Llegué a la residencia oficial a media tarde. En los portones hacían guardia soldados armados. Presenté la esquela y fui conducido al interior. Era la primera vez que entraba en un palacio como visita. Evoqué a mis lejanos ancestros, cuando ingresaron tímidamente en el castillo de un califa para después convertirse en príncipes poderosos. Los atenazaba el miedo por su ilegitimidad: eran plebeyos y eran judíos. Prestaron grandes servicios, tenían estudios y buenas intenciones. Pero algunos provocaron demasiada envidia y acabaron trágicamente.

Me guiaron a la sala de recepción en la que ya estaban reunidas varias personas. A medida que me acostumbré a la penumbra pude distinguir en un extremo a un grupo de mujeres.

El gobernador interino me recibió con exageradas muestras de afecto, pero no se movió de su mullida butaca como correspondía a su investidura o comodidad. Una pierna se apoyaba sobre un cojinete de raso y sus dedos acariciaban las puntas redondeadas de los apoyabrazos como si fuesen frutas. Estaba prolijamente afeitado en torno a un bigote fino y una barbita triangular. Los ojos pequeños pinchaban como agujas y no perdían detalle. Sentí que me había examinado de abajo hacia arriba: calculó mis bienes por la forma de vestir y mi temperamento por la de pararme; después puso atención en mis palabras. No eran falsas las versiones sobre su sagacidad.

Don Cristóbal me presentó a los otros invitados: un teólogo desdentado, un capitán, un matemático flaco bizco, un notario y un joven mercader cuyo rostro conocido me estremeció. En estas reuniones tomaba contacto con las personalidades de la ciudad -dijo- y alimentaba su espíritu. En el extremo del salón estaban su esposa, su hija y algunas damas que gustaban entretenerse escuchando las sustanciosas conversaciones. Abrí mis pupilas para capturar la imagen de Isabel y alcanzar a percibir la melodía de sus ojos, pero tuve que mantener mi compostura.

El gobernador pidió que contara sobre mis estudios en San Marcos. Agradecí su interés. Un criado me acercó la bandeja con una taza de chocolate y varios alfeñiques. Los seis hombres concentraron sus miradas en mi boca. Pensé que formaban un conjunto algo grotesco y sorbí el espeso chocolate.

– La Universidad de San Marcos jerarquiza a la reina de las ciencias -empecé con la necesaria solemnidad, dirigiéndome al esperpéntico teólogo-. Los conocimientos que provienen de otras vertientes deben conciliarse con el río central, que es el conocimiento de Dios. Durante todos los años de la carrera se amplían y profundizan estos estudios.

El teólogo movió su lengua dentro de la boca vacía: sus mejillas fláccidas se estiraron alternativamente. Pronunció unos conceptos en latín (con fallas en las declinaciones y pésima dicción) para demostrar que no lo sorprendía mi información; él también había estudiado en una Universidad.

Después me referí al curso de matemáticas que se nos impartió. El hombre flaco y bizco pareció animarse. Quiso saber si se acentuaba la atención en el álgebra o la trigonometría. Él había aprendido en Alcalá de Henares y después se perfeccionó solo. Tomó la palabra con entusiasmo.

– También nos dirá algo sobre el arte de los notarios. Aquí tenemos a una figura ilustre -señaló cortésmente al caballero rígido que, al sentirse mencionado por el gobernador, forzó una sonrisa y levantó la nariz.

– No tengo palabras para esa profesión.

Se produjo un incómodo silencio. El gobernador movió sus manos pidiendo auxilio: que aclarase. Del grupo de mujeres llegó una asordinada risita. El notario se movió en su silla y corrió la banqueta que tenía enfrente. Parecía acondicionarse para una reacción física.

– ¡Qué insinúa, doctor! -exclamó desafiante.

– Que mi carrera no incluyó asuntos de notariado, simplemente.

