayor como su sucesor en el mando! (el fallecido gobernador tuvo la grandeza de firmar el decreto antes de expirar). Era necesaria la confirmación del nuevo mandatario ante la Real Audiencia, pero Cristóbal de la Cerda no iba a permitir que esa oportunidad naufragase en los laberintos burocráticos que conocía muy bien. Como la Real Audiencia carecía de algunos miembros (murieron unos oidores y el fiscal se hallaba en Lima) decidió que era urgente el pronto despacho. Sin pérdida de un solo día, se adueñó del sello de la Audiencia, de la representación del Rey, y él mismo legalizó su propio nombramiento. Luego convocó al Cabildo de Santiago ante el cual, solemnemente, prestó el juramento de estilo. Para que no flotaran dudas sobre el poder que investía, uno de sus primeros actos fue anular otro, que era un nombramiento hecho por su predecesor: elocuente forma para demostrar que «a rey muerto, rey puesto»…

Quienes pensaban que la suya era sólo fogosidad de letras, números y trámites, se equivocaron. A su despacho de flamante gobernador interino llegó en seguida el reclamo de auxilio militar: los capitanes de los fuertes del Sur pedían socorro ante el incremento de las sublevaciones indígenas. Don Cristóbal no perdió tiempo. Aunque era ajeno al ejercicio de las armas, reunió una columna de ciento treinta hombres y se instaló a la cabeza de las tropas. En su decidido avance recibió más noticias desalentadoras: miles de indios cruzaban la frontera del ancho río Bío-Bío, robaban tropillas de caballos, mataban españoles e incendiaban las viviendas. Estas correrías demostraban que la guerra defensiva inventada por el jesuita Luis de Valdivia y respaldada por el Rey y el virrey fracasaba estrepitosamente. En Concepción reunió a muchos capitanes y les pidió su evaluación descarnada. Coincidieron en el repudio: la estrategia defensiva provocaba la despoblación creciente de los fuertes y la agresividad, también creciente, de los indios. En lugar de pacificar el reino, se lo estaba convirtiendo en una hoguera. El gobernador interino, fiel a su carácter, decidió escribirle al Rey una carta frontal. Suponía que estaba en condiciones de producir un cambio que elevaría su nombre a las nubes.

Mientras esperaba la respuesta del soberano y proseguían las acciones contra los indios rebeldes, retornó a su actividad administrativa. A pesar de los escasos recursos, llevó adelante obras públicas como edificios para el Cabildo y la Audiencia, una cárcel y un amplio tajamar de piedra sobre el río Mapocho. Esto, con ser controvertido, no produjo aún el escándalo que vendría con la ordenanza sobre la abolición del servicio personal de los indígenas. Sobre ello se polemizó en la tertulia.