Progresaba mi vínculo con Isabel; yo la quería y ella empezaba a dar muestras de un sentimiento recíproco. También había conseguido restablecer el contacto con mis hermanas en Córdoba: me habían respondido por fin. Las penurias de su orfandad les habían instilado tanto miedo que se avergonzaron de mis cartas y se sintieron obligadas a mostradas al confesor. Felipa, que se parecía físicamente a papá, que fue rebelde y osada, se convirtió en beata de la Compañía de Jesús. Isabel, parecida a mamá, en cambio, se casó con el capitán Fabián del Espino, un hombre mayor que ella, encomendero y regidor del Cabildo; tuvo una hija llamada Ana. Pero acababa de enviudar. Esta fúnebre noticia vino acompañada de culpas: afirmaba que no supo atender a su marido como había necesitado su frágil salud. Al releer la carta me formulé una pregunta dolorosa: ¿había sido la muerte de este encomendero y su renovado desamparo lo que las decidió a escribirme? Estaban solas y bajo perpetuo sobresalto. No se me escapó el detalle de que ambas firmaban con el exclusivo apellido «Maldonado», que suena cristiano viejo. «Silva» quedaba excluido: se asociaba a mi padre, a su linaje judío, al mítico polemista Ha-Séfer. Era evidente que las pobres no se podían recuperar del estigma; nuestras desgracias familiares las quebraron para siempre. En mi última carta las invité a reunirse conmigo en Santiago. Les revelé que ése era un sueño que empecé a hilvanar la misma noche de nuestra despedida, hacía casi una década. También pregunté por los negros Luis y Catalina; les rogaba que averiguasen a quién pertenecían y por cuánto dinero los podía comprar.

Inspiré el polen sabático y desanduve el camino rumbo a casa. Todavía podía disfrutar un rato de lectura. Antes de aparecer en una de las pecaminosas entradas del cerro tuve la precaución de mirar en varias direcciones. Sólo había unos negros empujando un carro. Fui en línea recta hacia ellos; disimularía mejor. Pero antes de de alcanzarlos sentí la presencia de una figura corpulenta. Reconocí sus órbitas de carbón.

– Buenas tardes, fray Ureta -saludé con apariencia despreocupada.

El visitador se permitió reflexionar unos segundos antes de contestar.

Si me vio salir del cerro -pensé-, no podrá conciliar la santificación del sábado con el pecado de la fornicación. Supondrá, obviamente, que me estuve revolcando con alguna mujerzuela. Era preferible esto a que sospechase mi judaísmo. Pero me equivoqué: el desengaño se patentizó al día siguiente.

105

Al salir de misa, entre los corrillos que se formaban en el atrio de la iglesia catedral, descubrí la imponente figura del visitador Juan Bautista Ureta. Hubiera sido exagerado pensar que venía a buscarme. Sin embargo, para mi asombro, el fraile zigzagueó lentamente y acabó instalándose frente a mí.

– Necesito hablarle -dijo.

Endurecí mi espalda: ante la perspectiva de un embate conviene encimar equilibradamente los huesos.

– Cuando usted quiera.

– ¿Podría ser ahora?

– Con mucho gusto.

– Salgamos entonces a caminar -giró la cabeza hacia la familia de Isabel-. ¿Necesita saludar previamente a alguien?

– Sí. Vaya despedirme de don Cristóbal de la Cerda -un exceso de obsecuente docilidad de mi parte hubiera agrandado sus sospechas-. Aguárdeme, por favor.

Presenté mis respetos a doña Sebastiana, su marido y la encantadora Isabel. Me excusé de partir en seguida porque el visitador Ureta me necesitaba. Doña Sebastiana me invitó a pasar por su residencia durante la tarde para probar los dulces que había preparado con frutos del Sur.

Juan Bautista Ureta conocía el proceso sufrido por mi padre y mi buena conducta en los conventos dominicos de Córdoba y Lima.

