Abrió la Biblia.

– No tenemos Hagadá . La supliremos leyendo partes del Éxodo.

Su voz se abovedó y, trazando emotivas inflexiones, presentificó los días heroicos. La conocida secuencia adquirió carnadura y nos estremeció volver a oír sobre la dureza del faraón, las temibles plagas, el sacrificio del cordero y, finalmente, la multitudinaria partida.

Bebió vino e hizo circular el tazón nuevamente. Después levantó otra plancha de pan ázimo, la quebró y distribuyó. Terminaba la parte solemne.

– Hemos compartido el pan y el vino -explicó-. Así lo hacían ya nuestros antepasados en la tierra de Israel, así lo hacen todas las comunidades judías del mundo en esta noche. Así lo hicieron Jesús y sus discípulos cuando celebraban el Séder como nosotros ahora. La Última Cena fue un íntimo Séder , como el nuestro. Jesús presidía la mesa convertida en altar, como lo hago yo. Igual que yo, dio a beber vino y comer el pan ázimo. Pero esto no puede ni siquiera insinuarse ante los nuevos faraones… Ahora los invito a ponernos de pie. Saborearemos el cordero de la misma forma que nuestros abuelos en el desierto: parados.

– Alguna vez se sentaban -bromeó Juan Bautista Ureta.

– y alguna vez también consiguieron levadura para el pan -replicó-. Pero evocamos simbólicamente ciertos instantes significativos.

– Discúlpeme, rabí -se excusó Ureta.

– El judaísmo acepta bromas, no se preocupe la insolencia es parte de nuestra dinámica.

El clima respondía a la descripción que papá me hizo. La evocación no era excesivamente ceremoniosa. No había ornamentos, no se aturdían los sentidos con el espectáculo de colores, sonidos y aromas. Predominaba la calidez de hogar, el contacto humano, la conversación y los manjares. El conductor del oficio no era un pontífice temible que relampaguea en las alturas, sino un padre afectuoso o apenas un hermano mayor, alguien cuyo saber lo transforma en generosa fuente, no en autoridad represora. El encanto de esta celebración residía en su potente sencillez.

– Nunca hubiera sospechado que usted es judío – dije a Juan Bautista Ureta mientras masticaba la carne asada.

– Siendo fraile me oculto mejor. Además, puedo gozar la lectura de la Biblia sin generar presunciones.

– Es difícil ser fraile y ser judío.

Sus grandes órbitas de azabache se aclararon.

– Mi condición de fraile no implica peso, y sí ventajas.

– Pero… ser ministro de una religión en la que no se cree.

– No soy el único: la simulación la padece usted como yo. Algunos judíos consiguieron incorporarse a la orden de Santo Domingo, que es como incorporarse a una sucursal de la Inquisición. Y llegaron a obispos.

– Francisco de Vitoria.

– Por ejemplo.

Marcos cruzó su mano sobre mi hombro, incorporándose a nuestra charla.

– Te debo una disculpa por la sorpresa -dijo.

– ¡Y qué sorpresa!

– ¿Sabes? Nunca son suficientes las precauciones. Cuando atendiste a mi madre, yo no sabía si eras el católico que aparentabas o el judío que tengo ahora delante de mí. Llamé a Juan Bautista, un visitador eclesiástico para que mi tardanza en solicitar la extremaunción no generara sospechas. Y para que los vecinos viesen que no la privaba de los óleos. Más tarde Juan Bautista te sometió a presión para cerciorarse de tu integridad; incluso, creo -sonrió-, se le fue la mano. Después me visitaste en fecha de ayuno judío y no comiste; recitamos un salmo y no lo rubricaste con el Gloria patri. Esos elementos hubieran sido suficientes para que te invitara a participar de las sesiones de estudio que realizamos de cuando en cuando en este sótano (con el mazo de naipes a la vista por si nos asalta una inspección). Pero hemos aprendido a ser cautelosos. La Inquisición no sólo trabaja con funcionarios visibles: cualquiera puede deslizar una denuncia. Decidí que corriesen otros meses y recién ahora, con franca alegría, te incorporamos a nuestra minúscula comunidad.

– Un visitador eclesiástico como Juan Bautista sirve de filtro -ironicé-. Pero, por favor, ¡no exagere!

– Como fraile mercedario -dijo Juan Bautista Ureta-, tengo experiencia. Mi orden se ha ocupado de arrancarle a los moros (por las buenas, las malas o el soborno) los rehenes cristianos que apresaban. Hoy en día esa tarea ya es ociosa: las guerras más importantes no se practican contra los musulmanes, sino contra los herejes. Y aquí, en las Indias, nuestra orden parece ebria: no sabe cómo distinguirse. Mi obra de visitador la consuela, porque estimulo sus trabajos de evangelización. Mientras, ayudo a los judíos.

– Increíble.

El rabí Gonzalo de Rivas levantó su báculo.

– No voy a pegarles -rió-. Sólo recordarles que ahora, después de la cena, corresponde leer algunos Salmos y entonar canciones. Estamos de fiesta.

Volvimos a nuestros lugares. Dolores distribuyó nueces y pasas de uva. Marcos renovó las velas.

El agotamiento doblega la paciencia del calificador. Este prisionero le ha resultado más duro que el cuarzo: las amonestaciones no lo han perforado, los razonamientos enderezado ni las súplicas conmovido. Alonso de Almeida sabe que no ha sido parco en el caudal de amonestaciones, razonamientos y súplicas. Tiene la boca seca y agria. Contempla por última vez a este hombre con algo de lástima y algo de rencor. Piensa que sólo un sufrimiento muy largo y profundo conseguirá iluminarle el alma.

