Francisco Maldonado da Silva cabalga a su lado. Es un inusual prisionero. Su increíble apostura le produce malestar.

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Mi padre apareció en mis sueños con su denigrante sambenito, marchando a los tumbos, arrastrando los pies de torturado. A menudo reaparecían las escenas de Ibatín y de Córdoba y otra vez el brutal arresto, la rapiña inquisitorial, fray Bartolomé escoltado por su felino y un notario, el castigo horrendo al negro Luis por preservar los instrumentos quirúrgicos.

El único ante quien podía confiarme en esos días de luto era Joaquín del Pilar. Me escuchaba con paciencia; unas semanas después propuso aliviar mi duelo visitando a gente que sufría en grado superlativo.

– Un buen médico debe mirados de cerca, tocarlos.

Relató entonces que su familia también había contado con una pareja de negros. Joaquín los quiso mucho porque se ocuparon de atenderlo, jugar con él y brindarle amparo cuando se murió precozmente su padre. Un día la negra se hizo un profundo corte en el dedo mientras cocinaba y no sintió dolor. Ese privilegio fue su condena: diagnosticaron que era leprosa. El Protomedicato mandó investigar y se descubrió que su marido ya había contraído la enfermedad, aunque había guardado secreto. Ambos fueron exiliados en seguida. No se los consideró portadores de una peste, sino que eran la peste, y fueron empujados a punta de las lanzas hacia el barrio infame. Los leprosos debían quedar aislados en un miserable sector de Lima hasta morir porque su enfermedad era incurable y contagiosa. Ni sus cadáveres saldrían de allí.

Me propuso ayudado con las amputaciones y las curaciones con hierbas medicinales, alcohol y nitrato de plata.

– Ahí vive Hipócrates -afirmó-. No en las aburridas lecturas.

Mi pesadumbre era tan agobiadora que no tenía ánimo para aceptar ni rechazar. Me dejé llevar.

Cruzamos el puente de piedra con sus orgullosos torreones. En lugar de encaminarnos hacia la fragante Alameda, torcimos hacia el reducto de leprosos establecido en el barrio de San Lázaro. Todos eran negros. Padecían la más antigua y espantosa de las enfermedades. Eran la muestra rotunda de la cólera divina.

– ¿Sabes por qué son ellos los castigados? -preguntó Joaquín.

– El obispo Trejo y Sanabria -dije- me explicó hace mucho que Noé condenó a los descendientes de su atrevido hijo Cam.

– El negro Cam… -musitó Joaquín-. «Que su simiente sirva a la de Sem y Jafet.» De ahí la esclavitud. Eso también lo escuché en varios sermones.

– Es la explicación que deja tranquilos a los traficantes y dueños de esclavos.

– ¿No la consideras válida, acaso?

– La Biblia está llena de maldiciones y bendiciones -titubeé-. A veces se contradicen.

– A veces se las acomoda a lo que conviene. Pero ¿no era suficiente plaga la esclavitud para, encima, descargarles la lepra? Te pregunto sin segundas intenciones. No tengo la respuesta.

– Yo tampoco, Joaquín. No sé. Dios es todopoderoso y omnisciente. Nuestro pequeño cerebro apenas puede registrar las experiencias de una corta vida.

– ¿Sientes el olor? -inspiró sonoramente.

– ¿Ahí es el barrio?

– Sí. Un pedazo del infierno. ¿Te animas a seguir?

– Me animo -dije con indiferencia-. Podríamos contagiarnos, además.

– Hace medio siglo que aparecieron los leprosos y se los amontona en esa cuadra. Hasta ahora ningún blanco contrajo la enfermedad.

– Alguna vez podría ocurrir.

– No ha ocurrido. En Lima es enfermedad de los negros. Es el único honor que se les ha concedido en exclusividad, generosamente.

El amontonamiento de chamizos apenas dejaba lugar para estrechas callejuelas por donde corrían acequias hediondas. Unos niños negros aparentemente sanos se precipitaron hacia nosotros. Éramos una visita infrecuente. De los huecos se asomaron hombres y mujeres envueltos en túnicas que alguna vez fueron blancas. Con ellas denunciaban, como exigía la ley, su condición de leprosos. Una negra corrió tras el niño que pretendía agarrar mi jubón, sacó su mano de la túnica y le atrapó el cuello: le faltaban dos dedos y tenía manchas calcáreas. Percibió mi mirada de asombro y desapareció en seguida. Después se nos cruzó un hombre sin nariz. De las paredes nacían figuras espectrales. Algunas columnas de humo delataban calderos y hornos de pan. Esa basura vivía como el resto de los humanos.

Seguimos avanzando hacia la capilla. Mi abatimiento empezó a ser perforado por la creciente consternación. Aparecían miembros reducidos a muñón, heridas infectadas con piojos, carne podrida que deja al aire los huesos. Empujé a Joaquín para evitar que lo golpease un enano sin piernas que se desplazaba velozmente sobre una tabla provista de rodillos. De un lado y otro veía asomarse entre tules seres en continuo proceso de pérdida: dedos, orejas, nariz, ojos, mentón, antebrazos eran objeto de amputaciones espontáneas implacables que hacían mofa a la presunta unidad del cuerpo.

Estos muñecos desarmables formaban familias y tenían hijos sanos (por un tiempo). Sus almas necesitaban alimento, como los demás. Los sacerdotes, empero, no encontraban forma de brindarles la debida dedicación. De tanto en tanto, protegidos con cruces y rosarios, se aventuraban hasta la capilla mientras unos monaguillos se encargaban de empujar con un largo bastón a los irresponsables que pretendían tocarles el hábito.