Volvió a producirse la oculta risita. Yo continué:

– Estudiamos teología, matemáticas, anatomía, astrología, química, gramática, lógica, herboristería. Pero nada de lo suyo, lamentablemente.

– ¡Ah! -suspiró aliviado como si mi explicación hubiera sido una disculpa. Su boca no aflojó la mueca de desdén.

– En Santiago tenemos pocos profesionales aún -dijo el gobernador-. Ni siquiera una biblioteca.

– Yo traje muchos libros -comenté.

Me miraron con sorpresa.

– ¿Aprobados por el Santo Oficio? -preguntó el teólogo en voz baja y haciendo pantalla.

– Por supuesto -respondí sonoramente-. Los compré en Lima -no dije que en su mayoría los heredé de mi padre.

– ¿Muchos? -el matemático aumentó su bizquera.

– Dos baúles, casi doscientos tomos.

– ¿Han sido debidamente registrados? -el notario levantó más su nariz.

– ¿Qué quiere decir? -repliqué; esa pregunta me inquietó.

– Me refiero a su paso por la aduana.

– Todos mis enseres y pertenencias han sido controlados por la aduana.

– ¡Por supuesto! -intervino el gobernador dándose una palmada en el muslo-. ¡Y celebro que esta ciudad se haya enriquecido con su primera biblioteca! Soy un hombre que ama y valora la cultura.

– Si Su Excelencia me permite -carraspeó el notario-, desearía señalar que no se trata de la primera biblioteca. Yo tengo varios libros. También los hay en el convento dominico, franciscano y jesuita.

– Tengo unos cuarenta -comentó el teólogo.

– Yo he llenado una repisa con veinticinco volúmenes -precisó el matemático pegando sus ojos en medio del entrecejo.

– ¡Qué bien! -aplaudió el gobernador-. En mi despacho he reunido sólo diez o quince. Pero son, ¿cómo decir?… colecciones. Una biblioteca, queridos amigos, es por lo menos dos baúles -me sonrió.

Su respaldo me inquietó más. Era demasiado elogio para alguien que recién conocía. Provocaba la envidia y yo no necesitaba competir en este rubro. Mis libros eran amigos íntimos, no una corte para exhibir.

El fornido capitán se llamaba Pedro de Valdivia.

– El mismo nombre del conquistador y fundador -dije maravillado.

– Soy su hijo.

Lo miré con simpatía. Lorenzo Valdés, con los años se le parecerá.

El mercader (¿quién era?) dijo que nos veríamos a menudo. (¿Dónde lo había encontrado antes?)

– ¿Por qué?

– Proveo la botica del hospital.

– Ah -exclamé-. Entonces deberá soportar mis reclamos: la botica es un desierto.

El gobernador aplaudió nuevamente.

– ¡Así me gusta! Que se ponga orden y virtud en este desquiciado reino.

No soy responsable de la botica… -el mercader llevó la mano a su pecho-: sólo el proveedor.

– Ya lo sé -dibujó un gesto tranquilizante-. Sólo quería elogiar la actitud del doctor Maldonado da Silva.

– Gracias, Excelencia -giré involuntariamente hacia el rincón de las mujeres: ¿mejoraban mis posibilidades con Isabel?-. No hice nada extraordinario -se imponía una frase de modestia.

– ¡Demostró energía, resolución! Eso nos hace falta.

– Su Excelencia es un hombre decidido y valiente -comentó el capitán Pedro de Valdivia-, por eso valora también la energía en los demás. Lo está demostrando a diario -miraba sonriente al gobernador-. Desde que usted se instaló entre nosotros pareciera habernos contagiado su fuerza.

– No todos piensan así, mi amigo.

– Son quienes piensan con mezquindad.

– Es cierto -intervino el teólogo; su dicción desdentada impedía entenderlo y, además, intercalaba cortas frases en latín-. Yo encomio la reciente ordenanza de Su Excelencia como justicia de Dios.

– Admiro a Su Excelencia -terció el notario-, pero su justicia no es de Dios: es secular.

