Libro cuarto: Números

Chile, la breve Arcadia

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Papá murió en el Callao en 1616. La carga de sufrimientos lo aplastó de golpe. En los últimos días sólo se desplazaba con ayuda. Era una luz fuerte en un pabilo achacoso.

Durante los años en que disfruté de su compañía me transmitió más medicina práctica que los empingorotados profesores de la Universidad. Releímos los clásicos y nos divertimos con las recetas indígenas que, a menudo, deparaban resultados excelentes. Me entusiasmó con los descubrimientos de un examen clínico atento y demostró la importancia de seguir la evolución de cada enfermo tomando apuntes. No olvidaré la analogía que desarrolló entre el cuerpo humano y un templo. Dijo que el profesional debe aproximarse al cuerpo con devoción. En sus apretadas dimensiones contiene tantos enigmas que no alcanzan los sabios del universo para descifrarlos. Esa máquina formada por huesos, nervios, músculos y humores es la sede visible de un espíritu con el que está misteriosamente entrelazado, Los desajustes de la máquina se proyectan en el espíritu y viceversa. Así como un templo está construido con materiales que se encuentran en todos los edificios, un cuerpo está formado por los elementos que dan vida a un animal o una planta. Pero contiene algo que no existe en el animal o la planta. Dañarlo es profanarlo. El cuerpo es y refleja al mismo tiempo un misterio insondable. No existen dos cuerpos idénticos así como no existen dos personas idénticas. Aunque los parecidos son infinitos, infinitas también son las diferencias. Un buen médico detecta las semejanzas para ver en uno lo aprendido en otro; pero no debe olvidar que cada ser humano tiene una cuota de singularidad que es necesario reconocer y respetar. Cada hombre es único en evocación del Señor, que es Único. Cuidar su integridad y alargar su vida es un cántico de gratitud. Torturado, tratarlo con negligencia, matarlo, es una blasfemia. Es entrar a saco en un templo, derribar el altar, ensuciar el piso, voltear las paredes y permitir que lo rapiñen las alimañas. Es mofarse de Dios.

Las pláticas sobre medicina concluían con frecuencia en los temas judíos. Me hizo conocer las opiniones de Filón de Alejandría y Maimónides sobre las normas dietéticas que tratan de respetar los judíos cuando no son objeto de persecución. Me enseñó el alfabeto hebreo sobre hojas de papel que luego quemaba. También me enseñó las festividades y su significación.

Desde el viernes a la tarde nos preparábamos para recibir el sábado: era un secreto que compartíamos en jubilosa complicidad porque para nosotros era la fiesta. En el arcón teníamos lista la ropa que arrugábamos para disimular por si irrumpía un delator y un mantel blanco con una vieja mancha. Preparábamos una comida diferente a base de codorniz, pato o gallina bien sazonados, guarniciones de habas, cebolla cocida, aceitunas y calabaza, y postres de frutas secas o un buen budín. La vivienda no era distinta en apariencia, pero se cargaba de dignidad. El sábado -repetía mi padre- es una reina que visita el hogar de cada judío: ingresa con sus tules, invisibles gemas del cielo, perfume de valles florecidos y sus melodías de arpa. El candelabro emite secreta energía al convertirse sus brazos en altas antorchas. Durante seis días es el hombre despreciado y calumniado que huye, se esconde o disfraza para sobrevivir. En el sábado se siente un príncipe. Descansa como Dios ha descansado, celebra como Dios ha celebrado.

Si un familiar de la Inquisición hubiera volteado la puerta, nada diferente habrían visto sus ojos: el padre y el hijo comían a la mesa con la vajilla habitual y tenían abiertos unos libros, como también era habitual. Esa apariencia cotidiana encubría la realidad: el padre y el hijo gozaban el sábado porque habían pronunciado la bendición (en voz baja, para que no la escuchasen las orejas incrustadas en los muros), comían con elegancia (como se hace en los banquetes), sentían sus corazones felices (porque honraban a Dios y sus mandamientos) y leían y comentaban la Sagrada Escritura que el Señor les confió al pie del Sinaí.

La noche del sábado era una gloria. Íntima, secreta, calma. Brillante. Antes de levantarnos solía recomendarme que no ignorase mi circunstancia. Éramos marranos, es decir, carne de verdugos. Al día siguiente deberíamos seguir escondidos bajo el disfraz. Tenía la obligación de cuidarme para que el templo que era mi cuerpo no fuese profanado. No debía arriesgarme ante quienes jamás comprenderían mis derechos.

En esas noches de apacible alegría analizamos el extraño privilegio -y las obligaciones- que entrañaba recibir directamente la Palabra infalible. Reflexionamos sobre la envidia y específicamente sobre el miedo enorme que producía la posesión de esa Palabra. Era como dominar el rayo. Esa Palabra fue enseñada a los judíos en forma sistemática desde los tiempos de Ezra, el escriba. Semanalmente se leía una porción, de tal suerte que a la vuelta del año se completaba su lectura. Pero no sólo la leía el sacerdote: los mismos fieles ascendían al tabernáculo, sacaban los rollos sagrados, los abrían, contemplaban la pareja letra en caracteres hebreos y pronunciaban las frases resonantes.

– Por eso creé la academia de los naranjos en Ibatín. El estudio es nuestra obsesión.