– Su padre fue admitido a reconciliación por el Santo Oficio -escupió de entrada-. Fue un hombre afortunado: la vestimenta que le impusieron fue un sambenito con medias aspas [33] que usó obedientemente el resto de su vida. Lo sabemos.

Este abrupto introito me produjo contracción de nuca.

– Su padre abandonó las desviaciones judaizantes -agregó poniendo en mi cara sus órbitas fuliginosas; para un observador como él tanto valían mis palabras como mis reacciones.

Sus pasos nos guiaban hacia el cerro de Santa Lucía.

– Todo hace pensar que su finado padre y usted se han comportado devotamente.

– Gracias.

– Sin embargo -forzó una tos-, cuando usted asistió a la madre de Marcos Brizuela… ¿lo tiene presente?

Ladeé la cabeza.

– ¿Qué cosa?

– Cuando usted sangró a la madre de Brizuela -acentuó la palabra sangró -, olvidó que era más urgente salvar su alma.

– ¿Por qué me achaca algo tan injusto?

– Le hizo perder el conocimiento. La privó de la última confesión.

Estuve por replicar con la verdad, que hubiera sido un suicidio. Casi le decía que abrí su vena para intentar devolverle el conocimiento. Pero hubiera quedado en evidencia de que mentí y ponía entonces en un aprieto muy grave a Marcos y su mujer, quienes optaron por convocar a un médico antes que al sacerdote.

– No sospechaba que mi intervención iba a producir tan lamentable efecto -reforcé la mentira.

– ¡Qué sabia es nuestra Santa Madre Iglesia! -exclamó-. Ecclesia abhorret a sanguine . En sucesivos concilios prohibió que los sacerdotes ejerzamos la medicina. Y nos ha preservado de cometer torpezas como la suya.

– Es una penosa profesión. Cada falta nos llena de culpa, padre. No nos descalifique. Trabajamos con un objeto tan complicado y sensible como el cuerpo humano.

– ¡El cuerpo! ¡Ustedes viven obsesionados por el cuerpo! Hasta manosean cadáveres para develar sus arcanos. Es una profesión vil, por algo la aman tanto los moros y los judíos. Descuidan el alma y olvidan que las enfermedades con consecuencia del pecado. Alguna vez pretenderán hacernos creer que las enfermedades son producto de una alteración exclusivamente corporal, como si fuésemos máquinas.

– Yo no simplifico tanto -consideré imperativo ponerle algún freno.

– Usted es culpable de que la madre de Brizuela muriese sin confesión -espetó sin misericordia-. ¿Reconoce su falta?

– No fue intencional.

– Pero justifica mi sospecha -se detuvo y giró su corpachón hacia mí; tomó el borde de la capa y le hizo varios dobleces. Me los mostró-. ¿Cuántos son? -preguntó con seriedad.

¿A dónde me llevaba esa elipsis infantil?

– Tres.

– Agarre los dobleces y extiéndalos.

– ¿Qué ve ahora?

– Ningún doblez, sólo la capa.

– ¿Qué opina, entonces?

– No lo entiendo, padre.

– ¿No? -me invitó a proseguir la marcha-. Hace pocos años, en la ciudad de Concepción, fue arrestado el alférez Juan de Balmaceda. ¿Tampoco oyó hablar de él? Entonces le cuento. Hallándose una noche en presencia de otros soldados con algunas copas de más, aseguró que Dios no tenía Hijo. Los soldados le advirtieron que eso era herejía. Y para demostrárselo, uno de ellos plegó su capa, hizo tres dobleces y pretendió ilustrado. Los tres dobleces son las tres personas de la Santísima Trinidad: un solo Dios, la capa, y tres personas. Pero el alférez tironeó, deshizo los dobleces y replicó a carcajadas: «¿No ven que los dobleces son una ilusión? Sólo existe la capa, así como Dios es una sola e indivisible persona.»

