– Intuyo que usted tendrá dificultades en la negociación de la dote -volvió a hundirse en mi intimidad.

Sonreí con esfuerzo.

– Don Cristóbal -agregó- ha perdido casi todo su patrimonio a manos de los piratas ingleses. No puede contribuir de la forma que hubiera deseado. Ama a su ahijada y, por consiguiente, le dirá que no está en condiciones de acceder a su matrimonio porque usted, doctor, es una persona que tampoco tiene suficientes medios para mantener un hogar.

– No es exacto, padre. Gano un sueldo y cobro honorarios por mis servicios a domicilio.

– ¿Ah, sí? -exclamó.

– ¿Duda de mis palabras?

– No. Sólo que sus palabras se contradicen con el monto de sus limosnas.

– Soy ecuánime.

– Subjetivamente. La objetividad que yo tengo, en cambio, no opina lo mismo. Don Cristóbal no evaluará la seguridad económica de su ahijada sólo por lo que usted diga, si no muestra.

– Las muestras pueden ser falsas.

– Yo, como visitador, necesito que usted me preste ahora dinero, por ejemplo -descerrajó a quemarropa-. Mi orden no puede distraer fondos y tampoco el episcopado. Fíjese que no le pido la sagrada limosna, sino un préstamo.

Mordí mis labios.

– También quisiera reflexionar sobre esto.

– De acuerdo.

Retornamos al centro. No hizo referencias al cerro de Santa Lucía ni me acusó de andar fornicando con mujerzuelas, pero ¿a qué se debía ese itinerario?, ¿por qué me llevó hasta el mismo sitio donde me encontró ayer? Mientras nos acercábamos a la iglesia de los mercedarios me hizo hablar sobre otros temas: el obispo Trejo y Sanabria y Francisco Solano, la Universidad de Lima. Graduaba los efectos. De pronto se acarició las mejillas y, dirigiéndose a las nubes, preguntó con afectada inocencia:

– Ayer fue sábado, ¿no?

Francisco sabe que pedir misericordia no significa absolución. En todo caso es una expresión indirecta y eficaz de sometimiento. No ha llegado a este punto para retroceder: él es en gran parte autor de su destino: ha hablado con suficiente ligereza para que lo denuncien y se ha desplazado con poca velocidad para que lo detengan.

El calificador Alonso de Almeida es probablemente sincero; los azotes de sus palabras están embebidas de angustia; quiere salvarlo, pero ¿salvarlo de qué? Ese buen hombre está seguro de haberlo impresionado y de poder enderezar las principales torceduras de su espíritu.

106

En el calendario de festividades que me enseñó papá, tiene relevancia el ayuno de septiembre. En ese mes se renueva el año hebreo y luego acontece el Día del Perdón (Iom Kipur ). La contrición del ayuno desintoxica el cuerpo y alma. Mediante esa privación fortificamos nuestra voluntad y demostramos a Dios ya nosotros mismos que tenemos energías en reserva. También el ayuno es penitencia: los marranos necesitamos de ella para aliviar nuestro corazón de esa falta horrible y perpetua a la que nos vemos forzados: mentir al prójimo y negar a Dios. El profeta Jeremías, ante la catástrofe que se abatió sobre Jerusalén, predicó «¡Inclinad vuestras cabezas, pero vivid!» Coincide con el instinto animal: cualquier estratagema que permita seguir respirando, vale. Pero desgarra los principios éticos: cada minuto de vida está contaminado de deslealtad. Por eso el cilicio del ayuno contribuye a equilibrarnos. Joaquín del Pilar me mostró que para Iom Kipur, en Lima algunos marranos suelen pasearse por la Alameda después del almuerzo con un escarbadientes en la boca. En realidad ayunan, pero deben alejar las sospechas porque los fanáticos saben que el ayuno en determinada época es un dato irrefutable.

Elegí adrede Iom Kipur para visitar a Marcos Brizuela. Aún no abrimos nuestra intimidad: un judío debe andarse con extremo cuidado porque su interlocutor, aunque converso, puede haber decidido repudiar definitivamente el pasado. Más aún: puede haber avanzado hacia una conversión con poca fe y mucho miedo que, para sostenerse, necesita demostrar que no sólo renuncia a su antigua religión, sino que odia a sus ex correligionarios. Su padre y el mío fueron juzgados por el Santo Oficio, reconciliados y obligados a vestir el sambenito infame. Oficialmente retornaron al seno de la Iglesia. Ambos murieron en Lima. Marcos permaneció en Santiago de Chile y prosperó en el comercio. Se casó con Dolores Segovia, madre de sus dos hijos, y compró una silla de regidor en el Cabildo local. ¿Le quedaban motivaciones para considerarse judío?, ¿ganas de afirmar esa despreciada identidad con estudio, plegaria, cultivo de ciertas tradiciones? Traté de reconocer alguna práctica judía en el tratamiento que se suministró al cadáver de su madre porque la higiene que exige la Sagrada Escritura -vista por la Inquisición como «rito inmundo»- se extiende al muerto: los judíos lo lavan con agua tibia y lo envuelven, de ser posible, con una mortaja de lino puro. Después del sepelio hay que lavarse las manos y comer huevos duros sin sal (el huevo es un símbolo de la vida: por su forma nos recuerda que el devenir no es lineal y tampoco perfectamente redondo). El duelo dignifica al fallecido y a sus parientes: ayuda a digerir la pérdida para que aumente el amor y disminuya el lastre. Los parientes más cercanos se sientan en el suelo durante siete días y rezan, conversan, comen pescado, huevos y vegetales. Pero en casa de Marcos no advertí nada de esto. Que yo no lo haya visto, sin embargo, podía ser el éxito de su simulación, no la prueba de su apostasía.