– ¡De Dios! -gritó el viejo-. La ordenanza contra la servidumbre de los indios es como un jubileo.

– Explíquese -terció el matemático-. No relaciono la ordenanza con Dios ni me suena a jubileo. ¿Es correcto usar la palabra jubileo para entender esta ordenanza?

Un impulso irrefrenable puso en movimiento mi lengua:

– Recordemos qué es el jubileo -dije-: es el mandato divino de restablecer las condiciones originales del Universo. Dice el Levítico : «Contarás siete semanas de años, el tiempo equivalente a cuarenta y nueve años. Declararéis santo el año cincuenta y proclamaréis la liberación de todos los habitantes de la tierra. Será para vosotros el año jubilar. Cada uno recobrará su propiedad, cada uno se reintegrará a su clan.»

El teólogo se estremeció.

– ¡Poderosa memoria! -celebró don Cristóbal.

– ¡Es el jubileo de los indígenas! ¿Se dan cuenta? -se exaltó el teólogo-. Tengo razón.

Había hablado demasiado. La fama de tener la Biblia en mi cabeza no me brindaría paz ni seguridad. Un exceso de amor a la Biblia es un dato sospechoso: para ser buen católico alcanza con otras virtudes. Mi padre había insistido en que tuviera cuidado. Estas demostraciones vanas implicaban riesgo.

– La ordenanza contra la servidumbre de los indios no es exactamente un jubileo -aclaró el gobernador-. Tampoco es mía; yo sólo la he proclamado. Pretende abolir el servicio personal que ha sido tantas veces condenado por los reyes de España y por la Iglesia. Pero voy a serles sincero (no se asusten): intuyo que fracasará. He tenido que pregonarla solemnemente y he mandado que los corregidores la publiquen en otras ciudades porque así me lo ha solicitado el virrey.

Un rumor circuló en la sala.

– Soy hombre de leyes -añadió- y estoy contento con la estructura del vasto código en que se ha convertido la ordenanza. Pero, como hombre de leyes, reconozco que existe un abismo entre esa abundante letra y los hechos. Por lo tanto, ni es un jubileo para los indígenas ni se acatará. Es otro papel que engrosará el archivo de las buenas intenciones fracasadas.

– ¿Por qué no se lo va a obedecer?

– Porque en las Indias -exclamó- nos pasamos las leyes por el culo… con perdón de las señoras.

– Su Excelencia tiene escepticismo -el teólogo intentó amortiguar el exabrupto y citó (mal) un apotegma en contra de la filosofía escéptica y de Zenón, su descarriado fundador.

– La ordenanza recoge las ideas del jesuita Luis de Valdivia y otros defensores de indios -explicó don Cristóbal-. La servidumbre suena a esclavitud. Pero si los indios no son esclavos ni siervos, ¿qué son? Algo tienen que dar, naturalmente. ¿Qué pueden dar? Un tributo. Que los indios paguen tributo. Suena a locura. Pero la historia muestra que así se ha hecho desde la remota antigüedad con los pueblos que no convenía o no se podía esclavizar. Para que sea justa la tributación, la ordenanza ha dividido a los naturales de Chile en tres jerarquías para pagar ese tributo, según la abundancia de recursos que tienen donde viven. En la región más grande y próspera, que se extiende desde el Perú hasta el Bío-Bío (actual frontera de la guerra defensiva ), deberán pagar cada año ocho pesos y medio, de los cuales seis serán para el encomendero, uno y medio para la Iglesia, medio para el corregidor del distrito y otro medio para el protector de indígenas. Se intenta satisfacer a todo el mundo… Los indios de la región de Cuyo pagarán algo menos, lógicamente, y los miserables habitantes de Chiloé y demás islas, sólo oblarán siete pesos. La ordenanza también ha reglamentado el trabajo pagado (escuchen, por favor: pagado) que será permitido exigir a los indios cuando no cumplan con su obligación.