Caminé a su lado buscando el comentario agudo que desbaratase el laberinto donde quería perderme. Pero no me dio tiempo. Pasó en seguida a otro tema. Me desestabilizaba.

– Usted desea en matrimonio a Isabel Otañez -la frontalidad de sus palabras era una estrategia insólita. Parecía golpes de maza.

– Todavía no he pedido su mano. «Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir -contesté oblicuamente con el apoyo del Eclesiastés-; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado.»

Sonrió apenas.

– «Un tiempo para callar, y un tiempo para hablar», -agregó-. Conoce usted la Escritura como un teólogo -era un encubierto reproche.

– Gracias.

– ¿Volvemos al tema de su matrimonio?

– Es apresurado calificado así. Antes debo hablar con don Cristóbal.

– Y negociar la dote -agregó.

Callé.

– Negociar la dote -insistió-. Además, claro, obtener su consentimiento. Bien, doctor, quisiera que usted sepa, por si no lo sabe, que me une a don Cristóbal una vieja amistad desde cuando éramos estudiantes en Salamanca. Esa amistad se ha fortificado merced a las entusiastas gestiones que realicé ante los superiores de las órdenes religiosas para que apoyaran su continuidad en el cargo. No es un secreto y, además, él mismo se lo contó.

– No me contó sobre la gestión de usted.

– Un elogio a su discreción, entonces, ¡excelente! -bajó el tono de voz para agregar un secreto-: Nos une nuestra crítica a la guerra defensiva.

– Es un asunto delicado.

– Es una obsesión del padre Valdivia. Con ella no está de acuerdo el obispo, ni las órdenes, ni los capitanes.

– Sí la Compañía de Jesús.

– Sólo la Compañía. Hasta el comisario del Santo Oficio ha dejado oír sus reproches. El nuevo y octogenario gobernador ya reconoce que es una estrategia inútil. Don Cristóbal será reivindicado.

– Ojalá.

– Lo merece. Es un gran hombre. Ha realizado admirables tareas, pero ¿sabe usted cuál es la más trascendente de todas?

Parpadeé. Hice un repaso de sus construcciones, campañas y decretos. No pude decidirme.

– Su lucha contra la corrupción.

Lo miré asombrado. ¿A dónde me llevaba este hombre?

– ¿No opina lo mismo? -gruñó.

– S… sí. Puede ser… -¿ironizaba?, ¿me tendía un cepo.

– Apenas llegó hizo proclamar con atabales que penaría todo intento de sobornar a sus criados y parientes. Nadie fue rápido y audaz como él.

Sentí un profundo incordio. Fray Ureta hacía temblar mis ideas como el viento caprichoso a una giralda.

– Circulan versiones calumniosas sobre don Cristóbal -añadió-. ¿Sabe usted quiénes las alimentan? Los miserables que escamotean el pago de sus impuestos. A las exigencias legales responden con ridículas inventivas. Las Indias están plagadas de hombres que se enriquecen y mezquinan sus contribuciones y limosnas. ¿No lo denuncia semanalmente nuestro obispo?

Nos estábamos acercando al cerro de Santa Lucía. Ya se insinuaban algunas de sus entradas. La gente se desplazaba a una distancia prudencial como si fuese una montaña infecta.

[33] En el sambenito se pintaban aspas en lugar de cruces porque los condenados eran indignos de portar el símbolo sagrado. Cuando el reo era absuelto, el sambenito no llevaba aspas. En cambio, cuando el Santo Oficio recelaba, pero lo admitía igualmente en reconciliación, debía exhibir medias aspas (fue el caso de Diego Núñez da Silva). Cuando se lo juzgaba hereje formal, pero abjuraba de su error, el sambenito tenía aspas enteras. En los casos extremos cuando los reos eran «relajados» -es decir, entregados al brazo seglar para que les diera muerte- usaban también tres tipos de vestimenta penitencial según la intensidad de la condena, incluyendo siempre una pintura de las llamas que devorarían su cuerpo.