Golpea la puerta para que los soldados abran. Después se arrastra, apesadumbrado, hacia el cumplimiento de su deber: informar a los inquisidores sobre las atrocidades que ha escuchado, palabra por palabra.

110

Acompañé a Isabel a los oficios de Semana Santa. Los vecinos debíamos participar visiblemente porque desde los atrios, las naves y los púlpitos se ejercía metódica vigilancia. Los pocos marranos de la ciudad cumplíamos asistencia irreprochable, era uno de los exámenes más despiadados a nuestra doble condición. Debíamos repetir la farsa de una devoción inexistente (que roe el alma como un ácido) y soportar la acusación por los tormentos de Jesús (que desespera de culpa) [40] . Cada vez que en esa Semana un sacerdote empezaba a evocarla Pasión y Muerte, mi corazón se aceleraba.

El Domingo de Ramos celebra el ingreso de Jesús a Jerusalén y su recepción con hojas de olivo, laurel y palmera. ¿Quiénes le dieron tan afectuosa bienvenida? Yo esperaba que se dijese «¡los judíos!». Mujeres, niños y hombres de su misma sangre lo acogieron y lo querían. Pero mi expectativa se frustraba. Nunca «dos judíos» son asociados a un acontecimiento positivo, jamás hacen algo bueno.

En el Jueves Santo esperaba escuchar el Sermón del Mandato. Recordaba al lejano Santiago de la Cruz y sus conmovedoras palabras sobre el «amaos los unos a los otros». Pero las finezas de Cristo no inspiraban tanto como sus dolores físicos: el Bien es aburrido.

Hablaban de la Última Cena sin mencionar -ni por remota alusión- su vínculo con el Séder y la Pascua judía. Repetían hasta el agotamiento que en esa oportunidad Jesús hizo circular el cáliz lleno de vino y dijo «ésta es mi sangre», y distribuyó el pan y dijo «éste mi cuerpo». Dio a beber el cáliz como rabí Gonzalo su tazón, y distribuyó un pan que no era sino la matzá . En Jueves Santo también se regodeaban con la traición de Judas Iscariote. ¡Cómo se regodeaban! Contaban la anécdota y la cubrían de una vileza incomparable. Era lo más asqueroso de la Creación y contra él se canalizaba un torrentoso odio. No se trataba únicamente de un individuo que vendió a su Maestro por treinta monedas, sino del «judío». Su deslealtad es de judío; su codicia, de judío; su hipocresía, de judío. Decir «Judas» es decir «judío». Hasta las tres primeras letras coinciden. La identificación es arrolladora. En mi oreja, cada vez que desde un sermón empezaba a pronunciarse la sílaba «jud», en mi cabeza golpeaba la terminación «ío». Que en vez de «ío» oyera después «as» no disminuía el dolor del impacto.

El viernes era un día aplastante. Desde «raza maldita» a «cáfila de asesinos», podían escucharse todas las variaciones del desprecio. Y esto se enseñaba generación tras generación como un granizo incesante -de siglos- que penetra la médula de la gente. Los judíos son los enjuiciadores, torturadores, calumniadores y verdugos de Dios. Son un pueblo sin ley ni luz ni clemencia. Ávidos de sangre y dinero. Crueles hasta la locura. Prefirieron a un homicida como Barrabás y ordenaron la crucifixión de Jesús porque les gusta ver sufrir. Y aunque los romanos efectuaron las torturas y le rayaron la divina frente con una corona de espinas, eso ocurrió porque los judíos lo exigieron: «los judíos mataron a Cristo». Ni Verónica, ni las tres Marías, ni el pequeño Juan ni los dos ladrones, ni el bondadoso José de Arimatea eran mencionados como judíos. Tampoco el Sábado de Gloria ni la Pascua de Resurrección proveían clemencia. Excepto contadas ocasiones, se pontificaba de tal forma que el sacrificio de Jesús no parecía haberse consumado para salvar a los hombres, sino por imposición de los chacales judíos. Y que su resurrección no era el triunfo sobre la muerte, sino sobre los judíos. Cuantos más palos se diera a esa raza de víboras, más gloria se alzaba al trono de Dios.

111

Mis hermanas Felipa e Isabel llegaron finalmente a Santiago. Isabel traía a su hijita Ana y Felipa vestía los hábitos de la Compañía de Jesús. Las acompañaba la negra Catalina, cuyos ensortijados cabellos habían encanecido completamente.

Decidimos hospedarlas en casa. Traían mucha fatiga. Advertí que su equipaje era relativamente escaso. Supuse que Isabel conservaba el producto de las ventas en efectivo.

Con los adobes y piedras que tenía reservados en el fondo del solar construí una habitación adicional. En pocas semanas pude ofrecerles un aposento confortable al que incorporé camas, alfombras, un bargueño, arcones y sillas. Mi mujer colaboró con entusiasmo porque había perdido su familia cuando pequeña en la España remota y le producía un íntimo júbilo compartir nuestro encuentro.

Felipa se había transformado en una monja reposada. Sus insolencias de adolescente se diluyeron bajo las negras túnicas de la Compañía. Contó que en el día de la profesión fue acompañada por fray Santiago de la Cruz, que la ceremonia solemne fue inolvidable, con música, flores y una procesión. Hubo muchos invitados: la Compañía había crecido e involucraba a muchos vecinos. Concurrieron el capitán de lanceros Toribio Valdés y un generoso regidor del Cabildo: Diego López de Lisboa.

[40] El cargo de deicidio y la sistemática mención de los judíos como pérfidos recién fue revocada por la Iglesia Católica en el Concilio Vaticano II, que inauguró en 1962 el papa Juan XXIII.