Nos divertíamos haciendo acrobacias con los versículos: uno decía de memoria algunos y el otro los ubicaba en el libro correspondiente. A mi padre le gustaba recitar los Salmos . Yo prefería los profetas. Son un catálogo de la condición humana. No falta ninguna de las virtudes ni de los vicios, las ilusiones o las desesperanzas.

– No repitas, Francisco, mi trayectoria atroz -insistía a menudo.

Las últimas semanas de vida guardó cama. Le dolían los pies y empeoró su afección pulmonar: nunca se había recuperado completamente del tormento del agua. Se extinguía lentamente. Una tarde su mano temblorosa acarició el estuche forrado en brocato y dijo:

– Esta llave simboliza la esperanza en el retorno… Tal vez simboliza algo más fuerte aún: la esperanza, simplemente.

Besó el estuche y me lo entregó. Después su índice recorrió vagamente los anaqueles en penumbra. Con sus ahorros había seguido comprando libros sin cesar. Había formado otra respetable biblioteca cuyas dimensiones no eran inferiores a la que expropiaron en Córdoba. Recuperó varios de sus autores queridos. Ahí estaban Hipócrates, Galeno, Horacio, Plinio, Vesalio, Cicerón. Incorporó además, el Tesoro de la verdadera cirugía, Antidotario general, Drogas y medicinas de las Indias Orientales, Diez privilegios para mujeres preñadas con un diccionario médico. Junto a ellos se alineaban tratados sobre leyes, propiedades de las piedras, historia, teología. Un largo tramo lo ocupaban obras de literatura, entre las cuales se destacaban las Comedias de Lope de Vega.

– Son tuyos -dijo.

Finalmente apuntó hacia el Scrutinio Scripturarum de Pablo de Santamaría.

– Lo compré para que te des el gusto de refutarlo. Pero hazlo mentalmente; no lo escribas. Eso podría llevarte a la hoguera.

Su respiración empeoró rápidamente. Le acomodé las almohadas y agregué las mías. No se aliviaba. Su piel se tornó lívida. Los labios y la lengua estaban secos. Le ofrecí cucharaditas de agua. Hasta sus conjuntivas se iban oscureciendo.

Se moría. Apretó mi mano: le desesperaba la asfixia. Quería decirme algo. Aproximé mi oreja a sus labios índigos. Mencionó a Diego, Felipa, Isabel; yo le prometí que me ocuparía de buscados. Mis hermanas seguían en el monasterio de Córdoba, seguramente estaban bien.

Fui a renovar las hierbas medicinales que hervían en el caldero. En realidad fui a secarme las lágrimas para que no viese mi quebranto.

Con el poco aire que le restaba, alcanzó a sonreír. Sonrisa extraña y profunda. Inspiró para cada palabra, que desgranó solemnemente:

– ¿Recuerdas?… Shemá Israel, Adonai… Elohenu… Adonai Ejad.

Se rindió tras el esfuerzo. Cerró los ojos. Le mojé los labios y la lengua. Lo apantallé. Su agonía era un suplicio.

Tanteó el borde de su lecho hasta encontrar mi mano y la acarició.

– Cuídate… hijo mío.

Fueron sus últimas palabras. Su cabeza estaba azul y sus párpados hinchados. La respiración acelerada cesó. La mirada quedó fija: parecía asombrada por el objeto que colgaba junto a la puerta: el infamante sambenito.

Cerré sus ojos y quité algunas almohadas. Su piel empezó a clarear; parecía dormir. Yo solté mi llanto. En absoluta intimidad, sin freno alguno, pude sacudirme, hipar, emitir quejidos y bañarme en lágrimas. Después, cuando el desahogo me alivió, susurré:

– Ahora te puedes distender, papá. Ya no te perseguirán espías ni verdugos. Dios sabe que fuiste bueno. Dios sabe que Diego Núñez da Silva ha sido un justo de Israel.

Me lavé la cara y di unas vueltas por la habitación. Papá había muerto como judío, pero debía simular lo contrario. Era preciso efectuar un velatorio y enterrado como exige el disfraz. Sería gravemente sospechoso que no se hubiera confesado antes de morir ni recibido el óleo de la extremaunción. Él había fallecido, pero no la farsa a que estaba condenado. Dejé su cabeza descubierta y arreglé las cobijas como si estuviese durmiendo. Salí en busca del sacerdote. Mi dolor no requería afeites: las lágrimas que se derraman por un padre muerto no se diferencian de las que fluyen por un padre agónico. El cura se impresionó por mi cara. Dije que él sufría un intenso dolor cardíaco y le imploré que se apurase. Lo hice correr por las calles. El sacerdote, agitado, me gritaba palabras de consuelo.

Cuando enfrentó el cadáver me miró desconcertado. Volví a llorar.

El resto de las ceremonias se cumplió en regla. La «apariencia» funcionó bien. Mi padre murió en la fe que animaba su espíritu y fue enterrado en la fe que exigía la sociedad. De lo primero sólo yo fui testigo. De lo segundo un par de barberos y el boticario del hospital, además el sacerdote, los sepultureros y escondidos espías.

El ayudante de sargento Jerónimo Espinosa tiene presente la orden que le impartieron en Concepción cuando le confiaron el prisionero: deberá introducirse en Santiago de Chile durante la noche cerrada para que la presencia del reo -hombre muy conocido en la ciudad- no genere tumulto.

Aguarda, pues, la densificación de las tinieblas. Entonces ordena reanudar la marcha. En una hora se habrá liberado de esta complicada misión.