– También ha venido el hermano Martín de Porres -comentó Joaquín.

– Sé que lo han reprendido todas las veces. Le han dicho que puede llevar el contagio al hospital.

– Ha seguido viniendo de todos modos. Donde hay sufrimiento, aparece.

– Es un alma excepcional -dije.

Joaquín encontró al esclavo que alegró su niñez. Estaba sentado sobre una piedra junto a su chabola. Parecía anclado a la podredumbre. No tenía manos ni pies. Su cara exhibía un horrible agujero en el sitio de la nariz. Levantó los ojos al oír su nombre y se iluminó con una sonrisa desdentada. Tendió los muñones hacia Joaquín. Mi condiscípulo asió el izquierdo, que tenía una llaga verdosa.

– Se te ha vuelto a infectar -lamentó.

Alrededor de la llaga se extendía su piel dura y agrietada como madera forrada de ceniza. Abrió la petaca para empezar la curación. La gritería se acercaba. De súbito un torrente de leprosos, agitando sus túnicas mugrientas, se abalanzó por la callejuela: los perseguían oficiales montados. Rengos y ciegos se precipitaban como árboles desgajados. La polvareda apenas disimulaba los brazos de los oficiales que golpeaban sin escrúpulos mientras sus cabalgaduras empujaban y pisoteaban para abrirse paso.

Nos aplastamos contra la ondulada pared de la chabola los negros sin túnica saltaban por sobre los leprosos despavoridos. Era evidente que la policía trataba de alcanzarlos. Los ágiles fugitivos nos vieron e intercambiaron una mirada. Al instante sentí el aliento de uno de ellos sobre mi mejilla y un puñal en la garganta. Nos convirtieron en rehenes. Los jinetes se detuvieron a pocos metros, irritadísimos. Todos gritaban. Se mezclaban las órdenes insultantes de los oficiales con las amenazas de nuestros captores.

– Suelten las dagas, asesinos -exigió un soldado.

– ¡Váyanse, váyanse! -replicaron jadeantes los negros.

Uno de los oficiales era Lorenzo Valdés. Supe más tarde que venían persiguiéndolos desde el puente, donde acuchillaron a un gentilhombre. Pretendieron desaparecer entre los leprosos. Ambos eran fuertes. En su nerviosismo mi captor no advertía que la punta de su daga me cortaba la piel. Todo ocurría vertiginosamente, un silbido hirió mi oído y al instante sentí un golpe seco. El brazo del negro se aflojó. Me di vuelta y choqué con la lanza que lo perforó el cráneo. Se derrumbó lentamente. De su cabellera crespa fluía sangre con materia cerebral. El captor de Joaquín quedó paralizado de terror y le quitaron fácilmente el arma.

Lorenzo se apeó.

– ¿Estás bien? -pasó un dedo por mi cuello lastimado.

– Sí. Gracias.

El uniforme aumentaba su imponencia. Hasta la mancha vinosa de su cara parecía haber disminuido.

– ¿Qué hacías aquí?

– Ya soy médico, no te olvides -expliqué con una mueca.

Me palmeó con afecto.

– Estos asesinos pretendieron esconderse entre los leprosos -hizo una seña a los soldados para que apartaran el cadáver.

– No era mala idea.

– Creían que no nos atreveríamos a meternos…

– No te conocían.

Volvió a palmearme.

– Francisco -se arrimó a mi oreja-. Sé que partes a Santiago de Chile.

– No te faltan espías, ¿eh?

– Gracias a Dios… y a mis escrúpulos.

– ¿Te parece un buen sitio para mí?

Sonrió.

– Mientras no te arriesgues entre los indios araucanos. Los calchaquíes que asustaban a Ibatín son ángeles en comparación.

– Me refiero a la ciudad de Santiago.

– Dicen que es hermosa. Y que sus mujeres son hermosas.

– Gracias por el dato.

– Ahora en serio, Francisco -me puso la mano en el hombro-. Haces bien en partir. El nuevo virrey, que es un príncipe, se entiende a las maravillas con el Santo Oficio. Esto es novedoso aquí, en Lima. Así comentan en el cuartel. Y esa buena relación se traducirá en… bueno, ya sabes.

Montó. Su esbelto caballo caracoleó en la sucia callejuela y casi derrumbó la pared de una chabola.

– ¡Ten cuidado! -exclamó alejándose al trote.

Lo llevan directamente al convento de San Agustín. Ya le han reservado una celda provista de grilletes. Francisco no ofrece resistencia. Da la impresión de tener cierto apuro. Dice al monje que le instala los anillos de hierro en pies y manos que está listo para hablar, ante las autoridades.

Jerónimo Espinosa es recibido en la sala por fray Alonso Almeida, calificador [30] del Santo Oficio, en presencia de un notario que arrancaron del lecho y no cesa de bostezar. El calificador ordena al ayudante de sargento entregar los bienes confiscados. El notario rasga su pluma sobre los largos pliegos: el inventario no suscita objeción alguna. Ahí están 200 pesos, dos camisas, dos calzones, la almohada, el colchón, dos sábanas, el acerico, una frazada, un almofrez y el vestido frailesco sin ojales ni botones que el prisionero usará en las audiencias con el Tribunal.

Jerónimo Espinosa obtiene un recibo con sello y firma. Puede regresar a Concepción. Se siente aliviado. No ha contado, por supuesto, que estuvo a punto de perder al cautivo. En el viaje de retorno prohíbe que se hable de él.

[30] Calificador: funcionario del Santo Oficio que, por su erudición, estaba capacitado para juzgar las manifestaciones atribuidas al reo o las encontradas en libros y documentos. Debía informar también sobre la censura teológica que merecían sus proposiciones.