Lo visité, pues, en el Día del Perdón, sin noticias ciertas sobre sus sentimientos profundos. Que estuviese en su casa sin trabajar, tampoco valía como dato: sus tareas eran irregulares y dependían de las mercaderías que llegaban o debía despachar.

– El trabajo es una maldición, Francisco -se excusó Marcos-, una de las primeras condenas. Lo dice categóricamente el Génesis .

– ¿Sabes de dónde proviene la palabra «trabajar»? -recordé un descubrimiento lingüístico-. Del latín tripaliere . Significa torturar.

– Clarísimo, entonces.

– Pero pertenecemos a la clase de los labradores , Marcos.

– No soy agricultor.

– Labradores en sentido de trabajadores -aclaré-: tú comerciante, yo médico. Aunque nos disguste, estamos más cerca de los menestrales, orfebres, artesanos y carpinteros que de los oradores y defensores [34] .

– No dependía de nosotros la elección.

– Podíamos, de haberlo querido, ser oradores. El sacerdote, que es el orador por excelencia, tiene poder sacramental como intermediario entre Cristo y el hombre -lo miré al fondo de los ojos.

– Yo no tuve la necesaria formación para convertirme en sacerdote. Tú, en cambio, viviste en conventos -insinuó.

– No depende tanto de la formación como de la vocación, Marcos. En todo caso, no tienes la vocación de sacerdote.

– ¡Aunque sí de intermediario! -rió.

– Tu intermediación no es tan apreciada como la del sacerdote -lo pellizqué.

– Porque no comercio entre Cristo y los hombres, sino sólo entre los hombres -mantuvo la sonrisa-. Y cobro por ello.

– Todos cobran -avancé más.

– Los sacerdotes no cobran: reciben limosna.

– ¿Y los diezmos? -corregí-. Cuando la limosna parece un pago insuficiente, reclaman y amenazan.

– ¿Cómo los comerciantes?

– ¡Shtt!… -crucé el índice sobre mis labios-. No blasfemes.

Marcos arrimó su butaca a la mía.

– Quisiera tener la elocuencia del obispo -susurró-: cobraría mejor a mis clientes morosos.

– No blasfemes -advertí de nuevo.

– Peor se han portado los capitulares que enviaron cartas al virrey y al arzobispo de Lima solicitando la creación de un juzgado de apelaciones en el fuero eclesiástico para defenderse de los dictámenes que lanza con violencia nuestro obispo.

– Es un hombre fogoso.

– A él le cabe la expresión «ciego de furia».

– No te mofes de su enfermedad -contuve la sonrisa-. Además, ¿te puedo confesar una sospecha? Dudo de su ceguera: creo que la usa para despistar y elegir: sólo ve aquello que le interesa.

Se puso serio al escuchar pasos.

La criada negra me ofreció una bandeja con dulces, un trozo de torta y una jarra de bronce con chocolate líquido.

– Gracias -rechacé la atención.

La criada intentó dejar la bandeja a mi lado, como le enseñaron que debía proceder ante las visitas. Yo insistí en que la retirara.

Marcos me observó con atención. Me ponía a prueba ese día era Iom Kipur . Cuando la esclava se marchó, rogué a Marcos con un guiño que no se molestara por mi negativa. Asociaba ese momento, agregué, con el hermoso Salmo 4.

– ¿Lo recuerdas? -preguntó.

– «Tú has llenado mi corazón de mayor júbilo que cuando abunda el trigo y vino nuevo» -recité.

La casa de Marcos se llenó de luz.

– Falta -señaló-: «Me acuesto en paz, y en seguida me duermo; porque sólo tú, oh Dios, me das paz y reposo.»

Nos miramos.

– Salmo 4 -reiteré-. Es la oración del justo rodeado de impíos.

– ¿Quieres decir que somos dos justos rodeados de impíos?

Nuestros ojos brillaron. Teníamos conciencia de que habíamos recitado un Salmo omitiendo las palabras Gloria patri que todo católico pronuncia al final. Esa ausencia era una prueba de una presencia conmovedora. Nos habíamos revelado la intimidad.

– Usted me acaba de decir -responde Francisco- que debemos tenerle miedo al demonio y a sus trampas porque llevan a la perdición. Que debemos tenerles miedo a los herejes y a los inmundos ritos judíos. Lo ha dicho con profunda y conmovedora certeza. Sin embargo, fray Alonso, créame que por obra de usted y muchos hombres parecidos a usted, los judíos ahora tenemos miedo a algo más próxima y evidente que el demonio: los cristianos.

107

– «¡Bésame con los ósculos de tu boca!… Más dulces que el vino son tus amores; suave es el olor de tus perfumes; tu nombre es ungüento derramado.»

– Francisco. Eres tan cortés, tan poeta.

– Cantar de los cantares , de Salomón, querida.

– ¡Qué hermoso! -exclamó Isabel-. Recítalo otra vez.

– «Bellas son tus mejillas entre los pendientes y tu cuello entre los collares» -la acaricié.

– No sé cómo retribuirte -se estremecía.

– Di: «Bolsita de mirra es mi amado, que reposa entre mis pechos.»

[34] Los defensores son el Rey y su linaje, los nobles, infanzones y hasta se podría incluir a los jurisconsultos.